ドキドキしている

No tengo nada contundente que decir, pero estoy nerviosa sin razón aparente y debo escribir para no empezar a comer o mascar chicle.

Hoy me dormí en clase. Tenía la cara apoyada en una mano mientras la otra sostenía el celular. La indescriptible placidez de aquellos ¿segundos? (¿minutos?) de sueño se vio interrumpida por la vibración del aparato. Era un mensaje de mi sempai. Al final de clase tuve que dar mi opinión sobre el tema del día y me di cuenta de que no puse atención ni por un segundo. Recibí unas fotocopias, las rayé con dos muñequitos—un niño y una niña—y me dediqué a admirar mi obra durante el resto de la clase. Hasta que cerraron las ventanas, dejó de circular aire y me quedé dormida.

Desde entonces he estado nerviosa. Hice un pedido por Internet, busqué desesperadamente un accesorio para lo que pedí, desistí de buscarlo, retomé la búsqueda y lo encontré, desistí de comprarlo, pensé en otra cosa que necesito comprar pero mejor espero hasta el próximo viaje a Tokio, y heme aquí.

Nada contundente que decir. Sólo nervios sin razón aparente y una pierna que no para de moverse por debajo de la mesa.

[ Telescope Eyes — Eisley ]

アカン

Estábamos comiendo bibimbap en el restaurante coreano del barrio cuando le expliqué al señor Sakaguchi que es imposible saltar a un agujero negro y que lo que le había dicho sobre el colisionador de hadrones era verdad. Desde entonces, mi vecino y compañero de clases ha estado relativamente enterado del asunto y hasta se apresuró a contarme sobre el daño reciente en el aparato que retrasará el fin del mundo un par de meses.

El señor Sakaguchi nació en Nara, tierra de templos y venados que no fue atacada por las bombas incendiarias norteamericanas en la segunda guerra mundial pero cuyos niños se exponían a ráfagas de metralla si les lanzaban piedras a los aviones enemigos. Cuando habla japonés en su dialecto le entiendo bastante bien, cosa que se me hace bastante extraña pues cada vez que he ido a la región de Kansai he quedado sumida en algo bastante cercano a la completa ignorancia. Parece más animado, incluso más cercano cuando cambia el inglés de Escocia por su lengua materna. Llega un momento en el que la impresión de estar hablando con alguien diferente me pone inexplicablemente nerviosa y me deshago en risa como un frasco recién roto lleno de arroz. Entonces empieza a hablarme en alemán y yo me desespero porque mientras intento responderle mi cabeza empieza a sacarme palabras al azar en cualquiera de los tantos idiomas que he olvidado.

Anoche me puse a observar el apartamento que horas antes ocupara este visitante y lo hallé irreconocible. La alcoba se hallaba ordenada, los futones debidamente doblados, los ecos de la guitarra aún en el aire. Un montón de loza en el lavaplatos y la cafetera vacía daban fe de mi incursión en el mundo de la culinaria para más de una persona. Exceptuando la reunión de estudio que tuviera el trimestre pasado con Alicia, nada me había empujado antes a hacer de esta caja habitacional un hogar presentable. La soledad que siempre había caracterizado este espacio había desaparecido, si acaso temporalmente. A cambio, aún corrían por las paredes estelas de algo parecido a una vida normal, una menos lúgubre.

Tal vez fui muy dura al llamarlo falto de feeling. No puedo esperar que todos mis interlocutores de ahora en adelante sepan de agujeros negros, así como no puedo esperar que los que sí lo hacen entiendan lo que es la vida en una caja con vidrios fuera de la cual la gente no hace sino accidentarse y suicidarse.

[ I Wasn’t Prepared — Eisley ]

Un plan de acción

Esto no se puede quedar así. ¿Creen que me voy a quedar cruzada de brazos cuando acabo de perder al amor (de los últimos tres años y medio) de mi vida? Las películas y las canciones me han enseñado que cuando es necesario hay que saltar tapias, cruzar potreros, sabotear ceremonias nupciales y hasta cambiar de dirección la rotación de la Tierra. Necesito un plan de acción.

