Cauce

Si de mi cabeza fluyeran las palabras precisas para describir las fugaces imágenes que de cuando en cuando atraviesan mis córneas, tal vez escribiría más seguido. Sin embargo, al mismo tiempo, si escribiera más seguido habría más posibilidades de que las palabras se pulieran a fuerza de tanto uso. Mis dedos al teclado serían las olas que frotan lenta y delicadamente el trozo de vidrio que ha caído en la playa, esculpiendo el burdo filo hasta convertirlo en verde gema.

Si mis nervios vibraran como arpas enredadas que curiosamente funcionan bien, si las sinapsis fueran golpes de martillo en el interior de un piano, seguramente mi guitarra sería la confidente de muchas más canciones que no habrían de abandonar las paredes de mi habitación. Mis uñas rasgarían los apretados anillos espiralados de metal hasta sacar de ellos el sinuoso camino por donde se deslizaría mi polvorienta voz.

Hace tanto no conozco la alegría del nacimiento de un nuevo personaje, hace tanto no logro hilar ideas en impalpables telares… Dos arañas cuelgan de ramas carnosas, anhelando tejer el aire pero sabiéndose incapaces. Miles de minúsculos ojos leen las letras que corren en ríos caudalosos, las descomponen en un caleidoscopio de sueño inalcanzable y se apartan para devorar el tiempo multiplicando jeroglíficos recién decodificados.

Tal vez algún día los ejércitos de abstractos dibujitos cobrarán sentido, y de los charcos emanarán riachuelos torpes en busca de la grandeza de las corrientes importantes. No obstante, el crecimiento tomará el tiempo que tarden las olas en hacer de un fragmento de vidrio un dije de transparente jade artificial. Posiblemente la esquirla abandone el baile pronto para permanecer enterrada en la arena y corte el pie de algún transeúnte distraído.

[ Left for Dead — Voodoo Glow Skulls ]

De las palomas y sus patas

Las palomas rasguñan las canales con sus patas. En un baile de autobús sobre la superficie en la que se posan, las aladas abuelas grises se mecen sin parar sobre un metal que ha frenado en seco mucho antes de su nacimiento.

El cielo es gris, se dobla como un techo de lona bajo el peso de los charcos que contiene. Si lloviera, y las palomas lo presenciaran —en vez de escabullirse en busca del ya conocido refugio de los campanarios —, el arrastrar de sus garras se vería acompañado de un suave tintineo, producido por el agua que se va colando entre las bajantes. Conformarían una pequeña orquesta de percusión, serían adolescentes de vestidos lúgubres en una banda de skiffle.

Las imagino asomándose para ver el remolino de la lluvia que se desliza estoicamente hacia el abismal tubo rectangular, con su mirada grave y desconcertada siguiendo la insondable noche del viejo pozo sin fondo. Desde abajo sus picos encorvados sugieren la presencia de un séquito funerario que busca con los ojos desorbitados el féretro que fue devorado por un agujero demasiado hondo. Mientras tanto, las gotas juegan escaleras durante la tarde y caen en el indeseable cuadrito del tobogán, obligadas a empezar el juego de nuevo. Cuando vuelvan a mezclarse los vientos lo intentarán una vez más. Palomas ociosas.

Si el frío arreciara y la lluvia musical posara un dedo en sus labios para convertirse en nieve, las palomas observarían atentamente cada copo en su trayecto hacia su oscura destrucción. Súbitamente, cada una sería atraída por la inusual gracia de una de aquellas frágiles estrellas de agua, y ante su inexplicable pérdida buscarían en el aire de peltre una escama igual, un reemplazo que no sufriera el mismo destino. O una al menos parecida. O una que tan sólo pudiera traer su recuerdo a la vista. Así, las tristes señoras reducirían sus exigencias hasta dejarse hipnotizar por cualquier rastrojo de agua congelada. Pasarían las horas sobre la canal y sus rasguños cesarían por completo, sustituidos por el inaudible crujido de los cuchillos que se abren paso por entre la carne, cuchillos cuya vida anterior de líquido inofensivo se había detenido poco antes. Sus ojos, atravesados ahora por los minúsculos filos, abarcarían el vacío horizonte, perdidos por siempre entre flotantes Medusas de cristal.

