If You Buy, I Give You Good Price

Un día mi sempai me preguntó si quería ir a Vietnam. Como yo no tenía idea de lo que allí había por ver salvo platanales como los que adornaban los escenarios de Forrest Gump y Playa infernal, accedí. Pagué el tiquete de vuelo, compré un libro de vocabulario inglés-vietnamita y pasé una tarde en Tokio sacando la respectiva visa en una embajada donde lo mandaban a uno a almorzar “o algo” mientras la solicitud era procesada.

La noche anterior al viaje descubrí las aptitudes musicales del señor Sakaguchi en un karaoke, y creo que incluso me enamoré de su rendición de “Somewhere Over the Rainbow”. Para ese entonces no tenía la maleta hecha y no creía que al día siguiente estaría sintiendo calor en la capital mundial de las motos. Aún durante la escala en Taiwan fue difícil creerlo.

El viaje en sí transcurrió de manera un poco reminiscente de los documentales de Discovery Travel & Adventure. Probamos platos exquisitos, comimos frutas de nombres desconocidos, pasamos días y noches enteros en buses húmedos y apretados, paramos en baños con letrina, nos dejamos estafar, nos intentamos defender de las estafas y aún así nos siguieron estafando, tomamos muchísimo café con leche condensada e ignoramos como pudimos los incesantes llamados de “hello motorbike”, “hello cyclo”, “hello pineapple rambutan”, “hello, ma’am” y un largo etcétera coronado con una cínica promesa: “if you buy, I give you good price”.

El itinerario era bastante apresurado, un recorrido por el país entero de sur a norte en tan solo diez días, empezando en Ho Chi Minh (antigua Saigón) y terminando en Hanoi. A medida que avanzábamos hacia el reino del Viet Minh el ambiente se iba tornando más confuso, el clima más frío y la gente más dispuesta a liberarnos de nuestro dinero a cambio de baratijas, pan francés o servicios mal prestados. Sin embargo, por alguna extraña razón yo iba armada de paciencia tipo monje budista y sólo exploté en dos ocasiones:

  1. En una sastrería en Hoi An, donde me hicieron un adefesio por vestido (me pidieron una segunda oportunidad; cuando fingí satisfacción ante la casi imperceptible mejoría las modistas se pusieron contentas y me abrazaron).
  2. En el aeropuerto de Hanoi, cuando una mesera se inventó una treta compleja para cobrarnos un ojo de la cara por dos jugos y un huevo frito en aceite requemado. Al fin exclamé airada que no teníamos más plata y nos fuimos.

No nos hicimos amigos de ningún local, como suele suceder en los documentales. Sin embargo, el recepcionista del hostal en Hanoi me pidió el favor de ayudarle a mejorar su pronunciación del inglés. Mientras lo hacíamos repetir las palabras de su libro de vocabulario, descubrimos que el hombre confundía la l con la n y le daba lo mismo decir “light” o “night”. Entonces el hombre llegó a un vocablo extraño que pronunció correctamente mientras me señalaba: “Miss World”. Al otro día, todo su conocimiento del inglés había desaparecido.

Abandonamos Vietnam como emprendiendo la retirada de un campo de batalla indeseado y caótico. La promesa de calma y orden que se escuchaba en la voz automática de las rampas eléctricas nos hizo suspirar aliviadas, dichosas de regresar a este imperio frío y despojado de vida. No obstante, cuando recuerdo el sabor del cha ca (pescado frito típico de Hanoi) o las dunas de Mui Ne que apenas pude atisbar tras la ventana del bus pienso que no estaría mal darle otra oportunidad a aquel país inescrutable. Tal vez, algún día.

[ Marcia baila — Les Rita Mitsouko ]

The Spy Who Loved Me

El fin de semana pasado estuve sintiendo una extraña obstrucción en la garganta. Si bien podía comer normalmente y posiblemente convivir con ella durante un rato, fingir sonrisas con ella e ir de compras con ella, la masa amenazaba con estallar dentro de mí y hacerme implotar. Puedo imaginarme un cuerpo derrumbándose como casino de Las Vegas para dejar un montículo de tejido como una prenda más de las que yacen en el tatami al final del día, sólo que con sangre fluyendo por sus orificios. No sería un descubrimiento agradable para los de la inmobiliaria, que vendrían furiosos a mi apartamento en busca de la renta atrasada.

