Lío de faldas

Hoy por primera vez monté bicicleta en falda, en vista de que todas aquí lo hacen sin problema. Imitando el modelo japonés tomé las precauciones pertinentes, como inclinarla hacia un lado al montarla para minimizar el ángulo de apertura de las piernas al enviar una hacia el otro lado del vehículo.

Mis abogados me recomiendan abstenerme de afirmar o negar la posibilidad de haber dado a conocer mi entrepierna cubierta al público durante el tiempo transcurrido sobre el sillín.

[ Dernier lit — Emilie Simon ]

不思議な秋休み

Doce horas, doce prefecturas.

Kobe, Osaka, Kyoto, el ánimo matutino, el mar, el recuerdo de las geishas como espejismos sobre las callejuelas de Gion.

El lago Biwa en Shiga, donde uno pensaría que no hay nada digno de ser visto. El silencio.

Gifu, gris y desteñida, en donde realmente no hay nada digno de ser visto.

Aichi pasa en un abrir y cerrar de ojos. La región Kansai se apaga de golpe y las conversaciones ajenas se hacen discernibles.

A un lado el monte Fuji y al otro el mar en Shizuoka. Belleza infinita en una región interminable.

Kanagawa es la promesa desesperada de llegada al hogar.

Tokio es un alivio, un milagro, el año 2040. Este viaje no sucedió; yo vengo de la estación de Kanda.

Chiba, Saitama, Ibaraki: un niño pide explicaciones de su padre mientras yo duermo en el bus.

Mi aliento condensando no es suficiente para convencerme de que estoy de regreso en Ibaraki.

Mi viaje a Kansai se acabó. La realidad es Tsukuba; mis amigos en Kobe y Osaka y las geishas furtivas se han disuelto en mi cabeza como el mar dorado que vi en mis sueños cuando ya había anochecido en Shizuoka.

Necesito dormir. Tal vez cuando cierre los ojos reaparezcan las postales intangibles de este día y esta semana cuyos sucesos aún no soy capaz de digerir.

[ Polovtsian Dances — Alexander Borodin ]

NaCl

Después de pasar un par de horas mirando libros en el Maruzen de Nihonbashi, Azuma y yo nos fuimos a Shinjuku y tomamos el bus que nos llevaría a Kobe a las once de la noche. El vehículo, uno de tantos que cubren las rutas nocturnas en las que a uno lo obligan a dormir* (apagan las luces y piden silencio tan pronto arrancan), se detuvo a eso de la una de la mañana en una de esas estaciones de carretera donde hay baños por montones y venden comida y souvenirs. Nada digno de ser comprado, salvo un pececito rojo de peluche que Azuma TE-NÍ-A que llevarse.

Cerca de la salida de la tienda nos encontramos una pequeña estantería donde se exhibía una gran roca rosada rodeada de muchos guijarros rosados, blancos y negros desperdigados, además de frascos y más frascos llenos de estas raras piedrecillas. “Sal de Ankara”, “Sal de Pakistán”, “Sal del Antártico”, decían sus respectivas etiquetas.

Sin ningún tipo de aprehensión, probé una piedra rosa.

Sal.

Sal.

Lástima. Era tan bonita.

Suponiendo que las negras tendrían el mismo decepcionante efecto, tomé una y me la llevé a la boca.

Sal.

Azufre.

El sabor se expandió desde mi lengua hasta obligarme a intentar eructar algo que jamás había tocado mi estómago. Fue como si el sabor a huevo cocinado hubiera provocado la generación de una serie infinita de huevos invisibles que tarde o temprano dejaban de caber en mi boca y debían ser liberados.

Ahora tengo la desagradable sensación de haberme comido un gas intestinal.

[ No More “I Love You’s” — Annie Lennox** ]

*Y sí, dormí, pero los sueños que alcancé a tener estaban relacionados con el dolor*** y entumecimiento de mis piernas que estaba sufriendo al tenerlas estrujadas contra el puesto de enfrente a falta de espacio. Cosas de los buses japoneses.
**Idea para un posible grupo de Facebook: “Yo también creí que Annie Lennox era un travesti”. Por favor, hagan caso omiso de esta idea. De millones de grupos que existen en Facebook, sólo unos pocos representan un esfuerzo válido.
***Y ahora el dolor es de garganta, pues durante el trayecto Tsukuba-Tokio-Kobe perdí la voz por completo.

