Jishin

A mí lo que me da miedo no son los temblores. Lo que realmente me aterra es el ruido del comienzo, el crujir de todo lo habitualmente estable, como un despertar repentino; es un segundo en el que todas las cosas hablan y se quejan para gradualmente volver a entrecerrar los ojos y finalmente caer en el letargo que las caracteriza.

Hasta ahora me desayuno

Hasta ahora vengo a caer en cuenta de que los museos que exhiben arte importante se encuentran generalmente atestados y ver las obras de cerca es prácticamente imposible.

En el Museo Nacional de Tokyo, me siento en uno de los muchos sofás libres, me quedo mirando fijamente a la “mujer mirando hacia atrás” de Moronobu tanto tiempo como quiera y repaso una y mil veces el segundo piso del edificio principal, donde están los trajes de los guerreros, los grabados de ukiyo-e y los vestidos de las cortesanas. Posiblemente a los turistas no les atraiga tanto este tipo de arte, porque apenas salgo al parque se reconocen desde lejos las rubias familias de mapa en mano y maleta a la espalda corriendo de un lado a otro.

Claro que yo nunca he ido a un museo atestado. Me pregunto si hay momentos en los que allí se pueda pasear tranquilamente y rumiar las obras.

[ en mi cabeza: “busco, busco, / busco un animal, / en el árbol del bosque, / en el agua del mar…” ]

Jishin

A mí lo que me da miedo no son los temblores. Lo que realmente me aterra es el ruido del comienzo, el crujir de todo lo habitualmente estable, como un despertar repentino; es un segundo en el que todas las cosas hablan y se quejan para gradualmente volver a entrecerrar los ojos y finalmente caer en el letargo que las caracteriza.

Como los unicornios

American Forces Network ha pasado a formar una parte importantísima de mi vida en Japón. Gracias a esta radiodifusora he logrado camuflar los gritos matutinos de los aprendices de policía japoneses y mi experiencia de cocinar, desayunar y estudiar es mucho más agradable. Tengo FM en mi celular, pero la programación de todas las emisoras de Tokyo juntas no se compara a las mañanas con los Beatles, The Mamas and the Papas, Aretha Franklin y tantos otros que voy anotando en un post-it de osito para cuando tenga computador propio. Claro que los locutores tienden a hablar como George W. Bush, diciendo “nucular” cuando quieren decir “nuclear” e invitando a dirigirse en internet a “dubya dubya dubya dot … dot com”. De pronto es una medida oficial para que los soldados nunca deshonren a su presidente.

Hace unos días, justo antes de salir a clase, empezó a sonar una canción de Shakira. Sin embargo, no supe que era Shakira sino mucho más adelante —cuando empezó a balar, claro—. Y la cantante no podía importarme menos. Lo que me llegó al alma fue lo siguiente:

A lo largo de toda la canción se escucha clarísimamente la trompeta característica de “Amores como el nuestro”, de Jerry Rivera.

Ahora me pregunto si las jovencitas todavía tararean esa canción cada vez que suena en los buses bogotanos, pero en ese entonces me reí sola, preguntándome cómo podía perseguirme ese clásico de la mala salsa hasta tan lejos, guardándome el momento para comentarlo en otra ocasión. Acá nadie podría comprenderlo.

[ pasos de alguien alejándose ]

La radiola

La habitación 708 del dormitorio para estudiantes internacionales de la Tokyo University of Foreign Studies era silenciosa, silenciosa. A veces, en la mitad de la noche, se podía oír una única gota cayendo sobre incógnita superficie. En las mañanas nubladas se escuchaba, sin falta, el canto de entrenamiento de un grupo que jamás se llegaría a vislumbrar desde el balcón. Era una melodía más o menos así:
“Jai joooo Jái, jo, Jai, jo, Jai, jo; Jai joooo Jái, Joooooooo…”

Se podría decir que aquella habitación se encontraba vacía, pero no era así. Olavia Kite la estaba ocupando desde hacía un par de semanas, desplazando el silencio con más silencio, o con el tintineo de las llaves al caer sobre el escritorio. Sin embargo, ella no estaba acostumbrada a tal quietud. Pronto su cabeza empezó a llenarse de voces, de ritmos alguna vez registrados. Finalmente, un poco quebrada, emergió su propia voz reproduciendo una melodía mientras limpiaba se miraba al espejo. Era evidente que no sobreviviría si la única música iba a provenir de su garganta, pero no había nada que pudiera hacer.

