Procrastinación newtoniana

Las cosas que quiero y debo hacer se agolpan como pasajeros de un tren que intentan bajarse todos en la misma estación. De hecho, “pasajeros de un tren” suena demasiado elegante para describir lo que pasa en mi mente. Una mejor metáfora sería un Transmilenio en hora pico, con las puertas abiertas como costuras rotas de las que sobresale un relleno estático, fuerzas opuestas que se anulan exasperadas; nada entra ni sale.

Nada entra ni sale de mi mente.

De un lado (¿adentro?) tengo el deseo (y el deber autoimpuesto) de escribir. Del otro (¿afuera?) me espera un trabajo escrito de tamaño descomunal, reseco como pan viejo. Al intentar decantarme por uno o el otro, entro en estado de parálisis y no hago nada.

Pasan los días y se acumula todo lo que quería escribir, y en igual cantidad se acumula la imperiosidad de terminar el trabajo. La presión aumenta y yo me empiezo a descoser como el Transmilenio lleno, con manos asomadas por las ventanas lanzando puños al aire, maldiciendo el estancamiento. En un momento cualquiera me preguntan por qué ando nerviosa e irritable y yo respondo que no tengo idea, que esto es muy extraño.

La semana más caliente del año

El truco de la ventana cerrada de día y abierta de noche solo funciona si la temperatura baja al caer el sol.

Después de lo que habían denominado el día más caliente del año, se produjo una cadena de días supuestamente frescos que, a la hora de la verdad, resultaban en tardes completamente abrasadoras. Los servicios de predicción climática fallaron una y otra vez; pasaron de pronosticar el futuro a expresar un anhelo colectivo. Finalmente la ciudad se sumió en un caldo espeso y pegajoso del que no parecía que fuera a emerger jamás. Anoche, al abrir la ventana en espera del dulce consuelo de la brisa vespertina, no encontré nada al otro lado. El aire estaba completamente estancado. Nuestra habitación se hizo inviable —llevaba así ya unas cuantas noches, a pesar de la juiciosa aplicación del método veraniego— y empezamos a acampar en la sala.

Esta mañana, cuando se acabó el tiempo que teníamos para exprimirle algunas gotas de sueño intranquilo, solo atiné a decir, derrotada:

—Qué noche.

Epílogo: Estoy escribiendo esto bajo el amparo de la capa marina que por fin se abrió paso y llegó a retomar su puesto. Corre sobre mis brazos una brisa suave, fría, deliciosa.

El día más caliente del año

Hoy fue el día más caliente de 2024 en San Francisco. Según las noticias, las piscinas públicas estuvieron abiertas al público sin costo y las ventas de mangonadas se dispararon. Para mí fue un día de quedarme en casa, en la sombra, con las persianas bien cerradas para no dejar entrar el calor. Fue una medida exitosa: la temperatura se mantuvo razonablemente soportable sin necesidad de recurrir al ventilador. Estar así me recordó el verano en Alemania, bien soportado al natural.

Al caer el sol, salimos un rato a un parque a leer. Como bogotana acostumbrada a que los parques sean sitios para evadir, me siento muy contenta de poder hacer uso de esos espacios públicos sin miedo, y que haya tantos para escoger. Algunos, como el parque Dolores, se llenan por completo en días soleados como este. Ese lo evitamos en esas ocasiones, por ruidoso.

Lo único de lo que no pude escapar fue el sopor. Después del almuerzo caí profunda en el sofá.

Bicentennial Man on a Quest

A veces extraño la época en la que pertenecía a una comunidad de blogs. Para ser claros, no extraño a la comunidad en sí: extraño tener blogs que leer. El grupo persiste de una u otra manera en alguna red social, pero las dinámicas del microblogging (que no es más que un chat lento) no me interesan.