Un cœur de glace

La noche del 2 de julio Minori Honda llegó a mi dormitorio con una maleta y la firme intención de derretir mi corazón. Nos sentamos en la cama y, después de un largo intercambio de confesiones tardías y ya inútiles, logré reconocer la belleza de su mirada de almendra bajo dos trazos de tinta sumi. Sólo eso quedaba del Minori que había conocido y amado. Seguramente de mí —de la que fui cinco años atrás a orillas del Mississippi— quedaba mucho menos. ¿Cómo es posible que el encuentro con un viejo amor sólo sirva para sentir el mordiente frío de la indiferencia en las entrañas?

***

Las veintipico horas que acumulé volando rumbo a Bogotá el 3 de julio las pasé con una sensación seca y gélida al lado izquierdo de mi pecho. Había compartido mi cama con el fantasma que había rondado mi soledad de viuda imaginaria durante dos años y medio, pero el esperado reencuentro había tenido la misma pasión que tendría el de dos esferos dispuestos uno al lado del otro sobre un escritorio. ¡Qué inconstante se sentía el amor! Nada podría deshacer las agujas de cristal que me atravesaban y que horas atrás habían reventado las intenciones de mi antiguo consorte.

***

A las 9 o 10 u 11 de la noche de aquel día de caucho atravesé los viejos pasillos del aeropuerto El Dorado con una maleta a cada lado y repartí saludos para todos, menos para Himura. Cuando ya no hubo más remedio le di un beso en la mejilla y me desentendí nerviosamente de su presencia, aunque durante el trayecto en carro hacia mi casa le lancé furtivas miradas curiosas a su cabeza, con su pelo y barba recién adquiridos. Una vez apeados del vehículo, me paré frente a él en el antejardín de mi casa, bajo las estrellas y los cables. Lo observé detenidamente. Bajo mis pies corría el agua invisible que mi corazón reblandecido ya no podía retener. Entonces lo abracé.

[ Horse Tears — Goldfrapp ]

Walking After You

Yo no elegí esto. Yo no me fui a vivir catorce horas en el futuro para poner a prueba mi umbral del dolor y de paso el tuyo. Nadie quisiera estar en nuestro lugar—ni siquiera nosotros—y bien lo sabes. ¿Acaso existe el primer idiota que haya tomado conscientemente la decisión de convertir su vida en una sucesión de días deslavados, uniformes e indiscernibles como las cuentas de un viejo rosario pendiente de un mantra de esperanza? ¿No estaban nuestras vidas arregladas de antemano como para venir a deshilacharlas de esta manera?

La solución más sensata a esta masoquista paradoja del espacio-tiempo sería romper los lazos que la generan y concentrarnos en proyectos más factibles. La proximidad, por ejemplo, que es un principio razonable de las relaciones sentimentales en estas épocas tan poco poéticas. Pero no hemos de olvidar que ésta no es una situación de la cual podría liberarme simplemente diciendo “pudo más la distancia” y así partir en busca de una historia más local, más fácil de relacionar con caminatas vespertinas y desayunos en una sartén y dos platos. El deseo ferviente de poder decirle a mi compañera de clase que el hombre que acababa de llegar venía conmigo aquella mañana de sábado no fue algo susceptible de ser aceptado o rechazado con antelación.

Decir que me cansé de esperar no supone una anestésica derrota sino el incalmable dolor que implica esta impotencia de quererte a ti, aquí y ahora, sin más aliciente que tu voz y tu rostro sonriente en diferido. Mi necesidad de hablar contigo cada vez que nuestros diametrales horarios lo permiten no obedece a un impulso egoísta de la soledad irredimible. Es cierto que no hay nadie más, pero no es el “no hay nadie más” de hombros encogidos en una plaza desierta: es la conclusión a la que he llegado tras escrutar entre todas las voces y todos los rostros y comprender que la más cosmopolita de las ciudades es un grotesco amasijo de concreto, vidrio y acero si no vienes para ayudarme a darle forma.

[ Long, Long, Long — The Beatles ]

Happy Face Photo

Me muero por escribir pero me estoy cayendo del sueño. Si me voy a dormir ahora, podré desactivar las alarmas y desconectarme del mundo por horas y horas después de esta semana interminable. Si me voy a dormir ahora, mañana podré comer arroz con curry y queso parmesano. Tal vez sueñe con Himura, como ha venido ocurriendo en estas últimas noches.

