Bloomsday

I've Been Meaning to See You, But I Got Trapped in a Dream

Pudo haber soñado cualquier cosa. Pudo haber sido de nuevo el inexplicable fantasma de su amiga muerta sentada en el sofá. Pero ahora sus ojos estaban abiertos y ya no recordaría nada. Un día nublado. Lo primero que se ve siempre es la ventana—corrección: un borrón. Las gafas están a un lado, tal vez en el piso, tal vez sobre un libro, tal vez camufladas entre una maraña de cables.

El día tarda en empezar, pero las horas transcurridas entre el computador, el futón y la guitarra son infinitas. Olivia Ruiz. Un rato eterno se va escrutando una bolsa de marañones. Qué curioso que estas sean las semillas de una fruta que crece justo debajo de estos riñoncitos. Hay marañones planitos, mitades abandonadas. Otros están completos y son gordos. Tres episodios de Daria. El gran almuerzo de hoy: arroz con marañones. Arroz con furikake sabor a ajo y marañones. Y una taza de yujacha. Mientras restregaba el calentador de agua de la cocina con una esponjilla jabonosa podía oír un eco metálico reprochándole el opíparo banquete de un tazón de arroz con marañones comprados en una feria callejera el mes pasado, comparado con—algo peor. Siempre hay algo peor, porque es ese país y no este. Concurso de miserias. Permanece lo dicho, pero su voz se ha desvanecido. La de Sandra, fallecida hace años, suena clara como una campana de verano desde esa noche, pero la de él se ha evaporado, dejando apenas el residuo granuloso de las palabras.

Vaya, el momento más emocionante de mi día. Diez minutos antes de la hora de partir, el cierre de la falda se ha enganchado en las medias pantalón y ahora hay un hueco a la altura del trasero. Y aquí no venden medias pantalón para mí, el compás humano. El momento más emocionante de mi día. La aventura. La búsqueda del esmalte más barato de la colección—una aguatinta color verde limón—, la paciente aplicación del mismo en derredor del agujero mientras se escucha el portugués más bogotano de la vida en un video de Internet. Si es portugués de Portugal no debería entender tanto, ¿verdad? Una cara familiar. Él sí está hablando portugués y no portuñol. Me gusta el verbo “ficar”. Nunca he leído a Pessoa. Se imaginó informándole eso al desapegado boticario que recomienda bananos para el mal genio, una mesa metálica redonda en medio de los dos.
—Nunca he leído a Pessoa.
Sobre la mesa hay granitos de azúcar.

En el parqueadero estaba la gata Kiku observando a su novio El Rubio desde el calor de una moto. Algunos están plácidos y felices. Algunos tienen a alguien a quién observar largamente desde un lugar alto y cálido. Ya rodando en la bicicleta, rodeando un árbol, reflexionaba sobre los dieciséis de otros junios. Las raíces habían levantado breves ondulaciones que ella nunca esquivaba. Para eso es una bici de montaña. La falda al vuelo sobre la bici de montaña.

La clase fue un largo bloque de tiempo muerto. Su cabeza jamás estuvo allí. Sin embargo, la aparición de Hazuki marcó el verdadero comienzo del día. Su blusa de colores parecía sacada de otra década, pero se veía impecable. Bella. Y una vez más, la niña que usa shorts ridículos llegó al salón. Miradas de complicidad contra la moda japonesa. Cuánta alegría le daba poder tener miradas de complicidad con ella. Juntas salieron del salón y partieron en dirección de Frijol, el restaurante mexicano. Como estaba cerrado, siguieron hacia Kuraudo, el restaurante de okonomiyaki. Mientras esperaban, Hazuki sacó un sobre de su maleta.
—Tu cumpleaños es en julio. Como no nos vamos a encontrar, te traje un regalo.
—¿En serio?
Su rostro se iluminó. ¡Un regalo! ¡De Hazuki! ¡De cumpleaños! ¡Se acordó! ¡Me quiere! Era una edición moderna con ilustraciones simpáticas de un manual antiguo chino de salud. Gracias. En serio, gracias. Gracias. Arigatou. Hontou ni, arigatou. Bajo la iluminación del recinto, el rostro de Hazuki creaba sombras hermosas. Solo su nariz se asomaba a la luz. Ella es hermosa bajo cualquier luz, pero no lo sabe, o lo sabe y lo niega. ¿No hay mayonesa? El okonomiyaki siempre sabe mejor con mayonesa. Como el último okonomiyaki que comimos en Hiroshima. La conversación se estancó en cómodos silencios. Qué llenura tan terrible, pero igual tengo ganas de sherbet de yuzu. No está caro, en todo caso. Entonces vio el fin acercándose como la pared de un cuarto de tortura. Algún día no podré verla más.

Regresó a su hogar en silencio, bajo la lluvia invisible. Mientras aseguraba la bicicleta vio a Azuma en el pasillo del edificio. Hola, estaba comiendo con Hazuki. ¿Quieres pasar? El clima no coopera. La televisión está malísima, como siempre. ¿Puedo cambiar de canal? Por favor.
—Soñé con una amiga que murió hace años—dijo de repente, recostada contra una almohada y una serpiente de peluche—. Era tal como la recordaba, la voz, la actitud… Estaba sentada en el sofá de mi casa. Era diciembre 13. Entonces llegaba Himura y preguntaba si alguien más vendría de visita. No, nadie, ¿por qué? Para mí era como un fin de semana normal. “¿Ustedes no celebran la cremación del cedro?” No, no tenía idea de que existía esa celebración. Mejor ven, te presento a Sandra. O más bien, al fantasma de Sandra.

(¿A qué viene todo esto?)

[ La saule pleureur — Olivia Ruiz ]

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