Recuento

En los últimos trece días:

  • Me hice a un montón de muebles usados para mi próximo apartamento
    • Y a una colección de conchas de mar
    • Aunque el apartamento está en veremos
  • Le di un regalo de cumpleaños a Keisuke
    • Y no lo volví a ver
  • Dañé mi cámara
    • Y la reparé yo solita
    • Confirmé el infinito cariño que le tengo a ese aparato
  • Busqué como desquiciada un efímero hit de los años 90 (Steal Your Love Away, de Gemini)
    • Lo peor de todo es que hace años tuve el archivo, pero luego me fui a Estados Unidos y quién sabe si se habrá perdido en las mil y una formateadas a las que han sido sometidos los computadores de la casa
  • Encontré consuelo musical en Jeanne Cherhal, Olivia Ruiz y Emily Loizeau
    • Y Emilie Simon no deja de sorprenderme
  • Tuve serias dudas respecto de mi carrera
    • Pero al final volví al remanso de la literatura
    • Igual lo importante por ahora es graduarme de algo
    • ¿Y el arte? ¿Y la música?
  • Me reuní a estudiar con Alicia
    • Y me convencí de que realmente tengo una amiga japonesa
    • Hicimos sesión de fotos
  • Recibí galletas caseras de San Valentín de parte de una niña que nunca antes me había dirigido la palabra
    • Y una chocolatina de Alicia
  • Le di consejo a otra compañera de clase sobre un asunto personal
    • Japonesa + asunto personal = milagro
    • Qué cantidad de pervertidos hay en este pueblo
  • Fui a Matsudo, Chiba, a reunirme con mis sempais
    • Hasta ahora conozco a varios de ellos
    • Cuánta sabrosura
    • Seis colombianos en un apartamento en Japón, es demasiado extraño
  • Pasé una tarde en Tokio con Chee Siang antes de su partida
    • En la heladería de Asakusa, ahora el vaso L trae tres sabores en vez de dos y vale lo mismo
      • Chocofresa, té verde y grosella negra
    • A la despedida se dejó dar un beso en la mejilla
      • El contacto físico ha sido todo un proceso con él
      • Hace más de un año intenté la misma gracia y saltó como gato mojado
    • Caray, cómo quiero a ese hombre
  • Tuve una charla necesaria con Monique
    • ¿Reveladora? ¿O la veía venir?
    • ¿Y ahora, qué sigue?
  • Organicé una exposición sobre el chocolate en Mesoamérica en cuestión de horas
    • No, no salió muy bien que digamos
    • No, no me importa
    • No, no quiero ser ni historiadora ni antropóloga
  • Chee Siang llamó a despedirse
    • Regresa en un mes
    • Lo voy a extrañar
      • Bueno, siempre lo he extrañado

[ La femme chocolat — Olivia Ruiz ]

Damnatio memoriae

La memoria, esa traicionera caja de sorpresas.

Hace unas horas regresé del supermercado con una bolsa de frambuesas congeladas. Aburrida de las mandarinas, había decidido darles una oportunidad, en parte con nostalgia derivada de un recuerdo muy específico de mi vida en Dubuque: la única vez que, harta de los bananos que ocupaban la mitad de la sección de frutas en Wal-Mart, compré una cajita de frambuesas (carísimas) y me las comí con fruición. En fin. Las frambuesas estaban ahí para hacerles compañía a las mandarinas en las que venía pensando desde hacía rato, ya que habían pasado varios días desde que su compra y lo más probable es que ya hubiera alguna tomando visos entre verduzcos y blanquecinos, toda esponjosa y llena de vida, tomando posesión de la nevera.

Las mandarinas ocupaban mi mente un rato cada día, pero nunca lo suficiente como para levantarme e ir por ellas al cajón de la nevera donde acompañaban a la panela en polvo. Con un libro de Orhan Pamuk ante a mis ojos le di vueltas a la idea de tomar un par e ir comiendo casquitos poco a poco, pero al fin me sumergí del todo en la lectura y el proyecto quedó en el olvido. Frente al computador pensaba en lo bueno que sería comerme un par, pero luego tomaba unos sorbos de limonada y el asunto quedaba archivado. El viernes, cuando Adeline me invitó a desayunar a su cuarto y me ofreció una mandarina, recordé brevemente mi botín intacto en peligro.