Escribí un par de líneas furiosas en un cuaderno con un esfero que pintaba intermitentemente y me fui a dormir. Pero la bola en mi garganta no desaparecía; al contrario, crecía y rasgaba las paredes de mi tracto respiratorio. Entonces fue necesario tomar cartas en el asunto. Desafortunadamente cometí el craso error de recurrir a un antiguo confidente de quien se había descubierto recientemente que se trataba de un agente secreto encubierto: nada menos que James Bond. Ustedes saben cómo es Bond: elegante, atractivo, caballeroso, el galán que le corre a uno la silla en el restaurante, el que baila y besa con una pasión inolvidable, ese hombre que lo mira a uno con ojos imperturbables y está dispuesto a escuchar los más recónditos misterios del corazón con interés casi genuino, pero asesino al fin. De manera que fiel a su condición de espía de heladas venas, James aprovechó para tomar mi masa laríngea, recubrirla con una pasta corrosiva hecha de reproches e insultos y lanzármela a la cara cual letal tarta de crema. El dolor ocasionado por quien otrora me prometiera un amor inquebrantable me reveló que si uno sabe que el agente seduce y se hace el comprensivo mientras se entera de cuanto secreto sensible uno tenga por entregar para luego asesinarlo a uno de manera pintoresca, ¿para qué lo va a mirar uno con ojitos de Bambi? Como si así fuera a hacer una excepción… La adorada enemiga de Bond se retuerce y desaparece de escena mientras 007 hace un chiste insulso.

Afortunadamente en el primer piso de mi edificio vive Azuma, la primera persona que conocí en Japón (recién aterrizada en Narita, de hecho) y la mejor amiga que Tsukuba y los giros del destino me han podido dar. Con la excusa de ayudarle a mover una lavadora fui a su casa y entre las dos les pusimos dinamita a nuestras respectivas rocas asfixiantes y respiramos hondo. Volví a mi apartamento con los brazos estirados en júbilo, dispuesta a caer finalmente en un sueño reparador. No es un final muy emocionante para algo que amenazaba con acabar conmigo, pero en las historias de la vida los desenlaces suelen ser mucho más sencillos que el misterio que los desencadena.

Ahora que todo se mueve relativamente bien, declaro con un puño al aire que me rehúso a dejar de quejarme. Me niego categóricamente a dejar de expresar lo que siento. No pienso convertir el silencio en un amasijo de jirones ensangrentados sobre una vía de la línea Chuo de la Japan Railways. Si desahogarme es muestra de mi suprema debilidad, tal como dijo Bond antes de dispararme con una pistola con silenciador (o hacerme caer a un estanque de pirañas, o estrangularme con mi propio brasier—elijan ustedes su muerte Ian Flemingesca favorita), pues débil habré de ser para (sob)revivir. Tal vez al final resulte como Baron Samedi en Live and Let Die, riéndome a carcajadas en un tren mientras el agente 007 se deshace de mi recuerdo, convencido de la infalibilidad del veneno ofídico en mi corazón.

[ You Only Live Twice — Nancy Sinatra ]

Calling Mothership

A veces sucede que transcurren días enteros sin intercambiar palabra con ser humano alguno. No es que uno así lo decida, simplemente ocurre. Uno permanece en el apartamento viendo cambiar el color del cielo y pasa del futón al computador, del computador al baño, del baño al armario, del armario a la cocina y de ahí de vuelta al computador. El teléfono tampoco se hace oír y queda olvidado entre los pliegues de alguna cobija.

En esos días a uno se le olvida que tiene voz, llegando incluso a sorprenderse con el sonido quedo de un “¡au!” tras un golpe. ¿Qué harán las otras personas mientras uno deja pasar así las nubes y la vida? El eco de la pregunta ni siquiera retumba durante mucho tiempo; las otras personas simplemente no existen. El apartamento es una especie de estación espacial de un solo tripulante que funciona a las mil maravillas siempre y cuando haya comida en la alacena. Ante el descubrimiento de la nevera vacía (o llena de accesorios que de por sí no constituyen una merienda) no queda otro recurso que emprender una expedición al combini.

