Revelación (III)

El ser mujer en Japón es un conjunto de comportamientos impuestos que incluyen un solo tipo de apariencia y la constante demostración de debilidad y sumisión. ¿Y para qué? ¿Por qué son enseñadas las mujeres a ser mujeres de esa manera? ¿No existe una manera más libre e individual de serlo? O mejor dicho, ¿por qué debo convertirme en mujer?

Algo así nos dijo la señora que se nos acercó después de la aburridísima clase de Noboru. Él dijo que los estudios de género eran una pérdida de tiempo, pero para ella no lo eran tanto. Ella quería estudiar ese yugo, entenderlo para liberarse de él.

Revelación (II)

El Tsukuba Express atravesaba raudo la llanura otrora dominada por los arrozales. Noboru leía mientras yo examinaba la vista que ofrecía la ventana una vez emergida desde debajo de la tierra.

Cuando llegué a la prefectura de Ibaraki por primera vez, hace exactamente dos años, me llamó la atención lo baldío del paisaje a lo largo de la vía férrea. Pese a estar en Japón, un país en el que el 97% del terreno es montañoso, esta inmensa planicie me remitía inexorablemente al Midwest de Estados Unidos. Sin embargo, en el corto espacio de mi estadía en el campo, este se fue llenando de bloques residenciales. Cada salida a Tokio era un bosque de bambúes menos, un fragmento menos de inmensidad, una nueva pared en este laberinto de cajas, creciente y apretujado como espuma de levadura.

Noboru se puso a hablarme sobre un libro que estaba leyendo, pero el rugir del tren no me dejaba escucharlo bien. Entre frase y frase yo tornaba mi vista hacia el atardecer color azalea, atardecer que de seguro el ex tutor ignoraría, como lo hacen todos. La conversación se desgastó como un tizón de incienso y pronto el sol terminó de ponerse tras los edificios. De pronto, Noboru sacó unos papeles y me los entregó: eran tareas de los alumnos de su clase de español, a quienes nos disponíamos a ver esa noche. Habían escrito párrafos donde se presentaban y yo debía terminar de corregirlos.

A juzgar por la información presentada en cada hoja, los estudiantes eran en su mayoría adultos mayores. Algunos habían viajado a México alguna vez. Uno de ellos hablaba inglés, francés y holandés. Una había entregado un amasijo de palabras sin sentido que de alguna manera Noboru supo interpretar. Casi todos hablaban de sus achaques. Divertida, pasé las hojas y agregué conjunciones y signos de interrogación con esfero rojo. Entonces llegué al final de lo que prometía ser una página más:

Estoy enferma pero soy feliz.
Tengo cáncer de mama.

Noboru tomó los papeles apenas notó la reaparición de mis anotaciones en la cima de la pila.
—Oye, una persona dice que tiene cáncer…—comenté con una mezcla de perplejidad y pesadumbre ante la ligereza de la revelación.
—Ah, sí—asintió él con gravedad académica—, el cáncer es una enfermedad—
—Yo sé—, interrumpí.

El tren volvió a sumergirse bajo tierra. En la ventana no se veía más que nuestros reflejos pálidos rozando la oscuridad del concreto.

[ A Murder of One — Counting Crows ]

Revelación (I)

Hacía mucho tiempo que no veía a Noboru, mi ex tutor. El hombre que siempre me hacía pensar en lo insoportable que puede llegar a ser la vida para los habitantes de este archipiélago había desaparecido de mi vista tras su transferencia a la Universidad de Tokio. Sin embargo, de repente, me había contactado de nuevo y ahora nos dirigíamos en su auto hacia una estación del Tsukuba Express localizada en medio de una nada que rápidamente se llenaba de edificios residenciales. El vehículo atravesaba una vía estrecha y serpenteante para salir de la universidad donde me había recogido mientras sonaba algo de jazz, una tonada desconocida. De pronto su voz rompió nuestro musicalizado silencio con una revelación.
—Mi esposa quiso morir anoche.
La extraña construcción de aquella frase en español era una hermosa alfombra que cubría parcialmente el profundo abismo que pretendía mostrarme. Era un abismo que ya había visto bastantes veces, incluso de cerca. Este lugar está minado de cráteres sin fondo que hay que bordear con cuidado.
—¿¡Intentó matarse!?
—Sí. Dos veces.
Noboru hablaba en un tono más bajo de lo usual, pero sin exaltarse. Me explicó con amabilidad que su esposa había recurrido al popular método de asfixia por monóxido de carbono dentro de su carro y, cuando ello no funcionó (no me quedó del todo claro cómo se frustró el plan), se encerró en el baño para ahorcarse con un cable.
El auto avanzaba ahora en medio de dos filas interminables de gingkos desnudos.
—¿Y está sola ahora?
—Sí. Está durmiendo.
—Pe-pero… ¿no deberías estar con ella mejor? ¿No es peligroso dejarla sola?
—Sí—replicó él, impasible—. Pero hay que trabajar.

