3.11

Durante todo el tiempo que viví en Japón me pregunté constantemente qué haría si el Gran Terremoto del que tanto advertían me cogiera en un lugar concurridísimo. El peor escenario era la estación de Shinjuku, indudablemente. Sin embargo, estas reflexiones nunca se tradujeron en la consideración de la amenaza como algo real. Uno no espera, de verdad no espera que las cosas sucedan de esa manera.

“El Japón que conoces ya no existe”, me escribió Hazuki en una carta que recibí para mi cumpleaños el año pasado. Creo que alcancé a notar el cambio cuando por fin pude volver a Tokio después del terremoto. Todo, desde la misma estación de Tokio, estaba a media luz y en silencio. Era como si Tsukuba se hubiera expandido y se hubiera tragado la región entera. Ese es el Japón que abandoné y que sigue ahí, según parece. El “según parece” es la parte que me duele. Desde el 11 de marzo de 2011 no he sabido nada de primera mano.

A veces me siento culpable por no haber estado en Tsukuba en ese momento y tampoco haberlo estado mucho tiempo después. Puedo jurar que lo mío no fue huida, pero se parece mucho a todos esos casos de extranjeros que acamparon en Narita para largarse en el primer avión que los llevara. O no sé si se parece. Se parece en que no pude entregar el apartamento como debería y dejé un montón de cosas botadas. Se parece en que no he vuelto a pisar suelo japonés y eso aún me entristece. Siento como si al haber estado en Nagasaki hoy hace un año y tener mi tiquete de regreso a Colombia reservado para el 31 de marzo me hubiera deshecho deliberadamente de la responsabilidad de una catástrofe que nadie pudo haber previsto ni controlado. Como si mi fortuna me hubiera quitado el derecho al miedo, a la incertidumbre e inmensa soledad que de hecho sentí.

No puedo hablar de la tragedia en sí porque no estuve ahí. Ha pasado un año y sigo sin entender nada.

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