Hoy me harté. Estaba viendo un paisaje verde furioso desteñirse lentamente entre Mariquita y Armero cuando le eché un vistazo a mi celular y me irritó lo que encontré en esa red de monólogos en la que estoy metida. Pensé que era apenas una señal de mi mente para mirar más por la ventana del carro y decidí esperar hasta la noche. Ahora estoy en mi cama y la sensación de hartazgo continúa. Quiero una desintoxicación. Quiero salirme de la fiesta —porque no importa cuánto me proponga lo contrario, yo siempre siempre me aburro en las fiestas—. No estamos teniendo ninguna conversación real ustedes y yo, en todo caso. No en Twitter. Fijo vuelvo más tarde, pero por ahora dejo mi vaso a medio tomar en cualquier mesa y me alejo del ruido. No sé por qué de repente me veo pedaleando en Tsukuba a medianoche con un frío tremendo.
Ella es el tema de moda, la nueva estrella que amamos odiar. ¿Una Rebecca Black con más dinero y mejores compositores? Que la avispa de la silicona le picó los labios, que en realidad se llama Elizabeth Grant, que nadie se hace así de famoso de la noche a la mañana, que en Saturday Night Live hizo el oso. No importa, realmente. Ya Liz Phair la declaró heredera del rock feminista de la tercera ola (¿y Le Tigre qué?), así que yo no tengo mucho que hacer por acá. Pero la verdad es que yo no estoy aquí solo para decir que también tuve algo que ver en la polémica, sino que tengo que mostrarles algo que probablemente no se esperaban si los han tenido aburridos a punta de “Video Games”: vintage Lana Del Rey (si es que me puedo permitir el uso de tal término).
Lo que viene a continuación es algo que encontré en la barra del lado de YouTube después de repasar “Born to Die” como por quincuagésima vez —me encanta, es como un tesoro muy sencillo escondido bajo muchas capas de orquesta—. Esta vocecita tan distinta de la Jessica Rabbit que conocemos ahora tiene una cualidad yokoonesca medio hipnótica que desafortunadamente (?) desapareció en la siguiente encarnación de la cantante. Dejaré que ustedes decidan cuál Lana Del Rey les gusta más. Yo voy como en buffet, degustando un poquito de cada una y encontrándoles sabor a ambas.
De ñapa les dejo otra canción temprana de Del Rey aquí. Y si por casualidad no tienen idea de quién es Liz Phair, guarden esta para darse ánimo la próxima vez que se pregunten qué diablos les hace falta para que les ponga cuidado esa persona que vienen stalkeando desde hace rato.
He decidido continuar con este ciclo de recomendaciones musicales inútiles. La culpa esta vez se la pueden echar a Andrés Villaveces, con quien estuve hablando de música finlandesa hoy. Me gustaría contraatacar con mi colección de luminarias de Eurovisión, pero me contendré. Además, lo que les quiero mostrar ni siquiera es de Finlandia sino de Islandia. El mismo frío, dirán algunos. El mismo frío pero menos diéresis. En fin.
Lo que les presento en esta ocasión es un grupo del que no sé nada y probablemente nunca llegue a saber nada salvo que ya no existe. Se llama(ba) Jakobinarina y no sé cómo demonios se atravesó en mi camino con este simpático numerito tan apropiado para los que trabajan (¿trabajamos?) en el gremio publicitario. Con ustedes: “This Is an Advertisement”. ¡Disfrútenlo!
Desconozco la utilidad real de recomendar música al público de Internet. Sin embargo, hoy quiero dármelas de reportera de la vanguardia musical y contarles que Butterfly Boucher, cantante australiana de la que hablé con mucho entusiasmo hace años, está sacando un nuevo disco este mes. (Fe de erratas: lo que sale ahorita es el sencillo, pero el disco sale en abril. Así de aguda ando cazando noticias.) Su nuevo sencillo, “5678!”, se puede escuchar aquí. También, para el que no sabe por qué me gusta tanto: un par de muestras de sus trabajos anteriores. No sé cómo continuar este post. Sé cantar pero no sé cómo convencer a nadie de que tal cosa es digna de probar. Yo por lo general no escucho nada de lo que ponen por ahí, todos esos nombres tan deliberadamente clever y los arreglos tan iguales y las gafas grandotas con barbas colgando en cuerpos enjutos forrados a cuadros con cara de estar llevando la guitarra a hacer fila en un banco. A Butterfly no recuerdo cómo la conocí, pero supe que me pertenecía desde siempre. Un ex novio que la había escuchado me repetía a modo de recriminación en plena ruptura “never leave your heart alone“, y yo escuchaba la canción y no entendía, no entendía a qué venía esa línea. Butterfly era solo mía, no podía traducirse en la tristeza de otros. Eso me gusta de su música, el egoísmo con el que puedo asimilarla. Pero ahora, adelantándome a todos —aunque dudo que haya muchos codazos alrededor— me dispongo a compartirla tímidamente. O eso acabo de hacer.