[ Peace Train — Cat Stevens ]

The Team

The Team

The Team

The Team

[ Crazy — Aerosmith ]

Mordacia mordax

—Si pudiera, abriría la boca hasta donde dieran mis mandíbulas y la encajaría sobre tu cabeza rapada.
—Deja de portarte como una lamprea.
—En Portugal son muy apetecidas. Se guisan en su propia sangre y se sirven con arroz. A los antiguos romanos les encantaban.
—¿Te das cuenta de por qué no quiero volver a saber de ti?
—Yo sólo quería hablar.
—Pues yo no.
—¿Todavía te gusta la música? Encontré unas canciones bonitas este fin de semana.
—…
—Tal vez no quieras probarme nunca más, pero al menos déjame pegarme a un vidrio desde donde te pueda ver.

[ Love Can Damage Your Health — Télépopmusik ]

Songino Khairkhan

Me han transferido a Ulán Bator. Estoy segura de que se trata de un error, pero la carta del Ministerio de Educación es clara y tiene mi nombre completo. Al parecer, por cuestiones de la crisis económica han decidido endilgarle el bulto estudiantil a países con más espacio y pensiones más baratas. Así pues, una vez obtenga la visa de Mongolia, procederé a repartir mis cachivaches, darme mis últimos paseos por Tokio y pedir mi último sushi de anguila. Ya estoy resignada.

Apenas me enteré de la noticia intenté obtener ayuda de mis padres por vía telefónica, pero la comunicación se cortaba misteriosamente en cuanto hacía mención del tema. Llamé entonces a Himura para pedirle en clave que me sacara de este entuerto, pero me dijo que soy una obsesa y estoy loca, y procedió a ignorar el timbre del celular como si no vibrara sobre su muslo. “Es una alarma”, les explicó fríamente a quienes le preguntaron si no iba a contestar.

El señor Sakaguchi, quien ante la inminencia de mi partida aceptó salir a comer conmigo, dice que no tengo de qué preocuparme, ya que Ulán Bator es una ciudad grande y respetable como cualquier capital. Pero la verdad es que él es un insensible y no le ha echado un vistazo a la desmoralizadora Wikipedia. Detrás de su amplia sonrisa se esconde el hecho de que el momento en que me suba al bus que me lleve al aeropuerto será el momento en que él borre mi existencia de su cabeza. Se preguntará entonces de dónde rayos salió aquel pequeño retrato de él hecho en tinta.

Tal vez no sea tan malo, después de todo. Los mongoles hablan como si en su lengua se vivieran reventando dulces efervescentes—¡siempre hay algo nuevo que aprender! Además los lácteos me encantan y la changua hizo parte de mi dieta durante toda mi época de colegio. Al frío sabré acostumbrarme tarde o temprano. La montaña de cebollas no puede ser un lugar tan terrible para vivir, si todavía hay gente que reside allí.

Dos años después, creo, retornaré a Colombia con el rostro ajado y el sabor del té con leche y sal en la boca. Habrá demasiada gente en la calle, demasiadas palabras inteligibles condensadas. La yo de hoy sabe que tendrá un impulso de soplar suavemente sobre las cenizas del amor perdido. Sin embargo, la yo de ese entonces habrá aprendido que los humanos no somos más que nombres en listas infinitas. Hemos inventado de todo para recordarnos, pero lo único que hemos logrado es mantener frescas las palabras. Más allá de eso, las cicatrices se desvanecen y renuevan orondas ante nuestra impotente vista miope que no puede trascender los océanos.

Había llamado a Himura con desespero, como si él hubiera podido hacer algo desde allá. Pero la verdad es que desde nuestro último beso nos habíamos convertido tan solo en aquello que nos permitieran las máquinas: voces entrecortadas, abreviaciones, pixeles. Da lo mismo que me vaya a Ulán Bator ya mismo: es pasar de un olvido a otro olvido.

