The Sounds of Silence

Hace dos años, durante un largo viaje por tierra a través del desierto, Cavorite y yo paramos en algún punto del Valle de la Muerte para tomar un par de sorbos del café que llevábamos. Había caído la noche y frente a nuestro carro alquilado había un letrero que explicaba algo sobre el paisaje que teníamos ante nuestros ojos, un paisaje que bien podía no existir porque no podíamos ver absolutamente nada. Después del tentempié apagamos todas las luces y esperamos a que nuestras pupilas dilatadas hicieran la magia de abrir el velo negro que nos recubría y revelar la presencia de la Vía Láctea en el cénit.

Mientras mirábamos hacia arriba, maravillados, me percaté de algo de repente y le pedí a Cavorite que aguzara el oído:

Silencio.

Creo que esa fue la primera vez en mi vida que pude apreciar el silencio absoluto.

La oportunidad se presentó de nuevo unos días más tarde, en Monument Valley. Nos topamos con unas turistas japonesas que venían de un sendero que daba vuelta a una roca; lo tomamos y, pocos metros después, se desplegó ante nosotros el valle verde y terracota sumido en la más intensa quietud. Nuevamente le pedí a Cavorite que aguzara el oído y allí nos quedamos un rato, absorbiendo el vacío.

El viernes pasado recordé estas dos escenas al despertar en Bogotá y notar que de las calles vecinas, otrora rebosantes de pitos furiosos, no venía ningún ruido. Me quedé en la cama escuchando este singular acontecimiento, rememorando y preguntándome si la gente a mi alrededor también lo habría notado. Me los imaginaba aguzando el oído como nosotros en el desierto, admirando este milagro de la ciudad.

Sin embargo, al cabo de un rato tuve que poner música para sacarme de mi estado contemplativo y empezar las labores del día. Al fin y al cabo, este no es el desierto.

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