Alaska (I): Retransmisión e interrupción del crepúsculo

Hace unos meses, más o menos por casualidad, Cavorite y yo nos hicimos a un par de tiquetes a Anchorage. Planeamos cada día del futuro paseo cuidadosamente y luego nos olvidamos del asunto. Estoy haciendo sonar esto como si hubiéramos ido al pueblo de al lado, pero la realidad de los viajes no suele golpearme sino hasta último momento. Finalmente, llegó el día. Nos fuimos al aeropuerto como si realmente fuéramos a ir al pueblo de al lado. Me llevé un poco de trabajo para el camino porque teníamos una escala larga en Long Beach.

El aeropuerto de Long Beach es una promesa del esplendor del sur de California, que aún no conozco. Es bien pequeñito, pero el cielo azul (que San Francisco no quiso mostrar nunca) y las palmeras nos hicieron la espera más agradable. En los tubos expuestos del techo había pajaritos a la espera de la partida de la siguiente horda de humanos para rescatar las migas que pudieran haber dejado atrás. Un pajarito bajo las sillas era seguido de cerca por dos más. Recogía miguitas y se las pasaba.

En algún momento, durante el segundo vuelo, vi el cielo adoptar aquella familiar franja verde y roja que precede al negro nocturno. Me quedé mirándola hasta que se apagó. Entonces me distraje un rato. Luego volví a mirar por la ventana: la escena había retrocedido y el cielo tenía otra vez la franja verde y roja del crepúsculo. Parecía como si yo me hubiera enloquecido. Pero el horizonte no volvió a apagarse del todo. En esa nueva cuasiluz azulada empezamos a ver glaciares derramándose por entre montañas y pequeños cúmulos de chispas amarillas. Nos acercamos a uno de estos últimos y aterrizamos. Era casi la medianoche.

Bajamos del avión. Un alce disecado en pleno pasillo del aeropuerto nos dio la bienvenida a Alaska.

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