Una persona que comparta mi fascinación por la fábrica de donitas de la 15 con 97, que entienda que es mejor referirse a ellas en diminutivo porque son de lo más tierno que existe ahí flotando sobre la banda transportadora, y que no dude en desviar su camino a una cita importante por pasar tiempo observándolas en su recorrido de masita a manjar, tiene que convertirse necesariamente en aquella sobre cuyo pecho querré dormitar durante las películas. O dormitar sin importar cuándo. O estar.
Hoy escribo por necesidad. No, déjenme replantear esta frase. Lleno este rectángulo blanco por necesidad. Quedarme con el “escribo” supondría que tengo ideas y los voy a emocionar a todos con algo bien pensado y trabajado. Pero no. Esta vez saco cosas de la cabeza directamente y sin medirme: esta es la raya ondulante del sismógrafo.
No acabo de decir eso y ya me toca detenerme. Creo que acabo de correr para tomar impulso y me detuve al borde del acantilado. No hay adónde saltar ni cómo. Creo que perdí las palabras. No pasó mucho tiempo después de mi entrada al mundo corporativo y ya me adormecí con el zumbido de los computadores. Yo misma me dejé encerrar en un triángulo entre el afán, el tedio y el sueño. Y no es que el trabajo en sí sea lo peor que me haya sucedido porque la verdad es que lo hago de buena gana, pero me inquieta bastante el hecho de haberme alejado de todo lo que consideraba que me definía para cumplir con entereza mi labor de ejecutadora de órdenes. Pero el problema tampoco son las órdenes. Supongo que el lío es que este rectángulo blanco era yo y ahora está vacío.
No creo que la solución radique en abandonar este puesto y dedicarme a reflexionar para producir mi obra maestra. Tal vez todo sea como dice Andrés Gualdrón: cuestión de dormir menos. Qué importa empeorar la facha si eso implica recuperar lo de adentro. Quiero mirarme al espejo y no ver tan solo un cero corporativo. Eso es durante el día, pero ¿después qué? ¿Voy a dejar que se sigan pudriendo los pensamientos en mi cabeza?
Todo radica en mí, lógicamente. Tengo los elementos para superar la crisis. Por un lado, sé qué es lo que quiero (¿necesito?) hacer para mantener la cordura. Por otro, ya le cogí el tiro al contenido de esta rutina, más o menos. Con cierto gusto incluso. Ahora me toca tomar estas hebras separadas y aprender a hacer una trenza.
Cuando todo esto se acabe, me pregunto qué será lo primero que olvidaré. La sensación de sus besos, probablemente, o la configuración exacta de su pecho. De cada encuentro logro acumular apenas un puñado de imágenes que voy coleccionando como trozos de papel impreso encontrados bajo un fotomatón. Cualquiera diría al verlos que existe una vida continua en los espacios vacíos, que entre el queso roído en Amsterdam y las uvas neoyorquinas ocurrió algo cuando lo único que hubo fue ausencia. El final. Esta es la última vez. Esta sí es la última vez.
Me da miedo que el recuerdo de su mano se convierta en el deseo de su mano.
Estaba comiendo carne de cerdo en la sala de la casa cuando sentí una especie de piedra afilada deslizarse dentro de mi boca, rasgando las papilas. Abrí los ojos como platos, di un par de pisotones sonoros y finalmente dejé escapar un gemido. Creo que dije algo así como “aaa”. Dejé el plato a un lado y me puse a bizquear sacando la lengua. Rosa, una línea roja, una mancha roja. Agh. Es la segunda vez en menos de un mes. La primera estaba en Nueva York y me cavé un pozo en la parte de atrás. Era una especie de impresión de la muela, solo que no en yeso sino en carne.
No entiendo los movimientos involuntarios de la lengua. No entiendo cómo llega a interponerse entre dos filas de muelas vueltas dagas por el bruxismo del mismo modo en que un salaryman suicida se le manda a los trenes. Un saltito y sangre. Breve. La diferencia es que, mal que bien, la víctima sigue funcionando. Ya se siente adormecida, pero me toca reemplazar las eses por efes cuando hablo para no traer de vuelta el dolor. Mañana tengo un almuerzo importante y me va a tocar pedir un caldo por culpa de mi lengua con delirio de Prince of Persia. Prince of Persia que perdió el juego. Preff any key to continue.
Hoy cumplí años. Fue un muy buen día. Muy de madrugada, mis abuelos maternos llamaron a felicitarme y mi mamá me puso varias canciones de cumpleaños que encontró en YouTube. El taxista que me llevó a la oficina me cantó el Happy Birthday, mis compañeros decoraron mi puesto con bombas, mi jefa me dio un muffin y mi ex jefa, un bombón de chocolate. Recibí muchas llamadas y muchos mensajes, muchísimos más de lo que jamás imaginé. A la hora del almuerzo, Cavorite llegó a mi lugar de trabajo y fuimos por sándwiches y ponquecito. Hicimos un recuento del fin de semana —que estuvo fantástico—, notamos que nos veíamos lo más de bonitos, y nos reímos y nos reímos y nos reímos. En la tarde acompañé a mi jefa a una importante misión y luego cené con una parte de mi familia. Cuando llegué a la casa, pude comer (¡después de quién sabe cuántos años!) ponqué de mi abuela paterna y les conté esta misma historia a mis papás y mi prima, quien se quedó a dormir. Finalmente vine a la cama, me puse una pijama nueva y escribí esto que acaban de leer. Sencillo pero feliz. Hasta mañana.