En ocasiones, después de escribir aquí (o de intentar hacerlo sin conseguir nada), se apodera de mí una mezcla entre la añoranza y la curiosidad y me embarco en una breve e infructuosa búsqueda de sobrevivientes entre las ruinas del viejo internet. Al hacer clic en enlaces muertos o encontrar una última actualización con fecha de hace años me siento como Andrew buscando a sus homólogos robots en El hombre bicentenario. Hasta ahora no he dado con una Galatea que me guíe a alguna fuente útil de información. Acabo de caer en cuenta de que Galatea aparece en San Francisco.

Tal vez algún día, cuando las redes sociales se degraden aún más, encontraré algo brillante en los escombros. En San Francisco sigo teniendo un tesoro.

Cuesta la cuesta

Un gran problema de la edad adulta es que uno llega a comprender finalmente la importancia de ciertas cosas que uno quisiera, y por años y años intentó, evadir a toda costa. ¿Cómo puede uno seguir viviendo en una comodidad que ni siquiera es engañosa porque ahora uno es perfectamente consciente de que, tarde o temprano, le va a pasar factura?

La disciplina es tristemente inevitable.

Agua de las piedras: ejercicios diarios

En vista de que mi don de la palabra parece estar yéndose a pique y escasamente me sirve para trabajar, y ya empiezo a angustiarme por ello, he decidido imponerme el deber de escribir algo aquí todos los días. No sé cuánto tiempo vaya a durar el desafío —ahora a toda tentativa se le llama “desafío”—, pero espero sostenerlo al menos el tiempo suficiente para que se produzca una serie de milagros:

  1. Recobrar la elocuencia de la que creía poder preciarme (y que, en últimas, me da de comer)
  2. Arrancarle tiempo a la contemplación pasiva (léase despegar los ojos de las redes sociales de una buena vez)
  3. Retomar el sano hábito de la escritura en un lugar propio (todavía me duelen los vacíos que dejaron los pedazos de mi vida que quedaron consignados e inutilizables en Twitter)

Ante los titubeos, debo repetirme a mí misma que la ausencia de una comunidad con la cual compartir los frutos de este espacio me resulta ventajosa en el ejercicio de forzarme a contar algo cada día. La falta de audiencia es un factor liberador a la hora de escribir.

The Lone Star Flag

En la Calle 26 en Bogotá, justo antes de pasar por los edificios que quedan al lado de los viejos cementerios —el Central, el Alemán y el Hebreo—, apareció el año pasado una bandera de Texas pintada sobre el muro trasero de un edificio, y encima de ella un tablero electrónico que da la hora y luego dice “TEXAS”. Lo primero que se me ocurre cada vez que veo eso es que se trata de un gimnasio (no tengo ninguna justificación racional para esta hipótesis). Intenté buscarlo en Google Maps pero solo sale en Street View, sin explicación alguna. Entonces examiné la calle una cuadra más al sur, a ver si encontraba algún indicio en alguna fachada. No hay pistas.

Si me ponen una bandera de Texas al lado de una de Chile, no puedo decir cuál es cuál. La bandera del muro podría ser en realidad la de Chile y yo no me daría por enterada. (Bueno, ya revisé y sí es la de Texas: el recuadro azul con la estrella ocupa las dos mitades de la bandera, mientras que en la de Chile el recuadro se limita a la mitad superior. Al parecer, además, llevan tonos diferentes de azul y rojo, siendo la de Chile más saturada.)

En Chile he estado creo que cuatro veces. Cinco, si contamos cuando cumplí años en Isla de Pascua, hace exactamente diez años. De Chile me gusta: la comida de picar (la empanada de pino, el kuchen, el mote con huesillo, la sopaipilla con pebre). No me gusta: no entender casi nada cuando la gente habla (y eso que pasé años obsesionada con 31 Minutos). Me gusta: Isla de Pascua. No me gusta: la sensación que me dio Santiago de que no hay mayor cosa que explorar. Me gustaría: conocer Chiloé y Puerto Montt. Me encantaría: volver a Isla de Pascua y seguir alimentando mi ridícula obsesión con la Polinesia.