Podría comprar un tiquete aéreo a Bogotá y ausentarme de clase una semana sin avisarle a nadie. Después de pasar el jetlag en mi casa, tomaría un Transmilenio hasta Teusaquillo, contrataría un trío de cuerda en Camucol y me le plantaría frente a su sitio de trabajo cantando éxitos de Daniel Santos hasta que vuelva a creer en el poder de mi amor y me bese tiernamente ante las miradas emocionadas de los transeúntes.

Ahorrémonos al trío de Camucol; mejor lo dejo para que todo el mundo huya lacrimoso de “El camino de la vida” en la siguiente fiesta familiar. Compro un repuesto para la cuerda rota de la guitarra chiquinquireña (¿por qué tuvo que reventarse en agosto?) y voy sola en bus. Tengo que llevar el instrumento en su estuche para que no crean que voy a pedir plata.

Desde los escalones que dan a la calle se puede ver la cara de quien atiende a través de la vidriera. Podría ser él—no quiero mirar así como estoy, regurgitando el corazón. No sé qué diablos hago con una guitarra a la espalda, si la falta de práctica me ha hecho olvidar casi todo lo que sabía. No practiqué ni nada; ahora me va a tocar improvisar con el escaso repertorio que me queda… ¿Un vals peruano?

Aún si la música nos unió la primera vez, con este folclórico fracaso no lo hará una segunda. La guitarra se queda ahí y la cuerda puede esperar hasta julio próximo. Mejor entremos por la vía gastronómica: le haré galletas. Deliciosas galletas de chocolate en una bolsita o un frasco. Si funcionan en San Valentín deben funcionar en cualquier otra fecha, o si no ¿para qué se esfuerzan tanto mis compañeras de clase cada febrero?

A quién engaño; cualquiera podría hacer galletas, inclusive de sabores más exóticos que el chocolate. Además, teniendo en cuenta que jamás cociné en su presencia, no me creería ni en un millón de años que esas galletas son de mi autoría. De todas maneras a él lo que le gusta son los bizcochos de mora de los hare krishna. El amor desesperado soporta muchas cosas, pero ninguna de ellas incluye convertirse a una religión donde toca andar por la calle con una pandereta para aprender un secreto culinario.

Quizás la salida más simple es la más usada por el cine romántico: llegar, simplemente llegar adonde se encuentre y enfocar la cámara en mi pinta de haber cruzado océanos y pasado penurias por él y solo por él. Eso lo derretiría instantáneamente, especialmente si cargo con el equipaje directamente desde el aeropuerto y cae un aguacero monumental. Nada mejor para los entuertos sentimentales que un escenario oscuro y emparamado, un escenario capaz de despertar compasión en el más duro de los corazones. Por favor pongan a sonar “Reunited” de Peaches & Herb mientras bailamos en la calle.

Pero heme aquí ahora, de vuelta al mismo lugar donde fui olvidada ya no recuerdo cuándo. No me tomó más de un pestañeo regresar; las películas también se vuelven un gran rectángulo negro y todos se levantan a seguir con sus propias historias, si acaso con una chispa de esperanza en que al menos el imposible final feliz pueda transferirse a la suya. Creo que mejor voy a afinar la guitarra que tengo aquí—uno nunca sabe cuándo necesitará un plan de acción musical. Al menos uno de escape.

[ Sanar — Jorge Drexler ]

El gran agujero negro de la falta de feeling

Con motivo de la puesta en marcha del Gran colisionador de hadrones del CERN le envié un mensaje de texto a un compañero de clases con quien me he encontrado un par de veces para cenar. En él le preguntaba qué haría en caso de enterarse de la existencia de un agujero negro causante del fin del mundo en Europa.

Su respuesta, acompañada de un muñequito corriendo, fue: «saltaría al agujero negro».