Y si de repente la temperatura volviera a subir, el agua fluiría fuera de la masa de inerte rojez para caer en el indeseable cuadrito del tobogán, justo en la mitad de un juego especialmente lento. Cuando vuelvan a mezclarse los vientos lo intentarán una vez más. No obstante, en esa próxima ocasión no habrá palomas para acompañar su canto. Conscientes de su debilidad por los abismos —y todo aquello que en ellos cae —las trastocadas ancianas se empecinan en pasar la lluvia en uno de los diez mil veces visitados campanarios. Allá estarán seguras, rasguñando frenéticamente las capas de pintura con sus patas, ahogando con sus garras la idea del agua que dibuja espirales transparentes sobre un fondo negro, de un solo vitral hexagonal descendiendo con infinita suavidad para desvanecerse en un rectángulo de fascinante nada.

[ Yesterday Once More — The Carpenters ]

Nightclub

Se abren los ojos y se trata de recordar una sola línea melódica de las escuchadas la noche anterior. Nada sale. Sonaba un instrumento, como un saxofón alocado… pero sólo queda el ritmo. El ritmo. El ritmo. El ritmo. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Breves instantes lo hacen más lento, pero esa variación tampoco queda. ¿Más rápido? No, nunca fue más rápido. Monotonía. Mujeres muy parecidas entre sí. Cigarrillos prendidos. Ahora todo apesta a cigarrillo. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Una voz familiar dice que es la única música que los americanos pueden bailar porque no saben bailar. Sí, cualquier cosa sale, es la respuesta. Las voces conversan en inglés. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Era un rincón que se hacía cada vez más apretado, paredes humanas que se cierran, doncella de hierro con codos por púas. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Había besos por todas partes, para todos, aún para el aparentemente desafortunado señor de la tonsura con pelo largo de voluntad propia. Besos para el de camiseta de rayas y cara grande y cuadrada. Besos lejanos, besos en este rincón que alguna vez fue un amplio sector contra la pared. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Monotonía. Hay un televisor. La gente se detiene, convetida en un coro que entona un triste y breve Aaaaaaah por el temprano accidente de automovilismo. Monotonía. El ritmo parece cambiar tan sólo para regresar a lo mismo. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Las pelvis se mueven pero no tanto. La música apenas rápida se puede convertir en un suave arrullo. Se siente o se ignora. Besos. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. La eterna percusión se siente o se ignora. Se ignora. Este zapateo se ha vuelto automático. Se ha tomado suficiente gaseosa. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Se acabó. Estuvo bien. Se abren los ojos en el bus, con dolor de garganta y la audición disminuida. No queda ninguna melodía.

[ La fuerza del destino — Fey ]

The World Forgetting, By the World Forgot

Yo estaba convencida de que presenciar la desaparición de los recuerdos no pasaba de ser algo que componía y hacía interesante a Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Una película. Una obra de ficción.

Entonces abrí ese diskette y, una vez leídos los viejísimos mensajes y redescubiertos aquellos años perdidos, los archivos desaparecieron.

¿Qué debo hacer ahora? ¿Huir hacia la infancia? ¿Tomar de la mano a quien no quisiera olvidar y correr por toda mi vida hasta que el pasado finalmente se deshaga, susurrándome el nombre de algún recóndito destino donde habría de encontrarlo de nuevo?

Y si siguiera aquella última desconcertante instrucción, ¿lo volvería a hallar?
Y de ser así,
¿qué hacer con él?

[ City Girl — Kevin Shields ]

Beograd

Cuánto tiempo hacía que se había decidido ir a ver Guadalupe años sin cuenta en ese teatro. La noche debía transcurrir de acuerdo al programa, ¿o no?