En Texas, en cambio, solo he estado dos veces, más las numerosas que he pasado por el aeropuerto de Houston, y un par más por el de Dallas. La primera vez que pisé Houston de verdad no fue tan de verdad: habiendo aprendido la lección de no pasar una noche entera en el aeropuerto (en Año Nuevo, de todas las noches posibles para llevarse una enseñanza de vida), y enfrentándome de nuevo al problema de una conexión de un día para otro, recogí mi equipaje y me dirigí a un tablero-teléfono gratuito que mostraba anuncios de hoteles aledaños. Uno escogía uno, llamaba al número que aparecía en el anuncio, y pedía un shuttle. De ahí hasta el día siguiente, toda mi vida transcurrió dentro del hotel. Nada de lo que pasó en ese período (que se limitó a explorar los pasillos, echarles un vistazo a las máquinas expendedoras y desayunar avena instantánea) cuenta como estar en Houston, en mi opinión, pero quedé con la impresión de que el verano allí era tan insoportablemente húmedo como el de Japón, del que había estado huyendo los anteriores dos meses.

Me pregunto si todavía existen los tableros-teléfono en los aeropuertos de Estados Unidos.

Finalmente conocí Texas de verdad, lejos de cualquier aeropuerto y fuera del alcance de los hoteles del tablero-teléfono, en enero de este año, cuando fuimos a visitar al hermano de Cavorite. Nuestra visita coincidió con la llegada de una ola polar para la cual la ciudad no estaba preparada, y nosotros mucho menos: hubo un momento en el que resultamos metiendo los pies en agua caliente para revivir la circulación de nuestros dedos (especialmente uno de los de Cavorite, que había adquirido un color un poco mortuorio). Poco después, la tubería de nuestro alojamiento se congeló y hasta ahí nos llegó el servicio de agua. Era claro que este viaje entraría en la lista de los más memorables, pero no por las razones adecuadas.

No todo fue terrible, empero. La famosa barbacoa texana es una auténtica delicia e, inesperadamente, nos enteramos de que Houston alberga una colección sumamente interesante de arte contemporáneo. En inmediaciones de la universidad de Rice nos encontramos edificios enteros, inconspicuos en calles anodinas, dedicados enteramente a una instalación o unas cuantas obras, de manera muy similar a lo que recuerdo haber visto en la bienal de arte de Naoshima. A veces pienso que me gustaría volver y explorar más del arte y la gastronomía típica, pero los eventos climáticos anómalos parecen ser el pan de cada día en ese estado. Además, no me gustan los lugares donde toca ir en carro a todas partes.

Cuántas vueltas he dado, y nada de lo que acabo de contar me ayuda a dilucidar por qué sobre la Calle 26 de Bogotá hay un tablero electrónico que da la hora y dice “TEXAS” encima de una bandera. Si algún día me entero, aquí lo escribiré.

Dos sueños (cuatro de enero de 2024)

Anoche soñé con una carta escrita en letra ilegible. Había llegado demasiado tarde: trataba de temas que habían caducado hacía mucho tiempo en mi corazón. Miraba al mensajero con pesar.

Después soñé con un colega que me visitaba en mi casa y jugábamos a ser pepinos un poco descompuestos, blanditos y explayados por el piso.

Al despertar le conté a Cavorite que últimamente estoy durmiendo increíblemente bien. Mi reloj dice que no estoy acumulando tanto tiempo de sueño profundo, pero no le creo nada.

Año nuevo, computador nuevo

Dos de enero de 2024. No me equivoqué escribiendo el año; empezamos bien.

Estoy estrenando computador. El que venía usando hasta ahora duró bastante, pero, como todo, finalmente caducó. La verdad es que ese computador siempre fue defectuoso, pero yo andaba tan ocupada que nunca me atreví a mandarlo revisar por miedo a perder trabajo. Al cabo de máximo dos años de comprado y una actualización de la OS dejó de encenderse automáticamente al abrirlo, y no mucho tiempo después empezó a reiniciarse cuando se le agotaba la batería. No podía yo dejarlo desatendido sin su enchufe porque corría el riesgo de perder cualquier proceso en curso. En retrospectiva, no entiendo cómo me acostumbré a tamaña incomodidad y dejé pasar tanto tiempo así. Al menos fue el computador y no una mala relación.