Una tarde la alcoba recibió un sonido más, el último de aquel vacío. Una caja había tocado secamente el escritorio, y luego de un clic, sonaron voces hablando en japonés. Era un cassette de práctica de conversaciones. Un cassette… ¿sonaba acaso por sí mismo? Claro que no. La cinta se deslizaba, un poco rechinante, sobre una vieja grabadora sin antena. Olavia Kite la miraba, desconsolada ante la pérdida de la única posibilidad que tendría de recuperar el sonido anhelado, de ir llenando la inmensidad de aquel panorama en el que a veces graznaban los cuervos, mucho después del invisible y ajeno entrenamiento.

Entonces —y es así porque no pasó nada más que fuera digno de mencionarse en este acto —, Olavia Kite ubicó unas tijeras en la base de lo que debía ser una larga varillita metálica.

Todas las mañanas, la emisora de las fuerzas armadas estadounidenses intenta enseñar a los soldados normas de cortesía y frases en japonés. El familiar acento en el aún más familiar idioma anuncia el estado del tiempo en Yokosuka y Fuji, predice lluvias aisladas en la planicie Kanto e informa que hoy se reciben 116 yenes por cada dólar en el banco militar más cercano. El Jay Leno de alguna otra noche hace reír a su vieja concurrencia y reparte dosis de violencia al contar una y otra vez que el hombre que asesinó a una niña en algún suburbio planeaba comérsela. Luego entra Natasha Bedingfield pintando la atmósfera de colores soleados y, mientras el agua aplaude sobre la tina, los Beatles hablan de una revolución.

El silencio ha sido vencido brevemente, relegado al lugar donde todas las grabadoras del mundo no podrán destronarlo: las lejanas montañas de Takahata-Fudo… y las habitaciones donde las tijeras no han producido un milagro.

“Today is where your book begins… the rest is still unwritten.”

[ un sinfín de canciones que recuerdo de la radio, en mi cabeza ]

Guardando sombrillas demasiado bien

Hoy tuve la genial idea de guardar mi sombrilla en el sombrillero que hay a la entrada de la biblioteca. Las instrucciones eran fáciles, ilustradas y hasta en inglés: sólo había que hacer una combinación de números, asegurar la sombrilla y luego volver, repetir la combinación y recuperar el preciado objeto.

Pues bien, cuando regresé por ella repetí los numeritos y, oh sorpresa, mi sombrilla no salió. Intenté con más números, pero nada, así que mientras escribo esto una sombrilla transparente, igualita a la que usó Scarlett Johansson en Lost in Translation cuando cruzaba la calle en Shibuya (cuando yo fui estaba soleado, así que ni modo de repetir… además, de aquí a que yo medio me parezca a Scarlett Johansson…) que me costó cien yenes, reposa apaciblemente en un sombrillero que me dio por probar creyendo que me obligarían a usarlo como a ese señor que vi entrando al Museo Nacional de Tokio.

Se supone que debo buscar asistencia, pero por más japonés que yo crea haber estudiado en Colombia, en estos días soy Celia Cruz en Nueva York. Y lo estoy disfrutando. Ya mañana empezaré a darle con juicio al japonés, a ver si puedo decir algo más que “hai” todo el tiempo.

[ tecleo incesante ]

It Is No Smorking in the Eleveator.

Y bien, aquí estoy. En Tokio. Tuvo que pasar una semana entera para recibir una cuenta de uso de computador. No he leído muchos blogs desde hace mucho tiempo.

