Coronar Corona Heights

Saliendo de mi casa, puedo apreciar a lo lejos —pero no demasiado lejos— un árido pico doble. Es el parque Corona Heights. Con frecuencia, lo que parecen dos montículos de rocas en lo alto se ve decorado con puntos móviles de colores: personas que han subido a contemplar la ciudad y la bahía desde ahí. Tengo el recuerdo de haber llegado a la cima una vez con Cavorite, y de haber deseado volver a hacerlo algún día, desanimada al instante por lo empinado del camino que conduce allí.

En esa época, las calles de San Francisco me derrotaban una y otra vez. Yo escalaba encorvada, como intentando que al menos la cabeza llegara hasta el final de la calle; el cuerpo, inconexo y débil, seguramente no lo iba a lograr. Sin embargo, accidentalmente solucioné este impedimento varios años después, cuando un amigo anunció su visita a Bogotá y yo decidí prepararme para una eventual subida a Monserrate a pie. Escogí una calle empinada en La Candelaria y armé un circuito de cuatro kilómetros que la incluyera. Empecé a recorrerlo a buen paso todos los días. A Monserrate finalmente no fuimos porque pocos días antes de la llegada de mi amigo hubo un atraco masivo en el sendero de subida, pero posteriormente, en San Francisco, descubrí que podía subir y subir y subir e incluso seguir hablando sin quedarme sin aire.

Llevo todo este mes subiendo cuestas todos los días. Un buen día, extrañando mi costumbre bogotana, armé un circuito en un mapa y me embarqué a seguirlo al amanecer. Cuando acumulé suficientes semanas sin parar, decidí que ya era hora de subir allá donde me parecía imposible. Memoricé las direcciones del mapa y, sobre la tercera cara del rectángulo que usualmente recorro, tomé un ligero desvío. La montaña se alzaba frente a mí como un muro infranqueable. No voy a poder, pensé. Me fui acercando. Ahora sí que no voy a poder. La calle se hizo más empinada. Esto va a ser imposible. Subí unas escaleras y encontré un parque. En el parque encontré una rampa. La curiosidad me fue llevando y, cuando menos lo esperaba, resulté coronando la cima del parque. Ni siquiera me pareció tan difícil.

Algo que cuesta mucho creer, pero resulta ser verdad, es que la constancia inevitablemente deriva en progreso. Es un premio gigante e inesperado.

Breve diatriba contra los rayos semiinclinados

Como antigua —y aún ocasional— habitante de una región aledaña al ecuador, he sufrido un poco con el escorar de este barco que llamamos Tierra. El sol de repente se ha convertido en una medida nada fiable del inicio y final del día.

Extraño mi reloj biológico solar que me levantaba sin falta pasadas las seis de la mañana. Yo no soy tan perezosa como me hace ver esta luz postergada.

Procrastinación newtoniana

Las cosas que quiero y debo hacer se agolpan como pasajeros de un tren que intentan bajarse todos en la misma estación. De hecho, “pasajeros de un tren” suena demasiado elegante para describir lo que pasa en mi mente. Una mejor metáfora sería un Transmilenio en hora pico, con las puertas abiertas como costuras rotas de las que sobresale un relleno estático, fuerzas opuestas que se anulan exasperadas; nada entra ni sale.

Nada entra ni sale de mi mente.

De un lado (¿adentro?) tengo el deseo (y el deber autoimpuesto) de escribir. Del otro (¿afuera?) me espera un trabajo escrito de tamaño descomunal, reseco como pan viejo. Al intentar decantarme por uno o el otro, entro en estado de parálisis y no hago nada.

Pasan los días y se acumula todo lo que quería escribir, y en igual cantidad se acumula la imperiosidad de terminar el trabajo. La presión aumenta y yo me empiezo a descoser como el Transmilenio lleno, con manos asomadas por las ventanas lanzando puños al aire, maldiciendo el estancamiento. En un momento cualquiera me preguntan por qué ando nerviosa e irritable y yo respondo que no tengo idea, que esto es muy extraño.

La semana más caliente del año

El truco de la ventana cerrada de día y abierta de noche solo funciona si la temperatura baja al caer el sol.

Después de lo que habían denominado el día más caliente del año, se produjo una cadena de días supuestamente frescos que, a la hora de la verdad, resultaban en tardes completamente abrasadoras. Los servicios de predicción climática fallaron una y otra vez; pasaron de pronosticar el futuro a expresar un anhelo colectivo. Finalmente la ciudad se sumió en un caldo espeso y pegajoso del que no parecía que fuera a emerger jamás. Anoche, al abrir la ventana en espera del dulce consuelo de la brisa vespertina, no encontré nada al otro lado. El aire estaba completamente estancado. Nuestra habitación se hizo inviable —llevaba así ya unas cuantas noches, a pesar de la juiciosa aplicación del método veraniego— y empezamos a acampar en la sala.