Ya en su senectud, el computador empezó a exhibir otros achaques más desestabilizadores, como las teclas tercas: unas sacaban caracteres repetidos, y otras se negaban a funcionar sin algo de fuerza o maña. El problema empezó de a pocos, con algo de suciedad bajo el teclado que se arreglaba fácilmente, pero se volvió crónico después de un accidente con agua que casi me deja sin la barra luminosa multiusos que caracterizaba este modelo. Y aún así yo seguía espoleando a esta pobre bestia acabada. No quiero hacer el cálculo de cuánto tiempo perdí en total borrando palabras mal escritas. Llegué a confiar sobremanera en el autocorrector. Era un poco como manejar un carro en neutro para evitar gastar la poca gasolina que queda.

La gota que rebosó la copa, por fin, ya para colmo, fue la pantalla: creo que como consecuencia de un accidente años atrás (un violento jalón de cables con desplome al piso del que aparentemente había salido bien librado), el computador quedó con algo medio suelto al interior, alguna conexión floja entre la pantalla y el resto del aparato. A mediados del año pasado, otra caída, con el computador cerrado y a mucha menor distancia, pero por descuido descarado, selló el destino de la máquina: solo se veían imágenes si el teclado y la pantalla formaban un ángulo de 70º o menos. Tocó comprar de inmediato una pantalla externa y ahí sí empezó a cocerse (a fuego lento) la urgencia del cambio.

La historia termina idealmente con una compra rápida, una corta espera y el feliz arribo de una caja, ¡pero no! Aquí también hubo que sufrir. Le venía echando el ojo a un modelo en particular, pero de la noche a la mañana lo descontinuaron y anunciaron el lanzamiento de uno mejor. Decidí dar un salto al vacío y pedirlo por adelantado justo antes de viajar a Colombia, cual fanática de la marca (más que todo por la urgencia de trabajar con una pantalla funcional lejos de casa). El aparato nunca llegó; los del envío me dijeron que simplemente no apareció en el camión de entrega. Me tocó irme, seguir viviendo con la pantalla gacha y esperar para pedir un reemplazo.

Y bueno, todo esto para contar que, hace dos días, al retornar de un paseo, encontré por fin frente a mi puerta la caja y la solución tan anhelada y pospuesta, y hoy eché a andar su contenido. Y este teclado es tan suave que escribir toda esta perorata es un placer.

Primero de noviembre (resumen matutino)

El aire frío de la ventana me sacó de un sueño intranquilo. No puedo decir que me despertó del todo, pero recuerdo el alivio de saberme en esa cama —de todas las camas posibles—, de encontrar fácilmente el pedazo faltante de cobija y proseguir con el descanso anidada en ella. Más tarde intenté recordar el sueño, pero fue inútil.

En este capítulo de mi vida, mis noches transcurren en una cama compartida. Siempre nos ponemos contentos de abrir los ojos y encontrar al otro al lado. La espera eterna que caracterizaba mi vida terminó de modo abrupto hace un tiempo.

A veces se proyecta la luz anaranjada del amanecer, potentísima, sobre uno de los muros de la habitación. Por la ventana se ven fachadas pintadas de efímero rosado. Aclara demasiado tarde. Es imposible levantarse así. Pero Cavorite siempre encuentra la entereza para salir antes que el sol y buscar el mejor ángulo de todos para ver la ciudad despertarse, más allá del puente, sobre las montañas. Mientras tanto, yo vacilo entre leer un rato o sentarme frente a mi computador agonizante y tratar de sacarle un poquito de jugo a mi cabeza, como si de un pedazo de limón seco y barbudo se tratara. Hoy ganó la segunda opción.

Después de la breve separación sigue el desayuno, minuciosamente planeado y ejecutado, y fuente de grandes alegrías, pero eso será tema para otro amanecer mientras espero a que Cavorite vuelva con su nariz helada del otro lado de la bahía.