Pues bien, hace unos minutos abrí la nevera para acabar con el problema de una vez por todas y devorar las mandarinas que quedaran sanas. Sin embargo, mi resolución se vio detenida por un pequeño inconveniente:

Las mandarinas no estaban allí.

Busqué en el congelador, entre las bolsas vacías y cerca de la basura. Nada. Me temo que el problema es peor de lo que parece: no sólo las mandarinas no están en la nevera ni en ningún otro rincón de mi cuarto emitiendo hedores delatores del descuido, sino que nunca han estado. Las mandarinas no existen.

¡He creado un recuerdo ficticio!

Y ahora, ¿cómo voy a creer en mí, en mi propia historia? Cuando sea vieja me rodearé de niños para contarles anécdotas de una juventud que no pasó, llenas de sucesos que jamás tuvieron lugar. Hoy son frutas; mañana serán personas, luego viajes, libros leídos y gustos musicales.

O de pronto el asunto es todavía más grave. Tal vez esto no esté pasando; tal vez en realidad yo estoy sentada en una mecedora en Puerto Salgar, Cundinamarca, tomando preparada*, espantando jejenes e inventándome la vida de alguien que por coincidencia resultó viviendo un país lejano. Sólo que de repente tuve que pararme y decirle a un niño que se bajara del palo de mango si no quería descalabrarse. Una vez de regreso en la mecedora, el hilo de la historia se había perdido, y en la nevera ya no había mandarinas.

*preparada: tamarindo Postobón con limón. Bebida popular en el Magdalena Medio.

[ Hide and Seek — Imogen Heap ]

La marcha

Un viejo amigo me preguntó si había ido a protestar el 3 de febrero en Tokio.
Le dije que no.
Dejó de hablarme.

[ La leyenda del tiempo — Camarón de la Isla ]

Carta abierta

Querido Tsukiji:

Otra soleada mañana de invierno ha llegado al archipiélago y tú y yo seguimos sin hablarnos.

Te cuento que anoche dormí bastante bien, cosa que no habría sucedido si mi cabeza adormilada no hubiera malinterpretado la alarma del celular como una interrupción de la que había que deshacerse a toda costa en nombre del descanso. Entonces tú y yo estaríamos a pocos pasos de despedirnos. Pero no lo estamos. Estamos amarrados, al menos por estos días que me quedan antes de explicarte ante la clase.

Sabes que gracias a tu autor yo pospuse tu lectura durante mucho tiempo. Yo había comenzado a leerte temprano, pero cincuenta páginas de autoalabanza… Pensé en ti en China, pero créeme que no te extrañé. Mi anhelo por ti es tan poco que he llegado hasta estos peligrosos límites en los que yo discuto la ortografía de una fruta que bien podría ser la grosella espinosa o la grosella negra cuando cada hora equivale a 20 páginas y yo desearía no tener un ritmo de lectura tan errático, devolviéndome a cada nada por haberme puesto a soñar despierta.

Sobre una caja aledaña a ti descansa Norwegian Wood, y como bien sabes, ese libro tampoco es mío y tarde o temprano habré de devolverlo. A tu lado encuentras Foundation, que debería haber terminado hace mucho. No sé si te has fijado en la bolsa de Maruzen al lado del escritorio; ésa también está llena de libros nuevecitos. Y en la estantería hay dos o tres más, de los que compré en Amazon. En resumen: eres el último libro que quisiera abrir en este momento. No quiero verte, no quiero saber de ti. Vuelve a la biblioteca del Profesor Augustin-Jean, porque en la mía tú no cabes.

Lo peor es que sabes que estoy mintiendo. Una vez me deshaga de la presentación que debo hacer sobre ti, ahorraré para comprarte nuevecito en Kinokuniya y devorarte con el gusto que mereces.