[ I Get Along Without You Very Well — Chet Baker ]

Culinary Mishaps

Ayer derretí una espátula. No, no fue mi intención. Fue uno de esos accidentes divertidos, como cuando se fisuró un pocillo sumergido en agua caliente y por entre la raja empezaron a salir volutas de leche. Intenté levantar el artefacto y en mi mano sólo había medio pocillo.

Andaba poniéndole atención a un llamado de la naturaleza, una voz que me decía “papitas grasositas con mucha sal y salsa de tomate”, cuando de repente me di cuenta de que había un poco menos de la herramienta con la cual sacaba las papas del aceite. Claro, podría haber usado una cuchara para freír en vez de la espátula, pero resulta que en este hogar no hay sino un juego de cubiertos, un cuchillo filudo y un balde.

Himura se indigna al saber que no tengo intención alguna de invitarlo a conocer mis dones culinarios. Tal vez piensa que es producto de un exceso de feminismo mal llevado, pero la verdad es que dichos dones no existen. Aderezo las papas fritas con caramelo negro sin sabor y la leche al baño maría se convierte en agualeche con medio pocillo. De aquí jamás ha emanado el dulce aroma de las galletas recién hechas. Una vez tosté un pan en una cacerola, y le puse mantequilla, canela y azúcar, inspirada en una receta que me dio una antigua amiga en cuya cocina jugaba esgrima con las cucharas de palo—para su profundo disgusto. Eso me quedó bien. De resto, muchas veces no conozco el resultado final de mis incursiones culinarias puesto que el hambre es tal que me lo como todo a medio cocer.

Si a alguien se le ocurre algún día que vivir conmigo sería una maravillosa idea, le advierto: no me deje entrar a la cocina, o estaremos en apuros. Y si no que lo diga Minori, cuya cocina prácticamente incendié fritando berenjenas. Mejor encárgueme de los platos… los desocupo con gusto.

[ Silverscreen — Jesca Hoop ]

More Than This

No estoy cansada; estoy aburrida. No se me ocurre un buen incentivo para ir a clase. Supongo que necesito un kibbe como carnada para perseguir cual zanahoria colgada del lomo de un burrito. No sé por qué un kibbe y no una guayaba. Una guayaba también podría servir.

Voy al salón, me siento en un puesto escondido y me desconecto de la realidad. Antes me dedicaba a detallar los gestos de los estudiantes que entraban y se saludaban entre sí. Empero, con el pasar de los meses me he aprendido sus libretos y la obra que representan ya me aburre. Procuro llegar tarde, con eso me ahorro tres o cuatro minutos de mirar al vacío. En los setenta y cinco minutos que dura la lección me dedico a dibujar, a buscar palabras al azar en el diccionario o a hacer anotaciones en mi agenda. ¿Cuántos cuentos podría estar escribiendo ahora? No lo sé, pero no los estoy escribiendo y cuando al fin estoy libre tengo la cabeza tan llena de ruido blanco que ya no tiene caso ni preguntarme qué podría estar haciendo con mi tiempo en vez de cumplir con el requisito de asistencia.

A mi alrededor nadie se pregunta por el sentido de esta rutina. Todos—ya sean futuros biólogos, literatos, antropólogos o artistas plásticos—saben que su destino es entrar a una compañía y convertirse en seres de sociedad (“shakaijin”, 社会人), es decir, los típicos japoneses sin rostro que tiñen de negro la estación de Shinagawa en Tokio a las nueve de la mañana. La universidad comprende sus últimos cuatro años de libertad y, por lo tanto, hay que hacer buen uso de ellos. Hay que “hacer recuerdos” (“omoide tsukuru”, 思いで作る), un concepto tan desolador como su implicación de que, pasada la época escolar, nada más será digno de recordar por el resto de la vida. Así pues, los estudiantes cumplen el requisito de asistencia y de resto le entregan su vida a un club. El club, una actividad extracurricular que cumple las funciones de pasatiempo y hub social, se rige por una jerarquía que recuerda la estructura de las empresas (Azuma lo explica mejor aquí). Es ahí donde surgirán los dichosos recuerdos para atesorar: las incursiones en el alcohol y el sexo en medio de un calendario de eventos que hace ver a la academia como la verdadera actividad extracurricular. El proceso de robotización, palpable desde cuarto año de primaria (cuando los niños dejan de sonreír), se habrá completado para cuando reciban el diploma.