Hoy estaba lloviendo pero las alfombra de hojas secas era de un anaranjado tan vivo, un anaranjado con café que se veía tan bien bajo ese cielo gris, que no me importó mojarme mientras regresaba al cuarto en la bicicleta. No me explico de dónde salen estas combinaciones de colores tan espeluznantes sin ayuda de Photoshop.

Tiendo a pensar que Photoshop está distorsionando nuestra percepción de la realidad. Lo que conocemos por intermedio de fotos se torna decepcionante cuando lo enfrentamos finalmente. A la hora de la verdad, el azul de ese cielo no era tan fuerte, esas flores no eran tan amarillas y esa piel no era tan tersa. En mi escritorio reposa una foto de mi rostro sonriente que me tomó hace un mes un estudiante de arte para su tesis, que tiene algo que ver con la reacción del ser humano ante las cámaras, qué se siente cuando se tiene que sonreír ante la cámara. Mis futuras patas de gallo, mis hoyuelos y un grano seco sobre la boca son perfectamente visibles alrededor de una sonrisa que pareciera esforzarse por mostrar hasta el último molar. Al principio insatisfecha con lo que parece una mueca exagerada, pienso en los arreglos a los que se vería sometido el retrato si éste fuera a salir a la luz pública. Las arrugas de los ojos, el grano y los hoyuelos tendrían que irse. El indeciso tono amarillento de la piel sería reemplazado por determinación en blanco o canela. Habría que reducir las mejillas para no dar esa impresión de redondez que deja la buena alimentación de Tsukuba. Un editor más audaz tomaría medidas contra las cejas pobladas y la nariz bulbosa.

Si todo ello se llevara a cabo, podría acostumbrarme a la nueva imagen y recurrir tarde o temprano al quirófano para ajustar la realidad a los trucos. O podría exigir que todas mis fotos de aquí en adelante sean tomadas en el ángulo que es con la luz que él y no se las publique sin haberles hecho los ajustes pertinentes. Los que me conocieren en la vida real tras hacerse una bellísima falsa imagen basada en el producto final de la edición habrían de llevarse una sorpresa poco grata. Debe ser por eso que hay tanto interés en atrapar a las celebridades sin maquillaje y denunciar su humanidad como si fuera un crimen. Y es que eso es lo que soy, un ser humano.

Vuelvo a mirar el retrato, con sus labios de color irregular y sus poros imperfectos. No será comercialmente bello, pero es sincero. El fotógrafo hizo un trabajo realmente bueno en sacar mi regocijo de la nada y capturarlo. Esa sonrisa no es una pose y todo lo que allí se contiene se encuentra ahora mismo al otro lado del espejo. Reconocerme en ese conjunto de músculos contraídos y comprender finalmente que no hay nada en él que yo quisiera cambiar es realmente reconfortante.

[ Ey Sham — Ilanit ]

DTV Monster Hits

Hoy he vuelto a escuchar “Dreamtime”, de Daryl Hall, después de más de diez años de mantenerla en la memoria como un sonido fuera de mi alcance cuyo acceso estaba restringido a una versión cortada para un especial del Disney Channel que fue transmitido en canal nacional y grabado por mi padre.

Me cuesta creer que fue gracias a Disney que conocí a cantantes de la talla de Creedence Clearwater Revival, America, Electric Light Orchestra, Stevie Wonder, Eurythmics y Pat Benatar. Como en esa época lo mejor que se podía hacer en el computador de mi tío era jugar Digger, no quedaba otro remedio que invocar las canciones en nuestro pequeño y cúbico televisor reproduciendo un cassette de Beta (etiquetado con mi letra de 6 años en lápiz rojo: “DIA DE LAS BRUJAS” [sic]) donde desfilaban todas las mujeres malvadas de Disney al ritmo de “Evil Woman”, entre otras apariciones tenebrosas acompañadas de música. Este programa era un especial de Halloween de DTV, la serie de videos musicales del canal de Mickey Mouse inspirados en el entonces relativamente nuevo MTV que ocupaban espacios entre programas o se agrupaban en especiales para determinadas fechas.