Ayer recibí una llamada.
La voz, que no escuchaba hacía muchísimo tiempo, me dijo (sin saludar antes siquiera) una cantidad de cosas feas que yo debería haber interpretado como broma, pero dado que llevaba un buen rato sintiéndome mal, me dejaron peor. Peor o igual, no sé, da lo mismo. No sé ni por qué estoy escribiendo esto. Sí sé. Lo hago porque no puedo seguir evadiendo más este rectángulo blanco, así sea para llenarlo de querido-diario-estoy-triste. Lo he intentado, creo que ni siquiera conscientemente. Huir, jurar que tengo cosas más importantes que hacer, olvidar las palabras. Y sin embargo vienen la ira y la tristeza y qué diablos tienen que importarme a mí las horas laborales cuando es mi cabeza la que está a punto de estallar. Entonces vengo aquí a hablar de lo que la voz al otro lado de la línea consideraría nimiedades. O pruebas de mi fragilidad. Supongo que esta es la manera terapéutica de la voz de hacerme más fuerte. Ya he oído ese discurso antes. Eres débil: toma tu patada. Siempre son llamadas desde lejos para decirme eso.
Hoy aproveché que estoy enferma y no pude ir al trabajo para leer Chicken with Plums, de Marjane Satrapi. Amo el estilo tan sencillo de sus dibujos, pero creo que puedo saltarme las explicaciones al respecto. Lo que realmente me cautivó fue la historia, o más bien, el punto específico a partir del cual irradia toda la historia. Las razones son, obviamente, personales. Desde el principio me identifiqué con la relación de Nasser Ali con su tar. Lo veía sentado tocando y podía verme a mí misma sentada con mi ukulele.
Mi ukulele y yo llevamos más bien poco tiempo juntos, contrario a Nasser Ali y su tar, pero entendía perfectamente el significado de su pérdida. Me dolió mucho ver las viñetas donde salía el tar roto. Perder aquello que lo ayuda a uno a sacar la música de adentro es perder toda razón de vida, y quien se atreva a despojarlo a uno de algo tan importante es un desalmado que no merece ninguna clase de perdón.
Los días que pasé alejada de Tsukuba tras el terremoto estuve muy preocupada por la posibilidad de que algo les hubiera pasado a la guitarra o al ukulele. De hecho, eran las únicas pertenencias que realmente me angustiaban—en ese entonces; lo que ocurrió después es otra historia bien triste—. La arrocera se rompió y Asterios Polyp quedó chueco, pero el tormento real venía de la idea de perder mis instrumentos. En especial el ukulele, que el año anterior me había salvado la vida. Al instante de entrar al apartamento otra vez, vadeé por encima de los libros desparramados y el resto del desorden en el piso para verificar que estuvieran bien. Por el momento, nada más importaba.
Yo no sé si escribir sea lo mío; le doy y le doy a intervalos irregulares, es una constante ineludible y dolorosa de la que no hay mayor cosa que decir, pero la música realmente es mi felicidad. Chicken with Plums me recordó eso. Cuando terminé el libro, como quien despierta de una pesadilla, vi el ukulele sano y salvo al otro lado de mi cuarto y me sonreí. Qué alivio, y qué felicidad que sigamos juntos.
Este post es solo para avisarles que ahora trabajo en una oficina. Sí, oficina. Con horarios y órdenes que cumplir y correo corporativo. A los hacedores de conocimiento que esperaban el momento de mi graduación para pretender mi amor sin caer en el ridículo de perseguir a una niñita de pregrado: Lo siento. Ya no me encontrarán enarbolando la bandera de alguna causa desde la comodidad de los templos del saber o pinchándome la barbilla con la mano en gesto analítico; ahora soy un ser de arroz con atún en lonchera, hojas de Excel y estampidas humanas en Transmilenio. Entiendo si se desilusionan. Pueden retirarse ya.
Esta es la historia de un recién egresado de literatura que se creía demasiado exquisito para la sociedad por haber cursado un pregrado en humanidades. Un día entró a trabajar a una oficina, vaya usted a saber por qué, y se indignó porque tenía que recalentar su almuerzo en un microondas rodeado de señoras bajitas y flacas con el pelo teñido de rubio cenizo excesivamente alisado y blusa blanca embutida dentro del pantalón ajustado. Muchas cosas pasaban por la cabeza del joven mientras miraba su recipiente de plástico dar vueltas entre la caja iluminada. Pensaba en el libro que estaba en mora de escribir, en los cafetines de Buenos Aires que no estaba frecuentando para empaparse de verdadera cultura y escribir dicho libro, en el asco que le daban todos aquellos que ni por un instante habían contemplado las bondades de the life of the mind. Valdría la pena preguntarse, empero, por qué este artista en ciernes no empleaba sus horas libres en hacer el manuscrito que lo llevaría a la gloria si tanto lo desvelaba el asunto. El microondas pitó. Mientras tanto, en Buenos Aires, un señor llegaba a un cafetín, pedía una porción de queso roquefort y leía las noticias deportivas bajo el rostro luminoso y cuadrado de Susana Giménez.
Este blog debería contener algo mejor que el diario inútil de una persona que no existe.