Salir a la calle no remedia la situación: las aceras se encuentran completamente desiertas y el camino al combini no revela mayor cosa—a lo sumo un auto, tres bicicletas raudas y un montón de hojas secas. La cajera pronuncia un par de fórmulas de cortesía que no se pueden considerar elementos de una conversación y a cambio uno a lo sumo masculla un gutural “gracias” que se perderá entre la abominable música que impera en el recinto. Al regreso, nada habrá cambiado.

El único indicio de un intercambio de ideas durante la temporada de aislamiento se da en Internet. Un leve zumbido basta para que uno abandone cualquier actividad y salte al escritorio como felino a su presa, como si uno hubiera estado monitoreando el radiotelescopio que hay a la salida del barrio y esta fuera importante evidencia de la existencia de vida fuera de Tsukuba. Desde el otro lado del planeta—o del sistema solar, da lo mismo—alguien anda desvelado y al no hallar otro interlocutor disponible recurre al único nombre que titila en la lista de conectados. Cómo estás, qué has hecho: la estación especial flota en medio de los arrozales y las respuestas—bien, nada, aquí, y tú—cruzan raudas los océanos. Desde allá mandan a decir que acá uno lo tiene todo porque este país es este país y no el que figura en el pasaporte y que no creen en la tal soledad de la que uno tanto se queja. De este lado un grillo salta sobre un escalón del pasillo, produciendo un ruido sordo sobre el concreto, como si estuviera hecho de papel plegado.

Tarde o temprano la conversación muere (falsa alarma: en el vacío no hay más que ausencia) y una vez más uno se encuentra observando con excesiva atención la leve formación de hongos en el cielorraso sobre el aire acondicionado. Pronto será hora de comer. Luego el sol se pondrá y será mejor dormir, dada la inutilidad de la penumbra. Nada que hacer. Hay días así.

[ Destination Vertical — Masha Qrella ]

Una visita real

Ha habido un gran revuelo en mi universidad en los últimos días. Un día desaparecieron los camelios entre los cuales anidaban las arañas otoñales que parecían pender sobre nuestras cabezas a la entrada del edificio de mi facultad. Después Daniel, compañero de la clase de español que dicto los viernes, nos avisó que había sido invitado a conocer a los Reyes de España porque venían a Japón. Pasadas unas semanas, entendí que los camelios habían sido talados para eliminar posibles escondrijos de hipotéticos Gavrilos Princip, ya que Don Juan Carlos y Doña Sofía iban a pasar por la cafetería de nuestro bloque el miércoles, junto al Emperador Akihito y la Emperatriz Michiko. A falta de una pareja real en el campus, dos—y de países muy distintos.

Además de Daniel, algunas personas de países hispanoparlantes fueron invitadas a saludar a los monarcas y departir brevemente con ellos. Entre ellas no me encontraba yo, naturalmente, así que tuve que conformarme con agolparme junto a cientos de estudiantes y curiosos en una plazoleta elevada desde la cual podríamos avistarlos brevemente en su camino hacia la cafetería. En un movimiento inesperado de la turba corrí con suerte y pude hacerme a un lugar de visibilidad aceptable. El único problema: debía arrodillarme sobre el suelo mojado para dejar ver a los de atrás. Claro que por una ojeada a los famosos del periódico, las rodillas sucias y los tobillos entumecidos serían nimiedades.

Esperando, como todos.

El paisaje que se apreciaba desde aquella altura revelaba a la universidad muy distinta de como la conocía: de las bicicletas sin frenos que había que esquivar día a día no quedaba ni rastro, reemplazada por una plaga de agentes de seguridad con brazaletes y vigilantes con gorras de color fosforescente en las terrazas. Las ventanas de los salones habían sido cubiertas con papel y cintas de “peligro” y los balcones se hallaban clausurados. A mi alrededor la gente preparaba cámaras y celulares para probar suerte en la inmortalización del atisbo imperial. De repente aparecieron dos motos blancas brillantes. (“Oooooh.”) Después, un auto negro. (“¡Oooooh!”) Acto seguido, un pequeño grupo entró en escena desde un camino oculto. ¡Era la comitiva real! Las manos de la multitud, indecisas, se batían entre tomar fotos, aplaudir o saludar a sus majestades. La emoción en el público, una especie de calidez al saberse objeto de la mirada de estos cuatro personajes siquiera por un instante, era latente.