Hay tanto que decir que no puedo decir nada. Ya están cayendo las flores de cerezo, caen como nieve, y el frío es abrumador. Una mañana desperté, abrí la cortina y vi el Monte Fuji detrás de los edificios. Es difícil darse cuenta de que uno realmente está aquí y no en algún sueño. A veces, cuando los pétalos caen más seguido y el silencio alrededor de un templo budista me envuelve, me pregunto si no estoy muerta.

Pero estoy muy viva, mirándolo todo y tratando de comprender lo que por mucho tiempo creí que entendía a la perfección.

[ algún aparato de la biblioteca, tal vez una impresora ]

¿Qué me espera en la dirección que no tomo?

Vamos a averiguarlo.

[ tecleo pausado aunque frenético ]

Il mondo rotondo con Olavia Kite: Engel Atreyu

A simple vista, Engel Atreyu es la encarnación innata del bonvivant. Por su paladar pasan sólo los más exquisitos manjares, sus labios besan las manos de las mujeres más deseadas. Se podría decir que su mundo se halla confinado en una bola de límpido cristal, con nieve de brillante papel celofán cayendo grácilmente sobre su abrigo. Sin embargo, detrás de la copa que sostiene como si fuera parte de su cuerpo, hay algo escondido: es un sinnúmero de cicatrices invisibles de viejo lobo de mar, recuentos de los paisajes que ha visto y que muchos de nosotros no veremos jamás, no por falta de recursos sino por falta de iniciativa. Engel lo ha conocido todo, pero el endurecimiento de su corazón no es visible a través del fino terciopelo que lo recubre.

Encuentro a Engel después de una persecución por varios puertos del Mediterráneo. Si tan sólo lo hubiera encontrado en el primero, de seguro me habría mostrado el resto con su sabiduría fácilmente confundible con arrogancia. Es difícil comprender a este arquitecto viajero. Las respuestas aquí transcritas están lejos de ser suficientes.

Olavia Kite: Buenos días, Engel. Gracias por aceptar esta entrevista.

Engel Atreyu: El placer es mío, Olavia.

Usted siempre se ha relacionado con un pasado gitano. ¿Podría explicarme esta conexión?

Ok. Como la historia de casi todo colombiano, vengo de una familia de inmigrantes: la madre de mi padre es de origen rumano gitano. Por cosas de la época en que llegó y tuvo sus hijos, ellos fueron criados de una forma muy colombiana. Ya después, por un par de reveses, yo viví con ella hasta la edad de 4 o 5 años, donde me crió de la forma en que ella creció. Mucho de lo que ella me infundió hizo de mí la persona que soy y me dio, digamos, las bases sobre las cuales apoyo mis ideas y acciones, razón por la cual parece que funciono con una logica diferente a la de muchas personas que me rodean.

Se ha dicho que usted ha recorrido Europa utilizando medios de transporte poco convencionales, desde carretillas hasta modernas versiones de carritos de balineras. ¿Cómo ha sido la experiencia de abandonar la llanta y adoptar la rueda de madera?

Es como sacarse un barro… doloroso pero ese dolor deja algo de placer… Con el tiempo, uno se hace al hábito, aunque todo cambia segun el sitio en el que se esté, el día y hasta el color de su ropa y el tono de su voz. Hay veces que todo es fácil, hay veces que todo se complica. Al final todo se vuelve una aventura, una vez el cometido ha sido logrado, cuando se mira atrás y se sonríe pensando en que nada de lo vivido puede ser posible.

¿Cómo manejó la correspondencia de fanáticas enfurecidas que planeaban un complot contra su abandono de Colombia? ¿Llegaron a asustarlo sus amenazas?

Es como cuando a uno lo amenaza un terrorista o el nuevo novio de su ex novia, es algo halagador. Le dan importancia a uno y pues, ése llega a ser el lado bueno del asunto… De pronto por eso todo se toma con calma, se siente bien al ver esa clase de reacciones en alguien y es cierto que pone en duda muchas decisiones ya tomadas… De pronto eso es lo único que me asustaba… la posibilidad de haber vivido una historia distinta si me hubiese quedado… o qué habría pasado si lo hubiese hecho… Siempre se reduce a eso, a las probabilidades, posibilidades, causas y consecuencias… Me gustó esa época.. creo que me sentí querido, a la vez que me sentí mal de dejar un medio que esa clase de cosas me ofrecía.