Esta mañana, cuando se acabó el tiempo que teníamos para exprimirle algunas gotas de sueño intranquilo, solo atiné a decir, derrotada:

—Qué noche.

Epílogo: Estoy escribiendo esto bajo el amparo de la capa marina que por fin se abrió paso y llegó a retomar su puesto. Corre sobre mis brazos una brisa suave, fría, deliciosa.

El día más caliente del año

Hoy fue el día más caliente de 2024 en San Francisco. Según las noticias, las piscinas públicas estuvieron abiertas al público sin costo y las ventas de mangonadas se dispararon. Para mí fue un día de quedarme en casa, en la sombra, con las persianas bien cerradas para no dejar entrar el calor. Fue una medida exitosa: la temperatura se mantuvo razonablemente soportable sin necesidad de recurrir al ventilador. Estar así me recordó el verano en Alemania, bien resistido sin mucho sufrimiento al natural.

Al caer el sol, salimos un rato a un parque a leer. Como bogotana acostumbrada a que los parques sean sitios para evadir, me siento muy contenta de poder hacer uso de esos espacios públicos sin miedo, y que haya tantos para escoger. Algunos, como el parque Dolores, se llenan por completo en días soleados como este. Ese lo evitamos en esas ocasiones, por ruidoso.

Lo único de lo que no pude escapar fue el sopor. Después del almuerzo caí profunda en el sofá.

Bicentennial Man on a Quest

A veces extraño la época en la que pertenecía a una comunidad de blogs. Para ser claros, no extraño a la comunidad en sí: extraño tener blogs que leer. El grupo persiste de una u otra manera en alguna red social, pero las dinámicas del microblogging (que no es más que un chat lento) no me interesan.

En ocasiones, después de escribir aquí (o de intentar hacerlo sin conseguir nada), se apodera de mí una mezcla entre la añoranza y la curiosidad y me embarco en una breve e infructuosa búsqueda de sobrevivientes entre las ruinas del viejo internet. Al hacer clic en enlaces muertos o encontrar una última actualización con fecha de hace años me siento como Andrew buscando a sus homólogos robots en El hombre bicentenario. Hasta ahora no he dado con una Galatea que me guíe a alguna fuente útil de información. Acabo de caer en cuenta de que Galatea aparece en San Francisco.

Tal vez algún día, cuando las redes sociales se degraden aún más, encontraré algo brillante en los escombros. En San Francisco sigo teniendo un tesoro.

Cuesta la cuesta

Un gran problema de la edad adulta es que uno llega a comprender finalmente la importancia de ciertas cosas que uno quisiera, y por años y años intentó, evadir a toda costa. ¿Cómo puede uno seguir viviendo en una comodidad que ni siquiera es engañosa porque ahora uno es perfectamente consciente de que, tarde o temprano, le va a pasar factura?

La disciplina es tristemente inevitable.

Agua de las piedras: ejercicios diarios

En vista de que mi don de la palabra parece estar yéndose a pique y escasamente me sirve para trabajar, y ya empiezo a angustiarme por ello, he decidido imponerme el deber de escribir algo aquí todos los días. No sé cuánto tiempo vaya a durar el desafío —ahora a toda tentativa se le llama “desafío”—, pero espero sostenerlo al menos el tiempo suficiente para que se produzca una serie de milagros:

  1. Recobrar la elocuencia de la que creía poder preciarme (y que, en últimas, me da de comer)
  2. Arrancarle tiempo a la contemplación pasiva (léase despegar los ojos de las redes sociales de una buena vez)
  3. Retomar el sano hábito de la escritura en un lugar propio (todavía me duelen los vacíos que dejaron los pedazos de mi vida que quedaron consignados e inutilizables en Twitter)

Ante los titubeos, debo repetirme a mí misma que la ausencia de una comunidad con la cual compartir los frutos de este espacio me resulta ventajosa en el ejercicio de forzarme a contar algo cada día. La falta de audiencia es un factor liberador a la hora de escribir.

The Lone Star Flag

En la Calle 26 en Bogotá, justo antes de pasar por los edificios que quedan al lado de los viejos cementerios —el Central, el Alemán y el Hebreo—, apareció el año pasado una bandera de Texas pintada sobre el muro trasero de un edificio, y encima de ella un tablero electrónico que da la hora y luego dice “TEXAS”. Lo primero que se me ocurre cada vez que veo eso es que se trata de un gimnasio (no tengo ninguna justificación racional para esta hipótesis). Intenté buscarlo en Google Maps pero solo sale en Street View, sin explicación alguna. Entonces examiné la calle una cuadra más al sur, a ver si encontraba algún indicio en alguna fachada. No hay pistas.