Como en mi casa no había antena parabólica ni TV Cable y los clásicos de Disney eran rechazados en favor de los clásicos de la ciencia ficción, no llegué a ver Blancanieves completa sino en casa de unos amigos de mis padres cuando no sólo era una niña lo suficientemente grande para verla por pura curiosidad sino que esa curiosidad se convirtió en decepción al ver que la escena donde ella huye por el bosque tenebroso advertida por el cazador no tenía de fondo “You Better Run” de Pat Benatar. Era de esperarse, pero mi oído ya había sido entrenado.

“Evil Woman”, de Electric Light Orchestra, que se convertiría varios años después en una de mis bandas favoritas. (Inolvidable el acoplamiento de audio y video cuando la voz de Jeff Lynne alcanza ese clímax “you’ve got nowhere left to go” mientras la mala de Bernardo y Bianca hace ski acuático sobre unos cocodrilos y se estrella con un árbol.)

Mi canción favorita del especial era “Dreamtime”. No sólo la secuencia usada para esta canción era hermosísima (apartes de la animación de la Sexta sinfonía de Beethoven en Fantasia, en su mayoría), sino que combinaba perfectamente con la música. Era como si el sonido tuviera esos mismos colores que salían en pantalla. Cuando los pegasitos vuelan alrededor del arco iris y se zambullen en el agua, es Daryl Hall el que les da movimiento. Ese mundillo mitológico es exactamente lo que se ve en los sueños de infancia, es el “dreamtime” que describe este representante de la música que ahora suena junto a su novio John Oates en las emisoras para adulto contemporáneo. La sensación que tengo en este momento al escucharla es exactamente la misma que tenía cada vez que la veía en el video. Es como si ahora hubiera dibujos animados flotando en mi mente.

Según Wikipedia, DTV ya no existe por problemas de licencias para reproducir la música. Además, con el advenimiento de los comerciales en el canal ya no se necesita material de relleno entre programas. En mi casa pusieron televisión satelital pero muy pocas cosas son dignas de guardar en la memoria del reproductor de DVD, y mi computador me trae en cuestión de minutos todo aquello que recuerde haber escuchado sin poder grabar en mi infancia. Sin embargo, los niños que vean el Disney Channel ahora apagarán el televisor sin haber hecho mayor descubrimiento que el último hit de Hannah Montana.

[ Dreamtime — Daryl Hall ]

木下

Dicen que Tsukuba es la puerta del averno, que según el Feng Shui está mal ubicado y que aquí pasan cosas raras. Yo sólo sé que éste es el último pueblo antes del fin del mundo, que aquí no se debe confiar ni en el agua ni en el tráfico y que gracias a este último una compañera de mi clase de inglés está muerta.

[ Girl — The Beatles ]

Orogénesis

En Tsukuba hay un acelerador de partículas. No, esperen. Dos aceleradores de partículas. Los encontré en un terreno gigantesco cercado con arbustos y una tapia de piedra esta tarde mientras buscaba un punto de retorno. Había salido de clase de alemán y, al no tener muchas ganas de regresar directamente al cuarto, me propuse ir hasta Hanabatake (una zona desolada al norte del pueblo, sembrada de puerros y supermercados). Llegué más rápido de lo que esperaba y todavía no estaba cansada, así que, de la manera más predecible para esta anécdota insulsa, me pregunté qué habría más allá de ese cruce, y más allá y más allá. Como era de esperarse, no había nada.

El letrero de la entrada en letras doradas “高エネルギー加速器研究機構 – High Energy Accelerator Research Organization” apareció mucho más adelante, cuando ya empezaba a preguntarme si podría llegar a un pueblo vecino, si es que tal cosa existe en el fin del mundo. Tras sospechar con emoción que el sitio era lo que resultó ser decidí detenerme donde terminaba el predio, quitarme la chaqueta rosada y devolverme.

Según la página del KEK (el organismo en cuestión), el procedimiento en caso de emergencia incluye aprenderse la siguiente serie de sílabas y gritarlas a quien se encuentre a su paso: “NI-GE-RO” (“¡escapen!”). En caso de falsa alarma, hay que decir “GO-HO” (“falsa alarma”—sale así, en mayúsculas). Me pregunto qué cosas sucederán en un instituto de investigación de aceleración de partículas, en especial uno con dependencias de nombres tan sonoros como “Photon Factory”. Me acordé tanto de Himura.