Hoy tenemos planeado ver un par de películas juntos, pero ya no estoy tan segura de querer ir.

[ Baby James — Casey Dienel ]

天国の思い出 (II)

Una de las muchas veces que fui a Chicago con Minori decidí grabar nuestras voces cantando “Woman”, de John Lennon, en el camino. Hacíamos un buen conjunto, él haciendo la voz más alta y yo la más baja mientras los troncos grises pasaban raudos ante la mirada de su pequeño auto negro. El casete quedó archivado en alguna repisa de mi casa, pero el recuerdo permaneció intacto durante mucho tiempo, invocando una sonrisa cada vez que afloraba. Sin embargo, con el pasar de los años y el resentimiento esta escena se desvaneció.

Seis años después, en Nueva York, Minori me invitó a un karaoke. Él alabó mis rendiciones de “Nothing Compares 2 U” y “No More ‘I Love You’s'” y yo quedé boquiabierta con las notas que alcanzaba en quién sabe qué canción de visual-kei. Mi extrañeza y admiración ante su rango vocal me avergüenzan un poco ahora que recuerdo que su voz cantante no era ningún misterio para mí. Supongo que yo quise hacer de él un completo desconocido tras romper con él, pero bajo las luces de Times Square supe que éramos los de siempre. Muchos años y un amor después, pero los de siempre.

Una madrugada sentí cómo me cubría con una cobija mientras dormía en su sofá, el cual ocupé para mantenerme alejada de él. Aún no nos entendemos, o al menos yo opté por no volver a entenderlo a él, pero aún ante mi mala cara me ofreció el trozo de pizza con más camarones mientras llegaba la hora de ir a encontrarme con Mer.

[ At Your Best — Sarah Blasko ]

Transporte interrumpido

En una página de noticias hay una foto de un chino dormido en un bus ilustrando la noticia de treinta chinos ilegales que atraparon mientras viajaban de sur a norte. No sé cómo esperan que uno tome en serio la noticia con semejante imagen acompañándola. Me hace pensar en los paseos de colegio en los que todo el curso le toma foto a la persona que se queda dormida con la boca abierta en el bus. Al menos el chino la mantiene cerrada.

Hablando de medios de transporte y gente que cogen por sorpresa, el lunes estrellé la bicicleta. Iba en un camino bastante transitado cuando de la nada salió un tipo en una de esas bicis de rueditas chiquiticas. Crash. El ruido fue formidable. Mi mandíbula fue a parar sobre la cabeza del tipo y una pierna se me quedó enredada entre la maraña de varillas. Curiosamente no hubo sangre, pero sí muchos morados que aparecieron días después en lugares donde uno jamás espera cambios de color.

Cuando intenté seguir mi camino tras las respectivas fórmulas de cortesía—¿Está bien? Sí, estoy bien. ¿Está bien? Sí, estoy bien. Lo siento. No, tranquilo, tranquilo—, noté que la rueda delantera estaba trabada. La pastilla del freno (o como se les llame en el caso de las bicicletas) se le había incrustado. Me tocó asegurarla, dejarla tirada en el pasto y seguir caminando. Después de clase la arrastré a la tienda de bicicletas más cercana, donde una pareja de ancianos displicentes se negaron a estimar el costo del arreglo, alegando que era carísimo y que requería dinero (“Dinero. ¿Entiende?”). En un suspiro resignado pedí que me dejaran llevarme la bicicleta, convencida de que tendría que arrastrarla miserablemente ante su mirada de “jaja-eso-te-pasa-por-invadir-nuestro-país-maldita-gaijin-del-demonio”. La dejaron en la calle, donde noté que de nuevo rodaba y que si la montaba no se desbarataba, así que seguí mi camino normalmente—sólo que sin frenos.

Aquí tengo dos opciones: decir que si no vuelvo a escribir pronto ya saben lo que pasó, o contarles la verdad. Hoy o mañana iré a pedir una segunda opinión en el lugar donde me la vendieron. Espero que en el peor de los casos me devuelvan parte del dinero, y si no igual saldré con una bicicleta nueva… a ver qué tanto aguanta esta vez.