Cuesta arriba mencioné la existencia de un restaurante serbo-yugoslavo que no había visto antes. Seguimos subiendo. Un taxista y una señora peleaban en la mitad de la calle. La señora estaba dispuesta a cotizar el daño y pagarlo, pero no a entregarle “ni un televisor ni un cheque”.

Llegamos y quedaban cinco boletas para siete espectadores, de los cuales éramos él y yo los dos últimos. Salimos. El taxista y la señora seguían peleando. A la vuelta de una esquina casi hay otro accidente, pero de dos personas cruzando perpendicularmente. Todo esto es visualmente cómico, pero no tengo mucho ánimo de escribirlo con cuidado. Estoy tomando el blog de cuaderno de notas, de memorias a la carrera.

Nos detuvimos ante la puerta del restaurante serbio-yugoeslavo. Nos miramos. Nos encogimos de hombros. Entramos.

La chef nos invitó a sentarnos más cerca de la chimenea, al lado de donde ella y sus amigos departían. Había fotos de sitios bonitos en las paredes, con explicaciones en alfabeto cirílico. Prepararon la comida rapidísimo. El pan serbio resultó muy rico, es como almojábana sin queso pero con hierbas. Los nombres de los platos son impronunciables; sólo podría decir que comimos arroz con atún y algo más y berenjena rellena de carne, papa, cebolla y algo más. Parece como si en Serbia-Yugoslavia sólo existieran las berenjenas y los pimentones. Nos sirvió de tal manera que compartiéramos ambos platos y así —dijo ella —probáramos de todo. Nos ofreció postre o café turco pero nos advirtió que no teníamos que irnos del restaurante si no queríamos, que podíamos quedarnos a charlar. Después de pensarlo brevemente pedimos postre y la chef nos explicó hasta cómo comerlo. Exquisito. Mientras charlábamos, bailó música de Kosovo para sus amigos enfrente de nosotros; se veía bastante alegre. “Gracias por visitarnos”, dijo con un tono bastante cálido cuando nos fuimos.

Me pregunto dónde terminaremos la próxima vez que tengamos un plan establecido. ¿Qué sitios insólitos nos esperan?

[ Dead Bodies — Air ]

Todo el mundo va a Crepes & Waffles

Nosotros también.

Entramos a Crepes de la Zona T, tomamos la revista GO que está colgada a la entrada y nos sentamos a examinarla mientras (como es de esperarse) nadie nos atiende. Al cabo de un par de páginas encontramos el nombre de un lugar interesante para comer. Dejamos la revista en la mesa, nos paramos y nos vamos.

[ Carambita — Spanish Fly Company ]

Le Petit Himura, 2

Entre nuestros planes se encuentran las charlas de Yu Takeuchi, la pizza por metro y la nieve de dos sabores compartida. Con ustedes, el pequeño Himura.

[ la voz del gran Himura ]

Le petit Himura


El pequeño Himura tiene abundante cabello negro pulcramente cortado, los ojos cafés oscuros y la mirada imperturbable, tan característica de los de su familia. Dice frente a la cámara que no le gusta sonreír… sino reír, así que estalla en risas una vez hemos trascendido la barrera inicial de los saludos en voz queda. No se puede estar triste en su presencia, a no ser que se lo esté ignorando, y eso es bastante difícil. El pequeño Himura habla con una elocuencia inusual para su edad y pregunta de todo. Me encanta responder sus largos cuestionarios, oírlo emplear palabras de adulto de otra época para retornar a los pocos segundos a un abrir de ojos que aún no lo decepciona demasiado. Su entorno, tan rico y tan encapsulado al mismo tiempo, me remite inmediatamente a mi infancia y me hace pensar en lo bien que se pasa cuando se es como él. Se divierte tan fácilmente que me gustaría llevarlo a todas partes. El pequeño Himura extiende la mano para despedirse, pero es demasiado bonito para limitarse con él a esa formalidad. Si tuviera un hijo, quisiera que fuera como él y así llenarlo de besos, darle nieve de mandarina y limón, llevarlo de la mano por las tardes soleadas y contestarle todas, todas, todas, todas sus preguntas.