La mancha gris clara es la Emperatriz Michiko.

Entonces, los reyes y emperadores retomaron la marcha hacia el edificio y desaparecieron. La espera había sido fructífera, si por fructífero entendemos esperar treinta minutos bajo la llovizna para observar a la realeza de dos naciones en versión miniatura durante treinta segundos.

Ahora, mi conocimiento de lo que ocurrió al interior de la cafetería de mi facultad se reduce a lo que me han contado mis amigos y alumnos invitados al evento principal. Hubo saludos anacrónicos, sordera parcial y rumores sobre el perro de Obama. El espacio fue corto, y tras algo más de media hora el cortejo real emergió de nuevo, saludando con la mano a una nueva muchedumbre que una vez más se hallaba sin saber si saludar, aplaudir, aumentar furiosamente el zoom de sus cámaras o sostener sus sombrillas. En esta ocasión, Azuma, Sakaguchi y yo (que resultamos encontrándonos en la plazoleta tras la primera aparición de la corte) nos dispusimos en primera fila y los vimos… un poco menos pequeños.

Segundo intento de atisbar a la realeza. La mirada misteriosa es de Azuma. El impermeable verde sin rostro es el señor Sakaguchi. Llámenme Nadezhda.

La vida dejó de contener su aliento finalmente y las restricciones fueron levantadas tan rápidamente como habían sido impuestas. Los balcones volvieron a darles la bienvenida a los fumadores ansiosos. Las cortinas negras fueron corridas para revelar la noche que caía sobre la universidad. A la mañana siguiente había bicicletas destartaladas estrellándose por doquier, como en los viejos tiempos. Como aquí consta, mi colega Daniel ahora es famoso y sale en noticias redactadas por la agencia EFE. Los camelios siguen muertos y cortados en pedacitos. En su reemplazo reposa bajo el cielo gris un ajedrez sin contraste de parches de pasto, inexorable signo del progreso.

[ Comin’ Home Baby — Mel Tormé ]

Patchwork

Arrebatar una bolita de caucho de las manos de alguien. Forcejear con sus dedos hasta que cedan y la masa colorida afloje por algún lado para ondearla en lo alto y cantar victoria. Concentrarse en la empresa y caer sobre el enemigo sin pensar que la cabeza propia bien podría reposar sobre su pecho de no ser porque lo que en este momento une parcialmente a ese par de cuerpos es una forma primitiva de violencia. Una vez concluida la batalla volver a tomar distancia y retomar la conversación.

Sostuve un dedo de aquella persona, lo halé, escarbé entre una red de muchos de ellos para llegar a mi premio. Me aferré a él y las fuerzas me fallaron, arrastrándome hacia el torso del contendor mientras me negaba a soltar lo que me pertenecía. Entonces, con la pelota y los dedos hechos una única masa que iba y venía como una boya en un mar embravecido, tomé conciencia de aquella inesperada cercanía. No había tiempo de memorizar sus formas, ni tan siquiera la textura de su mano; lo único que importaba era aquella bola blanda. No obstante, sabía que en la lucha estaba contenido el único contacto físico que tendría en meses, tal vez años.

A veces me detesto por atesorar momentos tan nimios y prescindibles, pero no puedo evitarlo. En mi memoria voy guardando centímetros de piel ajena que se han quedado pegados a mis yemas y mi ropa, cosiéndolos pacientemente en una colcha de retazos accidentales. Así, dentro de una década o dos completaré una cobija sobre la cual dejaré correr mi mano y recordaré de manera muy precaria lo que se siente otro ser humano.

[ ひかる・かいがら — 元ちとせ ]

Die Goldbären von Bonn

Detesto tener nervios cuando me hallo a horas de ver al vecino. En este caso son más de diez horas. Mañana tengo que salir de mi apartamento, esquivar el cadáver de la mantis religiosa que yace en un escalón desde hace una semana o más, pasar frente al apartamento de Azuma, cruzar la calle en diagonal, subir unas escaleras y llamar a la puerta del 201. La excusa: un trabajo en grupo para la clase de jazz.

