Die Goldbären von Bonn

Detesto tener nervios cuando me hallo a horas de ver al vecino. En este caso son más de diez horas. Mañana tengo que salir de mi apartamento, esquivar el cadáver de la mantis religiosa que yace en un escalón desde hace una semana o más, pasar frente al apartamento de Azuma, cruzar la calle en diagonal, subir unas escaleras y llamar a la puerta del 201. La excusa: un trabajo en grupo para la clase de jazz.

¡Y es que yo soy tan pero tan ingeniosa! Por Dios, no recuerdo tanta artimaña en mi cabeza desde que me regalaron dos boletas para Eurocine en la puerta de un edificio y corrí a decirle a un calvo que andaba jugando rol que no tenía absolutamente nadie a quién darle la segunda boleta. Y eso que esa estuvo bastante sencilla. Esta vez esperé a que por cosas de la vida Sakaguchi tuviera que cambiarse de puesto para poder ver una película y milagrosamente decidiera ubicarse justo frente a mí. La punta del dedo en su espalda; su nuca se contorsiona levemente. Una conversación en voz queda.
—¿Quieres hacer el trabajo conmigo?
—¿No te molesta?
—En absoluto.
—Bueno, ¿qué debo hacer?
—Tienes que escribir nuestros nombres en esta hoja.
Y el hombre resultó saber mi apellido y cómo se escribe. Qué cosa tan simple, y sin embargo, tan sorprendente. Fue como esa vez que alguien me llamó por mi nombre a la salida de clase de danza y me emocioné. Es una de esas raras instancias en las que uno recuerda que es un ser humano y no un amigo imaginario olvidado que ya no sabe de qué cabeza salió ni ante cuáles ojos se hace visible.

***

Ando confundida desde que mis encuentros con el señor Sakaguchi se han reducido a breves saludos a metros de distancia frente al edificio donde tomo la mayoría de clases. ¿Es este hombre tan rígido y poco sonriente el mismo que se bajó de su bicicleta en plena calle para darme un abrazo el día que me vio reluciente de jetlag, de vuelta en Tsukuba? Han pasado casi dos meses y ya Japón se le tragó los sentimientos que se había traído de Alemania como souvenirs. Seguro ya no recuerda lo que me dijo esa noche mientras comíamos pasta, que me trajo Haribo Goldbären de Bonn y me prestó tres CDs que no le he devuelto, o que solía elogiar las faldas que llevaba yo en verano. Seguro no recuerda que me invitó a ir en bicicleta hasta Kenkyuugakuen para ver cine en el nuevo centro comercial cuando lo inauguren.

Claro que en esa misma época fue que le dije que no me parecía bien que hubiera convencido a su profesor de dejarme asistir a su clase de alemán, que no planeaba salir a trotar con él, que me había dado pereza presentarme a su trabajo de los martes y que Kenkyuugakuen queda demasiado lejos como para ir en bicicleta. Supongo que me lo tengo merecido. Si después de terminar el trabajo salimos a almorzar al coreano del barrio, puedo darme por bien servida. Pero el coreano del barrio no abre los domingos.

[ 愛の病 — aiko ]

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