[ Parachute — Sean Lennon ]

Inner Trip

Inner Trip, el edificio más misterioso de todo Tokio.

Siempre me dicen lo mismo. No es sino que oigan (o lean) mis quejas sobre lo difícil, si no imposible, que es hacer amigos japoneses para que arremetan con el maternal consejo: “¿Pero por qué no les hablas tú?” Y no es para menos, si a los ojos de quienes han crecido en un país donde la amistad es tan sólo la consecuencia natural de haberse conocido mi discurso no puede ser sino un síntoma de paranoico derrotismo. Es que es absolutamente inaudito que alguien vea una acción tan simple como acercarse a alguien y decirle “hola” como una proeza que requiere minuciosa planeación y puede acarrear consecuencias negativas para las partes involucradas. Yo debo estar inventándome todo esto como excusa para esconder mis propias inseguridades.

Azuma, mi compañera de batalla en esta guerra contra lo incomprensible, me ha enviado un link que considero de gran utilidad para demostrar que el problema no me lo he inventado yo. Si hacen clic y ven el video encontrarán la triste historia de un fotógrafo italiano que recorre el mundo conviviendo con los grupos humanos que encuentra hasta ser considerado parte de ellos para entonces empezar a disparar su cámara. Pues bien, cuál sería la sorpresa del artista durante su último viaje al estrellarse contra la pared invisible que hay delante de cada nativo de este archipiélago. Su descripción de la experiencia con los japoneses se parece mucho a lo que dije el año pasado en vacaciones de verano cuando me llevaron de tour por las universidades de Bogotá donde Asai Sensei dicta clases.

Claro que, pensándolo bien, tampoco es que yo sea muy adepta del método colombiano de socialización como para responder al “¿por qué no les hablas tú?” con un “¡pero si ya lo intenté!”. A decir verdad, si hay algo que yo tengo en común con los japoneses (aunque en menor magnitud) es el pereque que pongo para relacionarme con otros seres humanos. No sólo el concepto de “ser entrador” no venía en mi paquete de instalación, sino que además suelo desilusionarme fácilmente de los recién conocidos. Sin embargo, esta falla ha terminado por obrar a mi favor, pues la cautela me ha permitido hacer un par de amigas japonesas en el transcurso de este primer año de universidad. Como si fuera poco, ahora un hombre me habla. Presiento cabezas que se menearán y lamentarán mi actitud negativa que no me habrá de llevar a ningún Pereira, así que procederé a explicar este punto un poco más en detalle.

En un salón de clases los alumnos son libres de sentarse donde quieran. Sin embargo, existe una barrera invisible e infranqueable entre hombres y mujeres. Hace tiempo fui testigo de una fiera competencia de じゃんけん (“janken”: piedra, papel y tijeras) cuya perdedora habría de llamar a un compañero que se encontraba al otro lado del salón para pedirle que diera comienzo a una reunión de curso. La sola exclamación “¡Nakamura-kun!” le tomó un esfuerzo considerable. Por otro lado, durante los primeros meses de mi clase de conversación en alemán, la práctica podía darse por perdida si mi pareja de trabajo llegaba a ser hombre. La cabeza que parecía desear ser de pájaro para esconderse bajo un ala y la voz inaudible me dejaron en la más absoluta impotencia más de una vez. ¿Más ejemplos? La clase de inglés, en la que a Adeline (mi compañera de Brunei) y a mí nos pusieron a hablar con un grupo de hombres y nos encontramos con cuatro mudos muros de contención. Si hacer una amiga es de por sí un logro, conseguir que un hombre le dirija a uno la palabra es una hazaña que merece ser grabada en piedra y alabada por los poetas.