¡Y es que yo soy tan pero tan ingeniosa! Por Dios, no recuerdo tanta artimaña en mi cabeza desde que me regalaron dos boletas para Eurocine en la puerta de un edificio y corrí a decirle a un calvo que andaba jugando rol que no tenía absolutamente nadie a quién darle la segunda boleta. Y eso que esa estuvo bastante sencilla. Esta vez esperé a que por cosas de la vida Sakaguchi tuviera que cambiarse de puesto para poder ver una película y milagrosamente decidiera ubicarse justo frente a mí. La punta del dedo en su espalda; su nuca se contorsiona levemente. Una conversación en voz queda.
—¿Quieres hacer el trabajo conmigo?
—¿No te molesta?
—En absoluto.
—Bueno, ¿qué debo hacer?
—Tienes que escribir nuestros nombres en esta hoja.
Y el hombre resultó saber mi apellido y cómo se escribe. Qué cosa tan simple, y sin embargo, tan sorprendente. Fue como esa vez que alguien me llamó por mi nombre a la salida de clase de danza y me emocioné. Es una de esas raras instancias en las que uno recuerda que es un ser humano y no un amigo imaginario olvidado que ya no sabe de qué cabeza salió ni ante cuáles ojos se hace visible.

***

Ando confundida desde que mis encuentros con el señor Sakaguchi se han reducido a breves saludos a metros de distancia frente al edificio donde tomo la mayoría de clases. ¿Es este hombre tan rígido y poco sonriente el mismo que se bajó de su bicicleta en plena calle para darme un abrazo el día que me vio reluciente de jetlag, de vuelta en Tsukuba? Han pasado casi dos meses y ya Japón se le tragó los sentimientos que se había traído de Alemania como souvenirs. Seguro ya no recuerda lo que me dijo esa noche mientras comíamos pasta, que me trajo Haribo Goldbären de Bonn y me prestó tres CDs que no le he devuelto, o que solía elogiar las faldas que llevaba yo en verano. Seguro no recuerda que me invitó a ir en bicicleta hasta Kenkyuugakuen para ver cine en el nuevo centro comercial cuando lo inauguren.

Claro que en esa misma época fue que le dije que no me parecía bien que hubiera convencido a su profesor de dejarme asistir a su clase de alemán, que no planeaba salir a trotar con él, que me había dado pereza presentarme a su trabajo de los martes y que Kenkyuugakuen queda demasiado lejos como para ir en bicicleta. Supongo que me lo tengo merecido. Si después de terminar el trabajo salimos a almorzar al coreano del barrio, puedo darme por bien servida. Pero el coreano del barrio no abre los domingos.

[ 愛の病 — aiko ]

1+1=0

Han pasado muchas cosas en estos días de silencio. Muchas cosas que sumadas dan cero. Pasó, por ejemplo, que me di cuenta de que mi vecino me encanta. Hemos ido a diversos eventos gastronómicos y sociales juntos, pero no he notado absolutamente ninguna diferencia en su actitud para conmigo. Mejor dicho, creo que era más amable antes. Tal vez yo le gustaba hasta que se dio cuenta de que me gustaba a mí y ahora salió corriendo. O yo no sé. Hace mucho no caía en esta etapa de sobreinterpretación del comportamiento humano, así que estoy segura de que no he hecho sino embarrarla cada vez que me he visto frente a aquel hombre.

Ocurrió entonces que decidí mandar al señor Sakaguchi a freír espárragos en vista de la falta de resultados, olvidarlo del todo e ignorarlo si por casualidad me lo encontraba. La decisión la tomé ayer o anteayer mientras la tarde caía sobre las parejas que visitaban el festival de la universidad. Si bien es cierto que nosotros estuvimos a punto de ser uno de esos pares buscando algo de comer (empezó a llover y terminamos yendo a Subway), la absoluta falta de incentivos me llevó a rendirme.

Hoy en la tarde lo vi acercarse al edificio que yo estaba abandonando. Intenté hacerme la loca, tapada con la capota y aislada con los audífonos mirando al vacío, pero el señor hizo caras y gestos con la mano y terminé frenando para saludarlo. Es increíble la distancia que separa a dos interlocutores en este país—¿Cuántas personas podrían haber cabido entre nosotros?