A 6.5km de distancia del Monte Tsukuba, éste deja de parecerse al Cerro El Cable para exigir respeto. No es cosa de trepar en dos pasos y luego dejarse rodar acostado, como cuando uno es chiquito y quiere marearse. Desde la esquina del KEK se puede ver un torii en la mitad de la cuesta, lo cual deja adivinar su verdadera envergadura. Debería ir a conocerlo algún día. Al fin y al cabo el pueblo se llama igual que el monte y éste sale entre las cosas interesantes que se pueden apreciar desde la Torre de Tokio en un día despejado. Como yo sólo he subido a la Torre de Tokio de noche, no puedo dar fe de nada.

¿Vieron la película que les recomendé la otra vez en YouTube? ¿Vieron la escena en la que Ichigo le cuenta a Momoko la historia de su vida y la de la legendaria motociclista desaparecida? Encontré la franquicia local del restaurante donde transcurre esta escena. No entré porque no vale la pena sentarme sola en un sitio tan decididamente rococó. La próxima vez me llevo a Asano.

Como habrán notado por el aumento en la frecuencia y disminución en la calidad de escritura, ya no estoy sujeta a los horarios de la biblioteca para usar Internet. Parezco perdida recién aparecida. Si ustedes se han quedado atascados en un ascensor solos, han hecho un voto de silencio o han visto Castaway, me comprenderán. Al pobre Himura vamos a tener que apodarlo Wilson.

[ Runaway Train — Soul Asylum ]

蜂蜜

Esta tarde decidí dar un paseo largo en bicicleta. El clima otoñal era espléndido y las punzadas de terror en el estómago se habían convertido en ansias de volver a rodar unas caídas atrás.

Tras hacer un par de diligencias que me alejaron bastante del dormitorio, me detuve un par de segundos en un cruce y me lancé hacia un camino desconocido que jamás habría recorrido a pie. Con los arrozales a mi lado derecho, el Monte Tsukuba de fondo recordándome el Cerro El Cable en Bogotá y una fila de flores amarillas nunca antes vistas a lo largo de una cerca metálica, decidí que en ese preciso instante me encontraba en el lugar correcto. Una trocha cubierta de hojas secas entre el bosque a través de cuyas bóvedas enramadas se lograban colar los últimos anaranjados rayos de sol lo confirmó.

Cuando regresé al cuarto decidí ver You’ve Got Mail por trigésima cuarta vez en lugar de dedicarme a asuntos más importantes. Con algo de impaciencia esperé la escena final en la que NY152 y Shopgirl se reencuentran para revelar que en realidad son Kathleen Kelly y Joe Fox, cosa que venían sospechando desde hacía ya un rato, de tal manera que no les queda más que lagrimear de felicidad ante la bondad de las coincidencias y darse un beso como inauguración del resto de su vida que todos sabemos que será perfecta porque así es como le sucede a Meg Ryan en las películas. Éste suele ser el momento en que un miembro cualquiera del público femenino piensa “¿por qué no tengo una vida así?” y suspira, preferiblemente en compañía de un par de amigas, soñando con ciudades mágicas en otoño y hombres que no se parecen en nada a esos cerdos que van a las fiestas.

Pero esta vez nada de eso sucedió. El hechizo del séptimo arte no surtió efecto alguno en mí; el inexorable destino de la protagonista se cumplió y yo ni me inmuté. ¿Qué pasó? ¿Es que acaso se me ha tornado indiferente el hecho de que Meg Ryan acapare para sí todos los finales felices del mundo? ¿Es que ya no me interesa protestar por el pedazo de felicidad que me corresponde, con sus florituras de palabras certeras en mi oído y caminatas por ciudades de colores? ¿Tan insensible me he vuelto?

No es que haya perdido la esperanza, o que en mí ya no se encuentre esa propensión a ser conmovida tan apetecida por los productores de comedias románticas. Lo que pasa—¡dichosa yo que lo descubrí enceguecida por el atardecer que se colaba frente a mí por entre las ramas!—es que mi vida, por más solitaria que pueda verse en algunas ocasiones, es tanto o más cursi que todas esas películas juntas.

[ Kvar Acharei Chatsot — Ilanit ]