Sentados estos precedentes, no me pregunten por qué este señor decidió hablarme una tarde después de clase de danza cuando estaba dispuesta a pasarlo derecho sin saludar, como es costumbre aún entre compañeros de clase. No me pregunten por qué encontró en la guitarra un pretexto para invitarme a su cuarto, por qué me sirvió café, por qué me enseñó a tocar El humahuaqueño y mucho menos por qué me prestó un libro pese a ser una completa desconocida que se sienta en un puesto diagonal al suyo cada jueves. Tampoco tengo explicación alguna para que tras este encuentro transcurrieran semanas enteras de ignorarnos mutuamente. Supongo que las cosas simplemente ocurren así en este país. A Alicia tampoco la saludo todo el tiempo, pese a que le hablo hasta de mis asuntos personales.

Esta tarde Keisuke (quien me pidió que no lo llamara más por el apellido sujeto al sufijo -kun, como se hace cortesmente) me volvió a saludar. Hablamos de su libro que aún no he leído, de mi viaje a China, de las pocas oportunidades que tenemos de encontrarnos. Finalmente me dio su número de teléfono y dirección de e-mail, agregando que se hallaría a la espera de mi mensaje.

Ariza Sensei decía que quien viene a Japón un mes escribe un artículo, quien se queda un año escribe un libro, y el que se queda cinco años no escribe nada. Yo llevo aquí más de un año pero estoy lejos de completar los cinco, y ya siento cómo se me van secando las palabras y las descripciones. Cada vez que doy algo por cierto hay un giro violento que derriba mis teorías y me deja tendida sobre el suelo del desconcierto. Tal vez por eso en este blog no se encuentran muchas descripciones del país y sus costumbres, como sería de esperarse en la página de una expatriada. Al fin y al cabo, éste siempre ha sido un viaje interno.

[ 両方 For You — ウルフルズ ]

初雪

Hoy desperté y, al abrir las cortinas, encontré que el mundo despedía cierto olor a trementina. Donde otrora reposaran prados y ramas sólo habían quedado sus contornos, blancos en el blanco lienzo de las primeras nieves de Tsukuba.

[ Je ne sais pas choisir — Emily Loizeau ]

Un cuerpo del cual avergonzarse

¿De vacaciones, mujer?

Te recomendaría que lo pienses dos veces antes de meterte a la piscina del balneario. Uno nunca sabe, no sea que gracias a tu buen apetito y falta de experiencia en el quirófano y el gimnasio termines exhibida en Flickr bajo los apelativos de “grotesca”, “ballena tratando de hundir otra ballena” o “típica mamá que se pone la ropa que ya no le queda bien”. O tal vez los fotógrafos furtivos sean benévolos contigo y simplemente te etiqueten con un sarcástico “hay mucha más gente a gusto con su cuerpo de lo que uno cree”. Al fin y al cabo, para cuerpos naturales como el tuyo existen otros tipos de traje de baño—¡y qué políticamente correctos estamos siendo al llamarlos “naturales” y no “repulsivos”! No descartes la burqa o un overol de mecánico de entre tus opciones para lucir sin ofender la vista de quienes creen que el sol sólo debería brillar para las carátulas de Sports Illustrated.

Corre a comprar la Cosmopolitan y aprende a meterte el dedo en la garganta antes de que sea demasiado tarde. Recuerda que sólo existe un tipo de cuerpo digno de mostrar, y no es precisamente el tuyo.

[ L. Wells — Franz Ferdinand ]

A Chick Flick Moment

No sé cuántas veces en la vida le he lanzado una sonrisa idiota a un hombre. Supongo que no muchas; no soy lo que llaman ‘una chica popular’ como para que me den la oportunidad. Igual las chicas populares no lanzan sonrisas idiotas sino miradas matadoras y yo de eso no sé, así que la posibilidad de haberlo hecho aumenta, pero las oportunidades siguen siendo pocas.

No obstante, cuando alguien llama mi nombre de la nada y se digna a invitarme a su morada y ofrecerme cafecito, y encima de eso se pone a enseñarme a tocar música andina en guitarra, y como si fuera poco aparece de la nada en el pasillo después casi un mes de ausencia con ojos almendrados y gigantescos y vestido como Scott Weiland… Hace triunfal aparición una sonrisa que no puede decir otra cosa más que “¿Sabías que soy una completa imbécil? ¿Nooo? ¡Pues ya lo sabes, así que no me vuelvas a dirigir la palabra!”