Me pregunto si el chino de la foto sabe que está en los periódicos. No lo creo. ¿Estaría soñando con China cuando lo despertaron los destellos de la cámara?

[ Violet Hill — Coldplay ]

天国の思い出 (I)

Hace tiempo me dio un dolor de estómago insoportable. Ocurrió mientras sacaba la visa japonesa. Al salir de la embajada, pensando tontamente en mis (ya inexistentes) responsabilidades académicas decidí aguantármelo y volver a la universidad. Como el dolor aumentó en vez de cesar cuando intenté distraerlo haciendo tareas en alguna mesa del edificio Au, tomé un Transmilenio de regreso a casa. En el camino—que se sentía eterno—llamé a mi madre para contarle mi entuerto y busqué mis llaves para tenerlas listas al arribo, pero cuál no sería mi sorpresa al tantear entre la maleta y darme cuenta de que las había dejado olvidadas. Desesperada, llamé a Himura. Varios minutos después—pero muchos menos de los que me esperaba—, el estudiante de física me encontró sentada con las piernas cruzadas en el antejardín de mi casa. Entonces tomó mi maleta y me la hizo usar como almohada, cubriéndome con su saco a modo de cobija y evitando que el sol me diera en la cara haciéndome sombra con su propio torso. Así permaneció hasta que llegó mi madre a abrir la puerta.

[ Miss Halfway — Anya Marina ]

Cortlandt Street-World Trade Center

Con la intención de pasar un rato buscando rebajas en Century 21, Minori y yo entramos a la estación de subterráneo del Rockefeller Center. Tras observar el mapa de rutas, Minori me encomendó la tarea de despertarlo cuando llegara la hora de bajarnos, en Cortlandt Street.

Las estaciones se adivinaban todas iguales bajo la tierra, todas oscuras cavernas de acero con direcciones en letra Helvetica y sus nombres en mosaico. Minori había desistido ya de apoyar su cabeza sobre mi hombro y descansaba contra un vidrio fisurado. Mientras tanto, yo sacaba Combos de mi cartera, uno por uno hacia mi boca. De repente el tren redujo su velocidad y, después de pasar una larga hilera de cinta roja de peligro, pude divisar a través de la ventana los remanentes de lo que alguna vez fuera una estación de subterráneo. Barandas desprendidas de sus escaleras y galletas de cemento con baldosines blancos yacían en el suelo. En una pared, como recuerdo de lo que otrora constituyera aquel polvoroso rompecabezas, aún permanecía el mosaico: “Cortlandt St.” Era una visión siniestra e inexplicable. “¿Y si en cualquier momento se nos cayera un montón de escombros en el camino y quedáramos atrapados como en las películas?”, pensé inocentemente.

Salimos a la luz en Rector Street, cerca del edificio de la Bolsa de Nueva York. Confuso, Minori pidió una explicación.
—No pudimos bajarnos en Cortlandt porque la estación se ve como después de la guerra—, bromeé.

Tras caminar unas cuantas cuadras, encontramos un gran vacío azul en medio de los rascacielos. A nivel del suelo, una cerca gigantesca y un par de grúas daban fe de la hercúlea labor que suponía llenar aquel vacío.
—¿Este es… el lugar?—pregunté, entre temerosa e incrédula.
—Este es. Cuando vine con mi padre, en 2003, él dejó flores al lado de la cerca.

Retiré la vista de aquel angustiante abismo en el cielo. Justo al lado había una entrada clausurada: Cortlandt St.

[ A Matter of Trust — Billy Joel ]

Hacia el centro de Santa Marta

El conductor de la buseta nos vio avanzar a paso lento hacia la carretera. El cielo era de un azul pastel deslumbrante, de esos cuya cualidad blancuzca deriva precisamente del sol picante que los gobierna. Acostumbrados al afán bogotano, le dimos un vistazo desesperanzado y continuamos la marcha.
—¿Van al centro?—preguntó el conductor.
—¡Sí!—exclamamos con ojos brillantes.
—¡Al centro!—repitió a modo de invitación, provocando que cambiáramos nuestro ritmo cansado por una carrerita.

