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Un meteoro rosa

Ayer estaba sentada frente al computador, tratando infructuosamente de buscar ideas para escribir, y en algún momento elevé la mirada hacia el cielo, como cualquier persona obligada a pensar un poquito más de lo normal.

Justo donde posé la vista, encontré una estela.

Era una pincelada de un rosa muy vivo que contrastaba hermosamente con el azul cerúleo lechoso sobre el que se iba pintando lentamente. Me quedé mirándola, creyendo que se trataba de un avión bien ubicado al atardecer. El rosa se fue tornando rojo fulgurante cuando me di cuenta de que la parte frontal de la estela estaba ardiendo. Eso no era un avión. Era un meteoro.

Cuando la visión desapareció detrás de unos edificios cercanos, entré a Twitter a ver si alguien más había visto lo mismo que yo. Dos o tres personas más describían un fenómeno igual a la misma hora, pero se encontraban en la Costa Este de Estados Unidos.

Esto es lo que voy a extrañar de Twitter.

The Sounds of Silence

Hace dos años, durante un largo viaje por tierra a través del desierto, Cavorite y yo paramos en algún punto del Valle de la Muerte para tomar un par de sorbos del café que llevábamos. Había caído la noche y frente a nuestro carro alquilado había un letrero que explicaba algo sobre el paisaje que teníamos ante nuestros ojos, un paisaje que bien podía no existir porque no podíamos ver absolutamente nada. Después del tentempié apagamos todas las luces y esperamos a que nuestras pupilas dilatadas hicieran la magia de abrir el velo negro que nos recubría y revelar la presencia de la Vía Láctea en el cénit.

Mientras mirábamos hacia arriba, maravillados, me percaté de algo de repente y le pedí a Cavorite que aguzara el oído:

Silencio.

Creo que esa fue la primera vez en mi vida que pude apreciar el silencio absoluto.

La oportunidad se presentó de nuevo unos días más tarde, en Monument Valley. Nos topamos con unas turistas japonesas que venían de un sendero que daba vuelta a una roca; lo tomamos y, pocos metros después, se desplegó ante nosotros el valle verde y terracota sumido en la más intensa quietud. Nuevamente le pedí a Cavorite que aguzara el oído y allí nos quedamos un rato, absorbiendo el vacío.

El viernes pasado recordé estas dos escenas al despertar en Bogotá y notar que de las calles vecinas, otrora rebosantes de pitos furiosos, no venía ningún ruido. Me quedé en la cama escuchando este singular acontecimiento, rememorando y preguntándome si la gente a mi alrededor también lo habría notado. Me los imaginaba aguzando el oído como nosotros en el desierto, admirando este milagro de la ciudad.

Sin embargo, al cabo de un rato tuve que poner música para sacarme de mi estado contemplativo y empezar las labores del día. Al fin y al cabo, este no es el desierto.

Rica, famosa, latina

Mientras hago la primera parte de mi trabajo veo un reality que encontré en Netflix. Es tele basura recontra basura. Hay unas señoras mexicanas en Los Ángeles. Tienen mucha plata. Pelean a cada rato. Nunca entiendo por qué empiezan a pelear. Tampoco entiendo por qué siempre andan diciendo que es hora de acabar con la hipocresía pero nunca se dicen la verdad. Algunas se han hecho a su fortuna ellas mismas, otras andan gastándole la plata al marido. Me parece terrible desperdiciar lo que otro que se ha ganado con su esfuerzo. Y de qué manera.

No reconozco las tomas aéreas de Los Ángeles que salen de vez en cuando. Creo que solo reconocería la autopista que pasa al lado del Getty Center. Una vez la vi desde el aire mientras aterrizábamos en la ciudad. Esa vez salimos del aeropuerto, recogimos nuestro carro alquilado y nos fuimos a una panadería armenia. Como muchas cosas cosas en Los Ángeles, era uno de esos sitios donde a uno lo atienden mejor si habla en español. Resulta que, al retirarse, el dueño original de la panadería (armenio) se la dejó a dos de sus trabajadores (mexicanos). Entonces ahora venden el lahmacun de siempre pero al lado hay conchas, orejas y puerquitos de piloncillo. En una mesa está sentado un señor que se toma con calma su café mientras charla con el panadero. Cuando hacemos una pregunta sobre las conchas, el señor también opina. Esa familiaridad es lo que nos gusta de los negocios mexicanos en Estados Unidos.

Acabo de recordar que hubo un sitio en Estados Unidos donde los locales (definitivamente no mexicanos) parecían extrañamente interesados en nuestra vida. En Portland, un cajero en la librería Powell’s quiso saber qué iba a hacer yo en la noche sin ningún ánimo de caerme. Y un heladero nos preguntó qué habíamos hecho en el día y esperaba detalles al respecto. Pero la familiaridad de los negocios mexicanos de la que hablo no se trata de cosas como estas. Tiene más que ver con el cariño que uno le llega a tener a la sensación de hacer una transacción comportándose como si uno estuviera al lado de la casa de uno en su ciudad de origen. La seguridad ontológica de la tienda de barrio.

Finalmente me toca cambiar el reality por música. No entiendo cómo las señoras siguen siendo amigas e invitándose a todo tipo de eventos si en realidad no se aguantan. Obviamente voy a seguir viéndolo más tarde, pero por ratos toca limpiarse el oído como quien se limpia el paladar entre bocados con jengibre encurtido o pan.