En media hora tengo clase con él. Que la cancelen, que la cancelen, que la cancelen.

[ Placebo Effect — Siouxsie and the Banshees ]

Ich träumte von China

China no es un país reconocido en el mundo por su defensa de la libertad de expresión. Páginas tan útiles e interesantes como la Wikipedia permanecen fuera del alcance del público gracias a la práctica de la censura en Internet. Gracias a ello me vi obligada a refrenar mis impulsos de escribir durante quince días. Quince días sin poder consultar la Wikipedia ni mis feeds en Bloglines. Sin embargo, fueron los quince días más emocionantes que hubiera tenido en un buen rato.

Sí, estuve en China. Y sin embargo puedo decir tan poco al respecto. Podría limitarme a ondear la bandera de la jactancia y hablar de la forma serpenteante de la Gran Muralla, de cómo horas de caminata fueron insuficientes para conocer la Ciudad Prohibida o del cielo del más puro azul que nos recibió en el Templo del Cielo, pero eso significaría subestimar a mi compañera de viaje, a nuestro anfitrión, a la gente y los paisajes.

Cuando tomé el bus de regreso a Tsukuba desde el aeropuerto de Narita me quedé dormida un par de minutos. Desperté desconcertada, esperando encontrarme aún en algún punto del trayecto Tianjin-Beijing, o en la inmensa cama que me habían cedido.

¿No podría simplemente haberme quedado allá? Habría asistido a clases de chino con juicio y desayunado barras de trigo soplado y paquetes de aquel Milo que viene mezclado con cereal. Ya me las arreglaría sin blog; me sentaría en las noches a escribir a su lado en silencio, o nos mostraríamos videos y canciones hasta el aburrimiento, o compararíamos traducciones en diferentes idiomas. Y hablaríamos. Hablaríamos tanto—¿alguien me puede explicar por qué el tablero está dispuesto de esta manera? Moví mi ficha al otro lado del mar pero tuve que devolverla. Ahora sólo espero la posibilidad de una siguiente jugada.

Quiero tener la certeza de que hoy no despierto de un largo sueño invernal. Necesito saber que lo maravilloso es susceptible de ser visto más de una vez, que podré volver, ver más, sobrecargar mis ojos de belleza, seguir haciendo realidad las fantasías inalcanzables.

[ Dernier lit — Emilie Simon ]

La permanencia de la luz

Hace un año estaba en mi casa, rezando la Novena, haciendo compras apresuradas e indigestándome con la que antes fuera mi comida favorita. No tiene caso comparar el fin del año pasado con éste; son épocas distintas y yo he optado por enajenarme de la Novena, la natilla y las celebraciones familiares en general. Son recuerdos distantes y mi vida sólo recobra esos aspectos felices a mitad de año. De resto, mis ojos hundidos y más ojerosos de lo normal en las fotos hablan mejor que este cúmulo de frases inútiles.

Esta mañana hice un dibujo en clase. Lo hice con esmero, a lápiz. Primero hice un borrador a toda velocidad y luego fui borrando parte por parte para reemplazarla por su versión mejorada. La invasión de Japón a Manchuria es un asunto serio y repugnante sobre el cual algún día tendré que escribir un largo resumen a ver si paso la clase, pero por lo pronto no tengo ningún interés en nada que tenga repercusión sobre mi vida académica. Pronto huiré a un lugar más frío, donde nadie me entenderá y mis costumbres adquiridas ahondarán el abismo que me separe de gente que me hará añorar el Terminal de Transportes de Bogotá como si fuera la sección VIP de alguna aerolínea.

Hoy se puso el sol hacia las 4.30pm entre los árboles desnudos. Lo bueno es que el día más corto del año cae esta semana. De ahí para adelante todo será más frío, pero al mismo tiempo se reanudará la carrera hacia la permanencia de la luz.

[ Jaan Pehechaan Ho — Mohammed Rafi ]