¿Cuál ha sido su peor experiencia gastronómica en Europa?

Uy… varias, espérese pienso… La peor peor, un Haaring que me comí en Amsterdam. La especialidad allá es el arenque crudo con cuadritos de cebolla encima, el pescado creo que estaba pasado y las cebollas un poco maduras. Liberarse del olor a pescado y cebolla fue duro, ahí quedó durante tres días, al igual que podía sentir el pescado aún putrefacto entre el almíbar de las cebollas nadando en mi estómago… De resto, hay historias del cotidiano, sánduches griegos con carne no cocinada o marrones con gusanos dentro…

Es sabido que usted ha sostenido romances con las mujeres más codiciadas del Hemisferio Occidental. ¿Cuál es el secreto de su éxito?

Eso no es taaaan cierto… Digamos que ha habido tantos logros como derrotas en el tema. Lo que pasa es que no hay muchos personajes como yo en este sitio, lo que lo convierte a uno en “producto exótico de tierras exóticas” con la ventaja de que habla el mismo idioma de ellas y entiende su forma de funcionar… Es también la historia que uno les cuenta: entre más inusual, más seductora, y pues la gente termina interesándose más y más hasta que de una forma u otra deciden hacer parte de ella… pero los corazones y la vida de la gente europea no son fáciles.

¿Por qué?

¿Por qué? Porque acá todo es historias itinerantes, no hay una parte trascendental de nada, todo es muy carnal, muy de paso, muy… “no importa”, muy de vivir el momento y ya, y la gente esta acostumbrada a vivir en torno a las sensaciones y a su conveniencia, no al sacrificio o a lo que es construir una historia con alguien, sino más bien pasar un momento con alguien. Hay excepciones, por supuesto, y eso es lo que busco… y cuando las encuentro, suele pasar… me doy duro contra el mundo.

¿Qué es lo que le atrae tanto del martini?

Es una larga historia… Todo empezó por una amiga mía; tenía una obsesión con esos cocteles, decía que eran el trago de las viudas negras, de la gloria en decadencia. Que uno no era suficiente y que dos eran demasiados. Nuestra relación se construyó alrededor de clases de francés y de martinis, luego me encantaba ver a la gente en los bares pidiendo martinis porque nos veían beberlos como “se debe”, es decir, siendo los personajes dignos de la copa… La gente los bebía haciendo un pequeño gesto de asco, de hastío, por lo amargos, por lo fuertes, por lo excesivos… El martini se volvió el catalizador de nuestra raza, de nuestra condición, como lo son las joyas de los masones o los simbolos de los vampiros. Curiosamente, el martini se convirtió en el objeto fetiche de la Santa Trinidad de mi vida en Bogotá: mi mejor amiga, la mujer que amé y la que me amó. Desde que estoy en Francia, no he encontrado un buen martini…

¿Qué recomendaría al turista primerizo de la Ciudad Luz?

Ir a Pigalle. La gente que viene acá, viene buscando un París que ya no existe, el de los artistas y las clases populares. La torre Eiffel deberá verla después, porque así es el paseo. En lo que he conocido de Europa, concluyo que el alma de las ciudades esta en los barrios rojos, donde la gente deja de lado su rol social de asesino, vendedor, yuppie, hippie, businessman o turista. Todos son iguales en Pigalle, buscando lo que todo ser humano quiere, un placer que da miedo. Y el barrio, la falda del glorioso Montmartre, es un sitio en la que el alma de París sigue viva, donde se entiende la mentalidad de la gente, fuera del sexo al que hiede el sitio. Es todo, en Pigalle se ve de todo, la gloria y la perdición, y eso… creo yo, es lo que realmente es París. Gloria y perdición a la vez.

¿Volverá a Colombia?