Miren cómo es la vida. Hasta hace poco me venía lamentando de lo inútil que era escribir en un blog y ayer llega la jefa jefaza y dice con toda seriedad que aquí —”aquí” es el equipo de redacción de mi nuevo trabajo— la persona “con más experiencia en blogs” soy yo. ¿Sí ven? Diez años cimentando ociosamente el camino del éxito.
Temíamos no despertar a tiempo, pero el mismo temor nos hizo saltar de la cama ante el pitido de la alarma. La Gare Cornavin se sentía lejos aunque en realidad no lo estaba tanto. Con el tranvía aún en descanso, arrastramos las maletas por toda la Rue de la Servette en la oscuridad de la madrugada. Quisiera recordar con exactitud el recorrido, mas nunca logré hacer un mapa mental de aquella vía.
Nos quedamos dormidos en el tren al instante pese a la incomodidad de los puestos. Por un momento abrí los ojos y vi un destello de ámbar derramándose sobre una superficie sinuosa de color verde oscuro salpicada de sombras alargadas. Esos colores solo los había visto antes en los museos. Ahí entendí la existencia de los impresionistas: una luz así tenía que ser grabada a como diera lugar. Pero yo no tenía más que un cerebro confuso, y toda la belleza del mundo no pudo evitar que los párpados se me cayeran como losas. La revelación no habría durado más de un minuto. Cuando volví en mí, el delirio había abandonado por completo el paisaje. Entonces llegamos a París.
A veces me aburro muchísimo. En ocasiones el aburrimiento es tal que llego a preguntarme por el sentido de mi vida y me digo que para qué remediar esta situación de tedio haciendo cosas si ninguna de esas cosas sirve en realidad. Entonces me quedo mirando lomos de libros al otro lado del cuarto sin verlos realmente, la mente empeñada en hundirme más. De repente, unas frases sueltas aparecen por ahí y me dicen que no me ponga así. Yo contesto. No sé si converso con esas frases. Se manifiestan y yo las alimento con más palabras como “bueno” y “está bien”, pero no sé si eso sea una conversación propiamente dicha. Las respuestas de lado y lado son bien esporádicas. Creo que las frases antiguamente pertenecieron a alguien, pero su dueño las abandonó y ahora se ocupan en emular conversaciones. Como los chatbots. De pronto en realidad estoy haciendo intercambios con un chatbot como ese pobre señor que se enamoró de uno creyendo que era una rusa con mal inglés. Algunas personas encuentran terapéutica la charla con chatbots; de hecho, se ha llegado a poner en consideración la idea de reemplazar a los psicoterapeutas por procesadores de lenguajes naturales. Después de todo, la gente sigue acudiendo a Eliza pese a saber que no es más que código expresado en una interfaz rudimentaria. Sin embargo, no sé qué tipo de ayuda podría encontrar en este programa que me busca —¿me busca o tan solo responde a determinados estímulos, digo, entradas?—. La modernidad es buena e imagino que gracias a esta serie de textos breves alguien está siendo relevado de la penosa labor de indagar si sigo viva, pero no sé si deba regocijarme en un consuelo que simplemente sale y entra de un cuarto chino. Es un mensaje digerido pero al mismo tiempo intacto. Me pregunto si en cada intento exitoso de provocar mi reacción verbal el programa siente alguna clase de orgullo. Me pregunto si me agradecerá cuando pase el test de Turing.
No es de extrañarse que Dante salga con algo así. De pronto hasta nos lo merecemos por haberlo molestado, pero qué vamos a hacer si el tipo es insoportable. Ahora anda diciendo que desde que lo exiliaron es otra persona, que ha renacido, que está en el mejor momento de su vida. Que no necesita a esos políticos imbéciles que lo dejaron tirado en Roma frente a las fauces del Papa. Día tras día la misma cantaleta, dele y dele y dele. Uno diría que para ser alguien que ya superó un trauma lo está repasando demasiado. Aunque uno tampoco sabe qué es peor, si esa ira pertinaz mal disfrazada de trascendencia a la siguiente esfera o la bendita obsesión con la pobre Beatrice, que en paz descanse. Y es que ni siquiera fue capaz de hablarle en vida, pero como ahora no está, ¡claro! Ahí sí podrá moldearla a su antojo, el muy cobarde. Lo mismo que haría con nosotros y seguramente hará. La verdad, yo sí estoy esperando esa gran venganza literaria de la que habla. Podría terminar mandándonos al infierno a pasar penurias eternas; conociendo cómo es él, seguro es capaz de algo así. Tendría su encanto, si uno lo piensa bien. Nosotros, gente de a pie, inmortalizados en el fango imaginario. Si eso lo tranquiliza, mejor para él. Aquí en Florencia todos seguimos como si nada.