Hablamos sobre el clima. Había huellas de gotas sobre su suéter negro.
(¡Cuánta nada creamos cuando estamos juntos!)
Eso sí que es japonés.

[ Brightly Wound — Eisley ]

La escasez nacional de banano

Hace mucho tiempo, cuando vivía en el dormitorio de Ichinoya, tenía una amiga que nos invitaba a Azuma y a mí a comer a su cuarto. Preparaba toda suerte de manjares típicos de su país y nos los ofrecía, así sin más. Un día decidimos devolver atenciones e invitarla a desayunar algo típico nuestro. Ella aceptó ir al cuarto de Azuma, donde la esperaban unos deliciosos huevos revueltos sobre pan tajado y agua de panela con leche. Pero entonces, sin habernos dejado servirle siquiera, sentenció:
—Yo sólo desayuno banano.
Y a los cinco minutos se fue.

A mi vecino, el señor Sakaguchi, le llamó la atención que yo mantuviera esta anécdota tan fresca en mi memoria pese al tiempo que ha transcurrido tras el infame suceso. Entonces anotó que él acababa de empezar una dieta según la cual sólo desayunaría banano y agua. Esto tuvo que decírmelo, claro, justo cuando me disponía a servirle tostadas francesas con tocineta recién preparadas por mí. No obstante, comió con gusto y no quedé viendo un chispero como cuando Azuma y yo terminamos viendo televisión educativa al no tener ánimos de hacer más. Pero no nos desviemos de lo interesante: el hombre que estaba sentado frente a mí estaba haciendo dieta. Y no cualquier dieta: la dieta del banano. Desde donde yo estaba sentada podía atisbar a través de un resquicio entre los botones de su camisa—y puedo asegurarles que el hombre no está necesitado de ningún régimen. Empero, el señor decidió que había comido demasiado durante sus últimas vacaciones en Bonn y la mejor manera de recuperar su figura—¿si así está mal cómo estará bien?—era desayunando banano con agua, tal como aconsejaban en televisión.

Ha tenido tanta acogida la dichosa dieta que en las noticias anuncian que el producto está escaseando en los supermercados del país. Las ventas de la fruta han subido un 70% y ha habido un incremento en los precios. Nunca antes había habido tanta demanda del banano como ahora, aseguran representantes de Dole. Japón es un país fanático de los regímenes y arrasa con todo aquello que los medios proclamen como adelgazante, sea lo que sea. El año pasado fue el nattou (fríjol de soya fermentado), ahora es esta poco emocionante fruta y quién sabe qué vendrá después. Yo no sé qué es lo que los tiene tan obsesionados con la pérdida de peso si la obesidad es un mal que prácticamente no los ataca. No conozco una dieta tan saludable como la japonesa, provista de verduras, pescado y arroz a granel. La variedad de pasabocas y dulces deja mucho que desear, lo cual sumado a la inexistencia de buen pan es garantía del éxito a la hora de privarse de antojos engordantes. Y sin embargo, ¿tienen que someterse a estos rituales?

Creo que algo les está diciendo a los japoneses que no es posible sentirse bien sin sentirse mal y que sólo en el sacrificio se puede encontrar la redención. La redención de qué, es una buena pregunta. El problema de las dietas no afecta sólo a este archipiélago; cada fascículo de las revistas alrededor del mundo es una nueva promesa de renacimiento con una nueva identidad, un nuevo yo sin rostro, un ideal numérico que mágicamente convertirá a hombres y mujeres en mejores personas, menos tímidas y más exitosas. Pronto saldrá un estudio rebatiendo las ‘milagrosas’ propiedades del banano, tal como hicieron con el nattou para decepción de todos. Entonces surgirá algún otro ‘superalimento’, como les llaman, y todos se abalanzarán a comprarlo a ver si esta vez sí funciona y por fin puedan ir a bañarse a la playa, o comprarse mejor ropa, o hablarle a la persona que les gusta.

Le pregunté a Sakaguchi si la dieta ha arrojado algún resultado hasta ahora. Él asegura que ha bajado barriga y se siente más saludable. Yo no sé de qué barriga habla, pero con tal de que no me rechace el próximo desayuno, qué le vamos a hacer.