Quisiera volver antes de que lo que quiero ver se vaya.

¿Y qué es eso?

Usted, entre una muy reducida lista de personas y cosas que sólo encontraría allá, en donde la única lógica es la que no tiene sentido alguno.

Gracias, Engel. ¿Qué opina sobre envejecer en Francia? ¿Es Francia un país para envejecer?

Debe serlo, porque hay muchos viejos acá… pero creo que Francia no es un país para envejecer… sino para morirse. Es suicida vivir acá.

¿Por qué?

Es bueno saber que hay dos Francias, la parisina y la no parisina. En París la sociedad es implacable, todos asumen un rol de piezas de museo que se toman a pecho, ser amable es mal visto, trabajar es difícil, estudiar es difícil, todo esta enfocado en buscar las fallas y no los éxitos. Luego está la Francia de fuera, más folclórica, donde hay diferencias entre las regiones; los del norte (comparables a los belgas), los del oeste, bretones (comparables a los ingleses); los del sur, provenzales, una mezcla de españoles, catalanes y vascos, con italianos y los del este… donde la gente habla alemán tanto como francés. Cada región tiende a ser más abierta que la parisina, pero estan marcadas también por gente de un mundo más pequeño y gente más ignorante, lo cual no deja las cosas fáciles. Hay sitios en los que todo es taaan tradicionalista que se rige por la lógica occidental a la que un latinoamericano o un europeo de la ciudad no esta acostumbrado, y esa clase de cosas hacen que la vida no sea nada fácil, que todo sea un sufrimiento, que todo sea una caza por el dinero, por una paz que, paradógicamente, son cosas de las que Colombia carece, pero que todo el mundo tiene al fin y al cabo allá. Voilà.

Muchas gracias, Engel. Es un placer hablar con usted.

¿No hay más preguntas? Me estaba gustando esto…


Más Engel Atreyu, aquí.

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[ Mi sombrero de yarey — Cándido Fabre ]

Video, vides, videre

Si no está en la memoria, no existe.
—Nobara H.

No encontré las fotos que buscaba para escoger una de mi siguiente entrevistado. A cambio encontré unas de un evento al que no asistí hace mucho tiempo. De haberlo hecho, posiblemente la historia reciente de mi vida sería ligeramente distinta. Sólo ligeramente. Las cosas estaban destinadas a pasar. Me gusta imaginarme qué habría pasado si hubiera ido, si hubiera elegido despejar la mente bajo el sol despiadado de las alturas en vez de quedarme encerrada a masticar mi pasajera tristeza. ¿Me habría ayudado él a subir? ¿Me habría tomado la mano en un gesto de solidaridad con mi pésimo estado físico?

No estoy segura de poder describir el desasosiego que me produce recordar y no poder ver el remanente tangible del recuerdo, no encontrar la prueba de que aquello que he cargado dentro de mi cabeza durante tanto tiempo tuvo lugar en el mundo real alguna vez. Las memorias se desvanecen poco a poco, las palabras que fueron dichas dejan de sonar y uno no se da cuenta de que su eco ya no martilla los oídos. De repente, todo es silencio. Sin embargo, aquellos destellos de luz impresos en grueso papel o cristal líquido traen de vuelta las voces que nos rodearon en esos momentos. Perder las fotografías es arriesgarse a perder recuerdos, dejarle toda la carga a la mente, siempre tan ocupada y susceptible de dejar que todo se riegue como el azúcar de una bolsa rota, dejando una estela de olvido con cada paso que se da.

Tendré que encontrar otra foto para ilustrar a mi siguiente entrevistado. Sin embargo, me habría gustado recordar con más detalle la tarde en que tomamos café, él con su bombín y yo con mi cabello muy corto, para luego unirnos a la locura que siguió y de la cual escasamente logro extraer imágenes que no son memorias, sino memorias de las memorias impresas que posiblemente ya no existan.

Ésta es una de mis fotos favoritas entre las que flotan en el hondo mar de Internet. Adivine el lector por qué.

[ Bazar — Flans ]