Niña cepillándose los dientes.
Posible autorretrato, circa 1989.
Esta es una historia larga.
Cuando era muy, muy, muy chiquita, empecé a dibujar. Mi mamá me entregaba una agenda y un esfero en cada sala de espera y eso ya era suficiente para tenerme juiciosa por horas. Empecé emulando los dibujos detallados que me hacían mis papás, pero ya para los 5 años la finalidad principal del ejercicio era deshacerme de lo que veía en mi cabeza. Todo lo que no existía yo podía hacerlo realidad en el papel. Como Saturno era mi planeta favorito, iba a dibujarlo como un personaje. Como me gustaba tanto Tiro Loco McGraw, él sería mi amigo por páginas. De ahí salieron historias, pero me negué a escribirlas. Toda la infancia la pasé diciéndome a mí misma que escribir tomaba demasiado tiempo.
En primero de primaria nos dejaron una tarea de ciencias que consistía en dibujar living things y non-living things. Yo hice la tarea, normal. Cuando la profesora llegó a mi pupitre a revisar, me dijo que por esta vez me lo pasaba, pero que no volvía a aceptarme una tarea hecha por mis papás. Si uno mira el dibujo —el cuaderno sigue en mi poder—, es obvio que no fue hecho por un adulto. Sin embargo, la señora supo inflarme el ego poniéndome en ese nivel. Las niñas del curso saltaron a defenderme. Esa fue la primera y última vez que me defendieron mis compañeras.
Llegó la adolescencia y, con ella, la impopularidad. Si bien había pasado buena parte de la vida escolar gozando del estatus de estrella de la ilustración de tareas, la falta de amistades hacia el final de bachillerato me despojó del honor de dibujar en el tablero lo que los profesores no podían. Las nuevas ilustradoras tenían un estilo más de no saber dibujar ni un par de manos —de verdad, eran mangas sin manos— pero igual arrancaban un “ay, diviiiiiino” de las demás estudiantes. Como buena adolescente, pensé que la vida era irremediablemente así y la gente siempre preferiría un adefesio sin manos si lo hacía una persona popular. Es obvio que la vida es así pero eso no debería detener a nadie. Yo caí en el error de desanimarme y relegué mi actividad a la clandestinidad de los márgenes en las hojas de notas. No quise estudiar arte porque no quería que me forzaran a adoptar un estilo que no fuera el mío. Entenderán que le tengo cariño a la manera como dibujo así sea de lo más simplón y lleve como veinte años poniéndoles dedos puntudos a las personas —odiaba como me quedaban las manos cuando las hacía como las del dibujo que acompaña este post—. Un ex novio sí me dijo que debía aprender a dibujar, pero no le hice caso.
Mi regreso al dibujo —lo digo como si fuera una persona muy importante que se retira y deja a los fans aburridos y sin autógrafo— ha sido lento, tal vez demasiado lento. El tedio y el dolor de 2010 me llevaron a sacar del olvido uno de los mil proyectos anti-depresión que tenía con Azuma, pero no fui constante. Me escudé en muchas cosas para evitarlo. Tengo que confesar que me da miedo y no sé por qué. Creo que era más fácil cuando no creía en esa parte de mí en absoluto y solo lo hacía para llenar márgenes y vacíos insoportables de tiempo en clase. Ahora que me arriesgo a sacar eso mismo a la luz —claro, por ahora en un blog, no es gran cosa pero igual—, me lleno de un terror irracional que es como terror a enfrentarme, a tener que convencerme de una buena vez de que esto es lo que he hecho toda la vida y no puedo seguir evadiéndolo. Yo quería ser una de esas personas profundas y analíticas que se codean con los grandes pensadores, pero soy una persona que hace dibujos. Para bien o para mal, eso es lo que soy.
También canto, pero esa es otra historia.
Es difícil ser adulto. Hay que decidir muchas cosas. Hay que balancear los deberes y los deseos. Hay que posponer los sueños, temerles. Hay que convertirse en una lista de gratas experiencias laborales.
Hay que andar con tijeras en el bolsillo y cortar lazos a lo largo del camino. Se supone que lo que realmente hay que hacer es pararse en más cocteles con copas y reírse cuando todos se rían y hacer contactos, pero la vida tal cual es un poco diferente a la aspiración responsable del ser social y en ocasiones uno se pasa la copa a la otra mano para sentir las tijeras contra la cadera y saber que en cualquier momento habrá que dar la estocada. El acto de inauguración de uno mismo.
Hay que tensar en paralelo varias cuerdas e intentar caminar sobre todas ellas, sentirlas reventar bajo el propio peso hasta que solo quede una, inescapable, sobre el vacío. La más tediosa suele ser la más fuerte.