[ Hey Bulldog — The Beatles ]

寿司

Anoche fui a comer sushi con el señor Sakaguchi. Los platos no pararon de aterrizar en nuestra mesa hasta completar dos torres altísimas y un par de estómagos satisfechos. Constaté que es posible tener gustos diametralmente opuestos frente a una comida aparentemente homogénea: a Sakaguchi le gustan los mariscos (resbalosos y gomosos) y a mí los pescados (más suaves y un poco ácidos al gusto).

El sushi de por sí no es desagradable. Lo desagradable para algunos debe ser la vista de un pedazo de animal muerto fresquito sobre un montículo de arroz. No obstante, el secreto del disfrute está en ignorar el mensaje de alerta que envían los ojos y hacerle caso exclusivamente a la boca. El mismo principio aplica para el cocido boyacense y el pincho de escorpión. Yo recomendaría empezar por los pescados, en especial el salmón y el atún (maguro), y a medida que se le va perdiendo el miedo ir experimentando con los mariscos y otros especímenes fascinantes. No se preocupe: en ningún caso se topará usted con ratones, perros o serpientes. Para eso hay que ir al sur de China.

He aquí algunas notas sueltas respecto de este platillo que tan popular se ha vuelto últimamente:

  • El erizo de mar (uni) puede llegar a saber asqueroso si se lo consume en el establecimiento equivocado. Aparentemente eso fue exactamente lo que hice yo.
  • El atún entre más grasoso más suave es. La suavidad es una cualidad muy apreciada por los japoneses a la hora de comer, por lo que el atún graso puede llegar a ser mucho más caro que el magro.
  • En Japón es no encontrará aquellos populares bocados con topónimos norteamericanos o estereotipos asiáticos (¿”ojo de tigre”?) que abundan en otros países, pero a cambio verá inventos pintorescos e igualmente estereotípicos como el sushi de tortilla mexicana, que es una flauta cortada y rellena con algo parecido a la salsa pico de gallo. Lo vi pasar anoche por la cinta transportadora y me convencí una vez más de que para los japoneses tomate picado + tortilla = México.
  • No se quede con los inventos extranjeros que contienen demasiados sabores mezclados. La simplicidad de un fruto de mar sin más condimento que el wasabi y la salsa de soya es todo un placer para el paladar. Note las sutiles diferencias de textura y sabor que cada variedad trae.
  • Tampoco crea que acá todo es exquisitez. Este es el único país que conozco donde el sándwich de papa es una opción perfectamente válida.
  • Variedades de sushi que no contengan carne de animal alguno: mayo-corn (maíz tierno con mayonesa), nattou (fríjol fermentado), kappamaki (rollo de alga, arroz y pepino) y el famoso inarizushi. El inarizushi consiste en una bolsa de tofu frito rellena de arroz. Suena simplón, pero vale la pena probarlo.
  • Japón todavía caza ballenas con fines de consumo bajo el disfraz de la investigación científica. No es muy común encontrar sushi de ballena (kujira), pero tampoco es del todo imposible. Yo lo probé.
  • La función del jengibre dentro del mundo del sushi no es decorativa ni de condimento. No debe ponerse encima de las piezas. Entonces, ¿para qué sirven esas láminas rosadas? Según Minori Honda, ex novio y experto en comida casera japonesa, el jengibre tiene propiedades digestivas. Por otro lado, el señor Sakaguchi asegura que cumple la misma función del pan en la cata de vino: limpiar el sabor de la boca entre bocados. La Wikipedia les da la razón a ambos.
  • No recomendaría comer sushi en un restaurante de comida panasiática. El orientalismo culinario nunca ha sido buena idea.
  • Comer sushi no hace a nadie más sofisticado ni más interesante. Cómalo porque le gusta. Y si no, pues no.

[ Velvet Pony — Psapp ]

挨拶/逃亡

Anoche fui a ver Good Bye Lenin! con los miembros del club de alemán (de cuya existencia no tenía idea hasta ahora) y algunos estudiantes de diversos niveles del idioma. Machiko, una compañera de clases, se alegró de encontrar una cara familiar entre el grupillo de desconocidos y me invitó a sentarme a su lado. Justo entonces ingresó al salón el omnipresente de mi vecino, el señor Sakaguchi. No sé por qué no cruzamos palabra pese a que se sentó cerca de mí.