A pedido de una señora cuyo disgustado acento la delataba como forastera, el bus desistió de modificar su ruta y se metió por una callecita estrecha. No contenta con que su deseo hubiera sido satisfecho tras someter a todos los pasajeros a un discurso sobre por qué mantener los trayectos establecidos, la mujer se deshizo en improperios contra los partidarios de la abreviación del trecho. Poco después se bajó frente a una tienda, pero desde el andén siguió repartiendo insultos. Entonces los ocupantes del bus se lanzaron a chiflar, ulular y gritarle “¡loca! ¡loca!” con visible deleite. Segundos después de que la turba se hubiera apaciguado, se oyó un comentario quedo sobre los cachacos y su extraño modo de pensar.

En el antejardín deprimido de una casa, una anciana aprovechaba el desnivel para usar el andén de la calle como almohada y dormir plácidamente. “Qué vida, ¿no?” comentó el ayudante del conductor desde la puerta de la buseta. La señora hizo un gesto apacible, se acomodó y siguió durmiendo.

Después de seguir un par de meandros, el bus emergió de nuevo en la carretera y continuó su camino entre los cactus y los balnearios. Un infante detrás de nosotros seguía una lancha remolcada desde su ventana, anunciando con un emocionado “¡baco, baco!” cuándo la podía ver y un sosegado “ya” cuándo no. Pronto desapareció el paisaje semidesértico y nos vimos rodeados de concreto hirviente y colectivos repletos. No pasaría mucho tiempo antes de bajarnos cerca de una intersección de puentes conocida como el “puente araña”. Horas después, al regreso, mi madre se lo mencionaría a un taxista como “el pulpo”.

[ Un jour, un enfant — Frida Boccara ]

Instrucciones para el padre de mis hijos

  1. Los niños no escucharán nada relacionado con “el efecto Mozart”. Si Mozart ha de sonar en la casa, que sea porque constituye parte del gusto musical común.
  2. Tampoco escucharán versiones infantiles de los clásicos del rock. Hasta ahora nadie ha desarrollado un trauma por conocer a Queen demasiado temprano pero creo que más de uno, niño o adulto, lo hará si todo el día está oyendo dirín dirín dirín.
  3. Las paredes son para rayarlas. Se comprarán rollos de papel craft y se usarán en los pasillos y las habitaciones de los niños.
  4. No se les obligará a matricularse en actividades extracurriculares ni cursos de vacaciones. Si el niño no quiere jugar fútbol, no quiere jugar fútbol. Si la niña no quiere bailar ballet, no es el fin del mundo.
  5. Se les llevará a lugares extraños, laberínticos y sicodélicos. A raíz de la desafortunada remodelación de Colsubsidio de la 26, se meditará profundamente alrededor de este tema con suficiente antelación.
  6. A la niña se le permitirá jugar con carritos y al niño con muñecas. Lo que decidan después es cosa de ellos.
  7. No habrá fiestas de 15. Entiéndase por fiesta de 15 aquella en la que figuran cisnes de hielo, tronos de satín y encaje color curuba, ceremonia de cambio de tenis a zapatos de tacón, declaraciones alusivas al paso de niña a mujer y los temas “Mi niña bonita” y “El camino de la vida”.
  8. No se tomarán fotografías de los niños desnudos de la cintura para abajo. Evitémosles futuros sonrojos frente a amigos y familiares. Todo o nada.
  9. Ninguna pregunta será juzgada demasiado tonta. Si no sabemos la respuesta, la averiguaremos juntos.
  10. Se privilegiará el absurdo por sobre todas las cosas. Las conversaciones normales y la seriedad no serán el fuerte de nuestra familia.

[ Amor cibernético — Mariflorcita del Perú ]