Si me ponen una bandera de Texas al lado de una de Chile, no puedo decir cuál es cuál. La bandera del muro podría ser en realidad la de Chile y yo no me daría por enterada. (Bueno, ya revisé y sí es la de Texas: el recuadro azul con la estrella ocupa las dos mitades de la bandera, mientras que en la de Chile el recuadro se limita a la mitad superior. Al parecer, además, llevan tonos diferentes de azul y rojo, siendo la de Chile más saturada.)

En Chile he estado creo que cuatro veces. Cinco, si contamos cuando cumplí años en Isla de Pascua, hace exactamente diez años. De Chile me gusta: la comida de picar (la empanada de pino, el kuchen, el mote con huesillo, la sopaipilla con pebre). No me gusta: no entender casi nada cuando la gente habla (y eso que pasé años obsesionada con 31 Minutos). Me gusta: Isla de Pascua. No me gusta: la sensación que me dio Santiago de que no hay mayor cosa que explorar. Me gustaría: conocer Chiloé y Puerto Montt. Me encantaría: volver a Isla de Pascua y seguir alimentando mi ridícula obsesión con la Polinesia.

En Texas, en cambio, solo he estado dos veces, más las numerosas que he pasado por el aeropuerto de Houston, y un par más por el de Dallas. La primera vez que pisé Houston de verdad no fue tan de verdad: habiendo aprendido la lección de no pasar una noche entera en el aeropuerto (en Año Nuevo, de todas las noches posibles para llevarse una enseñanza de vida), y enfrentándome de nuevo al problema de una conexión de un día para otro, recogí mi equipaje y me dirigí a un tablero-teléfono gratuito que mostraba anuncios de hoteles aledaños. Uno escogía uno, llamaba al número que aparecía en el anuncio, y pedía un shuttle. De ahí hasta el día siguiente, toda mi vida transcurrió dentro del hotel. Nada de lo que pasó en ese período (que se limitó a explorar los pasillos, echarles un vistazo a las máquinas expendedoras y desayunar avena instantánea) cuenta como estar en Houston, en mi opinión, pero quedé con la impresión de que el verano allí era tan insoportablemente húmedo como el de Japón, del que había estado huyendo los anteriores dos meses.

Me pregunto si todavía existen los tableros-teléfono en los aeropuertos de Estados Unidos.

Finalmente conocí Texas de verdad, lejos de cualquier aeropuerto y fuera del alcance de los hoteles del tablero-teléfono, en enero de este año, cuando fuimos a visitar al hermano de Cavorite. Nuestra visita coincidió con la llegada de una ola polar para la cual la ciudad no estaba preparada, y nosotros mucho menos: hubo un momento en el que resultamos metiendo los pies en agua caliente para revivir la circulación de nuestros dedos (especialmente uno de los de Cavorite, que había adquirido un color un poco mortuorio). Poco después, la tubería de nuestro alojamiento se congeló y hasta ahí nos llegó el servicio de agua. Era claro que este viaje entraría en la lista de los más memorables, pero no por las razones adecuadas.

No todo fue terrible, empero. La famosa barbacoa texana es una auténtica delicia e, inesperadamente, nos enteramos de que Houston alberga una colección sumamente interesante de arte contemporáneo. En inmediaciones de la universidad de Rice nos encontramos edificios enteros, inconspicuos en calles anodinas, dedicados enteramente a una instalación o unas cuantas obras, de manera muy similar a lo que recuerdo haber visto en la bienal de arte de Naoshima. A veces pienso que me gustaría volver y explorar más del arte y la gastronomía típica, pero los eventos climáticos anómalos parecen ser el pan de cada día en ese estado. Además, no me gustan los lugares donde toca ir en carro a todas partes.

Cuántas vueltas he dado, y nada de lo que acabo de contar me ayuda a dilucidar por qué sobre la Calle 26 de Bogotá hay un tablero electrónico que da la hora y dice “TEXAS” encima de una bandera. Si algún día me entero, aquí lo escribiré.

Dos sueños (cuatro de enero de 2024)

Anoche soñé con una carta escrita en letra ilegible. Había llegado demasiado tarde: trataba de temas que habían caducado hacía mucho tiempo en mi corazón. Miraba al mensajero con pesar.

Después soñé con un colega que me visitaba en mi casa y jugábamos a ser pepinos un poco descompuestos, blanditos y explayados por el piso.

Al despertar le conté a Cavorite que últimamente estoy durmiendo increíblemente bien. Mi reloj dice que no estoy acumulando tanto tiempo de sueño profundo, pero no le creo nada.