La película terminó y hubo una sesión de preguntas para Herr Rude (mi antiguo profesor y encargado de estas noches de película). Machiko me susurró que tenía que irse de inmediato pero se contuvo en el asiento un rato más. Tras oír un intercambio de palabras sobre el muro de Berlín a lo largo del cual asentí y dije «ooooh» varias veces así me parecieran aburridísimas las observaciones, vi que Sakaguchi se acercó a hablar con un corrillo de representantes del club. Entonces me escabullí del salón sin siquiera ocurrírseme que podría esperar un poco y despedirme. Por el contrario, en mi cabeza apareció toda suerte de obstáculos para emitir un simple «adiós, nos vemos»—«De seguro está ocupadísimo hablando con esta gente, mejor no lo interrumpo»… «No voy a dar pie a malinterpretaciones dejando en evidencia que la extranjera lo está esperando»…

En Colombia es apenas natural saludar a cualquiera que se cruce por su camino y resulte familiar. La lógica del saludo se puede reducir a lo que decía mi tío mientras manejaba la camioneta de mi abuelo por las veredas de Puerto Boyacá: «a nadie se le niega una pitadita». Si usted lo conoce, lo saluda. Si no lo conoce y está en el campo, en un hotel o escalando una montaña, también lo saluda. A veces en un ascensor también. Si se lo encuentra en una reunión y le tiene cierto grado de aprecio, lo busca para despedirse o le deja saludos. Si usted está a punto de abandonar una reunión casera, tiene que pasearse por toda la sala despidiéndose uno a uno de cada familiar, amigo, amigo de amigo y familiar de familiar que quede. Si usted no saluda, no se despide o hace cualquiera de los dos demostrando un nivel de afecto inferior al que se cree tener, algo anda mal. En conclusión: en caso de duda, salude. ¡Recuerde las palabras de mi tío!

En Japón, sin embargo, el saludo depende de una serie de factores que aún no llego a entender. La frase japonesa equivalente a «buenos días» es válida a cualquier hora siempre y cuando se use la primera vez en el día que uno se encuentra al interlocutor. Asumo también que este interlocutor debe ser conocido, pues nunca he oído un «ohayou» del señor de la entrega de paquetes a no ser que realmente sean horas de la mañana, pero en este caso el saludo matutino es dicho en su modo formal («ohayou gozaimasu»). La venia puede sustituir el saludo (pero el saludo sin venia no va). Si uno ha saludado a alguien y se lo vuelve a encontrar, no puede saludarlo de nuevo. A veces hay una sonrisa fugaz o un gesto de sorpresa; a veces uno se hace el loco y sigue derecho. La despedida es aún más compleja: Según una profesora que tuve en Tokio, para no pasar momentos de incertidumbre al tener que despedirse dos veces, uno puede tomar un camino diferente al habitual y así evitar reencontrarse al ya despedido. Irse sin despedirse, tal como hice yo anoche, es una opción perfectamente válida bajo quién sabe qué circunstancias. En caso de duda, ¡huya!

Para los extranjeros que constantemente buscamos conocer nuestro lugar (o falta de él) en la sociedad japonesa, la adaptación comprende un proceso de desarraigo que en últimas nos deja en medio del agua y sin tabla de salvación. Damos brazadas creyendo saber adónde vamos pero ya no vemos ninguna playa en el horizonte. Desde las orillas nos observan muchos, pero nadie nos reconoce. Así pues, seguimos a tientas y bajo el sol, tragando agua salada convencidos de que algún día la punta del pie tocará la suave arena y podremos descansar. Ese día, empero, está muy lejos.

En el oscuro y silencioso camino a casa pude oír un debate en mi cabeza. Debí haberme despedido. Estuvo bien no haberme despedido. Es de mala educación ignorar así a la gente que uno conoce. Mala educación habría sido andar ahí de metiche buscando un adiós innecesario. La cabeza se me hace un caldo de tantas ideas contradictorias que voy acumulando en este lugar. Me gustaría que algo, algo fuera simple y claro en mi vida. Un mensaje directo. Un sentimiento recíproco. Un saludo—¡¿qué tan complicado puede ser un saludo!?

Pero todo es ambiguo acá adentro. En caso de duda, avanzo/huyo.

[ — ウルフルズ ]