[ Automatic Imperfection — Marlango ]

Escala de valores

En la escala de valores de las lesiones cutáneas, el barro está mejor posicionado que el fuego.

[ Runaway — Janet Jackson ]

Todo lo que brilla el viernes se desvanece el domingo

—¡Hoy es viernes!

Mi pecho exhala con fuerza la ajada frase cuando me embriaga el mismo entusiasmo que suele esparcirse por la ciudad como una virosis en un jardín infantil. Dentro de un par de horas arrojaré los libros al insondable abismo de mi maleta y me entregaré a la obligatoria diversión desenfrenada de cada última noche de los días entre semana. Todos lo hacen, todos llegan al siguiente lunes con las fragmentadas historias de euforia que acompañaron el fin de semana anterior. Hay un extraño hilo de lógica que me dice que si ellos lo hacen, yo también. Sic faciunt omnes.

El itinerario vespertino está trazado a la perfección. Será una retahíla de planes, cada uno más animado que el anterior. Habrá un sinfín de charlas baratas, algunas personas que me terminen cayendo mejor y otras peor, un muy esperado baile y quién sabe qué otras cosas. La mañana quisiera hacerse a un lado para darle paso a la tarde, invitada de honor que viene acompañada de su largo manto negro azulado. ¿Qué esconderá bajo su manto? ¿Qué revelará a su llegada?

No acaba de empezar el tiempo de asueto cuando las promesas se desmoronan. Toma poco menos de una hora saber que una persona no va porque tiene algo que hacer, otra de repente anuncia que tenía un compromiso previo, otra se enferma ante nuestros ojos. El primer plan se lleva a cabo; es sencillo y ameno, tal como me gusta. No obstante, una vez todos nos despedimos me doy cuenta de que aún de lejos puedo notar a la noche levantando su prenda con una sonrisa socarrona, revelando… nada. El mago mete la mano al sombrero y no hay ningún conejo. Los niños se preguntan entonces qué hacer durante el resto de la piñata.

Han pasado algunas horas. Han pasado un palito de queso y una empanada chilena por nuestros estómagos. Hemos deliberado sobre el destino de nuestra velada. Queremos algo diferente. Sin embargo, el destino tiene otros planes, y un agujero de gusano nos ubica en una calle cuyo contorno podemos trazar con los ojos cerrados. Todas las puertas están cerradas. Todas, salvo una. Salvo ésa.

Entramos sigilosamente. El chef está jugando SNES en su computador portátil. Después de intentar sacarlo de su ensimismamiento mediante carraspeos y chirridos de sillas me aventuro al fin a murmurar: “Sumimasen…” De ahí para adelante todo es perfecto. No hay ni que describirlo. Mi anterior plan del día no incluye tomar y heme ahí, sentada a la mesa con el choko único de sake al lado del primer plato, asegurando que el umeshu es mil veces mejor. La comida empieza como un plan de escape y ni siquiera hay de dónde escapar. Estamos en el mismo lugar de tantas otras veces, el que se convirtiera sin querer en nuestro usual refugio. Es el consuelo de todos los planes deshechos, el remedio para la insipidez de la ciudad que se repite como el paisaje a través de la ventana de un carro en una película vieja.

El lunes estoy atenta a las posibles historias que todos han de traer. No oigo nada. Entonces dirijo mi atención a mis propios labios: nada sale. Es tan obvio y no me doy cuenta… Las vidas de corredores y caminantes parecen agua y aceite, pero se funden fácilmente y crean la gris aleación que opaca las calles con bostezos en la mañana cero de la semana que de nuevo se cuenta a sí misma. No hay nada para contar mientras formamos el tronco de la Y cuyas ramas empezarán a crecer mientras exclamo la frase cuyo tono es un pronóstico de lo que jamás sucederá. Insisto: el hecho de que algo suceda o no, que me deshaga en luces o me limite a pestañear lentamente, no importa en absoluto. Todo lo que brilla el viernes se termina de desvanecer en la tarde del domingo.

[ Dirty Trip — Air ]