Nada se preguntan los jóvenes a mi alrededor. El salón parece una sinagoga, con los hombres a un lado y las mujeres al otro. A algunos les he preguntado por sus sueños: muy pocos tienen una respuesta que no apunte al mundo corporativo—y ese no es un sueño, es el futuro inexorable. No los culpo: a mi tutor lo desheredaron por dedicarse a la literatura latinoamericana en vez de engrosar las filas de zombies encorbatados durmiendo en los trenes. ¿Es que nadie se ha preguntado alguna vez si existe otro cauce para este río?

Algunos lo han hecho. Esas personas no viven en Japón, o no viven en absoluto.

[ Phonograph — Jesca Hoop ]

Fünke



¿Notan alguna similitud entre la foto 1 (Olavia Kite haciendo cara de Robin Gibb en la pampa argentina) y la foto 2 (el elenco de Arrested Development)? ¿Pueden explicar la causa de dicha coincidencia?

[ A Well Respected Man — The Kinks ]

味彩

Ajisai es un restaurante pequeñito recientemente abierto en Kasuga, un barrio de Tsukuba ubicado entre la universidad y un radiotelescopio. Es un espacio con apenas dos mesas cubiertas con manteles de caucho, manejado por una señora con fuerte acento de Ibaraki que abre cuando se le viene en gana. Por un precio bastante razonable, la señora sirve comida casera de tamaño decente y encima café o té con derecho a repetición hasta que muera la conversación entre todos los comensales y ella. Esta noche una de las mesas es ocupada por un estudiante de educación física, beisbolista, y uno de cultura comparada que no cesa de rascarse el pecho bajo la camisa. No vienen juntos, pero eso no impide que fluya la conversación.

En la otra mesa hay una pareja que conversa en inglés. El hombre, tal vez malayo, habla el idioma con elegante acento británico pero su japonés es sorprendentemente bueno. La mujer podría ser de cualquier parte. Su inglés americano brota a borbotones, inundando el vaso de agua y luego la bandeja con sopa de miso, arroz, omelette con salsa de tomate y trocitos de calamar. El deportista, exhortado por la patrona tras admitir que no entiende nada de lo que dicen, dirige una pregunta a la joven. Ella no se da por aludida y sigue hablando rapidísimo, gesticulando sin parar. Él insiste hasta que ella se da cuenta. Al principio no entiende la pregunta, su cabeza confundida con un idioma que lleva semanas sin usar.

—¿De qué país viene?—repite el deportista, seguido de un eco de ayuda por parte del interlocutor original.
—Ah, sí. De Colombia.
—Colombia…
—Suramérica—, ayuda ella.
—¿Y usted?
Esta vez la pregunta va dirigida al presunto malayo.
—Yo soy de la prefectura de Nara.
—Oh, su inglés es demasiado bueno para ser japonés.
—¿Verdad que sí?— la extranjera dice, sonriente. Es la única frase que emite sin titubear. Durante el resto de la conversación ella procura limitarse a reír y hacer comentarios cortos. No tiene mucha confianza en su dominio del japonés y lo vive olvidando. Además, le avergüenza hablar esta lengua frente al hombre que hasta hace dos minutos la escuchaba atentamente. No obstante, el estudiante de educación física y la dueña la bombardean con preguntas: ¿Qué le parecen los hombres japoneses? (“Demasiado tímidos”.) ¿Cuál es su celebridad japonesa favorita? (“Creo que los japoneses del común son más guapos”.) ¿Por qué vino a Japón? (“Me empezó a interesar la cultura japonesa por Dekirukana, pero llegué más que todo por suerte”.)

Un par de horas, dos tazas de té verde y muchos temas después, el beisbolista se abriga, paga y parte. Pide perdón por haber interrumpido la conversación de la pareja, gesto al que no se une la patrona; es obvio que lo que no se paga con dinero se hace manteniéndola entretenida. “Hasta una próxima ocasión”, se despide. Inmediatamente después, el malayo que resultó siendo japonés y la extranjera cuyo país de origen da lo mismo abandonan el recinto también.

—Me habías dicho que este era un restaurante casero, pero no sabía que lo sería tanto—, observa él desde un escalón al otro lado de la puerta corrediza. Ella aún le debe un recuento de sus vacaciones de invierno. Alcanzarán la medianoche en un restaurante familiar de cadena sorbiendo té y cocoa caliente. A su alrededor habrá mucha más gente, pero nadie los incluirá en sus conversaciones.

[ All My Friends — LCD Soundsystem ]