Un cerebro en un frasco y otros dolores

Hoy mi cerebro flota libremente en un frasco lleno de líquido. Desafortunadamente ese frasco viaja en un camión sobre una carretera destapada. Pa-pum, pa-pum, hace el camión sobre un hueco. Clinc, clinc, clinc, hace mi cerebro contra el vidrio del frasco. Los golpes duelen pero no sé cómo pedirle al camionero que pare, si el camionero soy yo.

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Ayer en la tarde se hizo claro el punto de donde irradiaba todo mi dolor. Era un gigantesco clavo que atravesaba una de mis vértebras lumbares y desde el cual emanaban rayos que se derramaban lentamente por mis muslos hasta mis rodillas. Intenté distraer de mi mente la presencia de tan incómodo pedazo de chatarra, pero los rayos se extendieron por la parte superior de mi cuerpo y empecé a preguntarme: si me cortaran la cabeza, ¿perdería el cuerpo o perdería la cabeza? ¿Podría aliviarme la cabeza quitándome el cuerpo adolorido? Pero el hachazo tendría que doler todavía más. Además sería justo sobre la garganta, que no me estaba doliendo en absoluto. ¿Y si fallara al primer golpe como el remate del seppuku de Mishima? Se convertiría en algo así como la escena del sacrificio del búfalo en Apocalypse Now. Y entonces me moriría y no habría servido de nada porque ya no sentiría dolor pero tampoco alivio.

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Tenía ganas de escuchar “Miss Misery”, de Elliott Smith, pero el sonido se fue desintegrando y se convirtió en arenas que se metían en las náuseas y me hacían más insoportable la incomodidad general. Cerré los ojos para apagar la canción, le di la espalda, deseé que se acabara la batería del computador. Las náuseas iban y venían. La marea del mareo. Logré evadir la tormenta con intervalos de sueño, pero en la noche resulté lidiando con un casco de dolor que me recubría la cabeza. No era la misma sensación de ahora —clinc, clinc— sino un colador de espaguetis metálico que no cedía a la presión de los dedos. Rogué por el fin de todas las luces y me agazapé bajo las cobijas.

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Desperté. Ya no tenía fiebre. Me incorporé en la cama, convencida de mi mejoría total. Clinc, clinc, clinc.

Tenemos miedo

Tenemos miedo de escribir. Tenemos miedo frente a una ventana pintada de rascacielos, sobre un arrozal enlodado, detrás de un escritorio tapizado de pendientes. Tenemos miedo porque a dos pasos de distancia alguien lo hace mejor, o por lo menos sí tiene algo que decir. En ellos hay pasos dados y proyectos en desarrollo y tertulias entre creadores en cultivo y estoy-en-el-mejor-momento-de-mi-vida. Mientras tanto yo —cada yo de este nosotros— tengo que luchar contra la libertad de buscar cualquier cosa entre el mar inmenso que se me ha dado. No quiero-no puedo-no quiero.

Alguna vez estuve en un círculo de creación literaria. Bueno, eso suena muy pomposo. Éramos solo cuatro (¿cuatro?) amigas de la universidad que nos poníamos tareas cada viernes y las leíamos a la hora de almuerzo. Como ninguno de mis intentos logró captar la atención de la Premio Nacional de Poesía que era una de las participantes —y creo que de nadie en general—, decidí que lo mío no era escribir y relegué al blog mis impulsos de contar cosas. No mucho tiempo atrás me había resignado a que lo mío tampoco era dibujar, así que para el final de mis días en Los Andes yo me había reducido a un manojo de inseguridades con ínfulas de japanofilia. Mi última y secreta esperanza era obtener la aprobación de un mítico personaje de Internet, pero sin textos que ofrecer eso no iba a ocurrir jamás. Corrijo: sin textos que ofrecer eso no va a ocurrir jamás.

No sé a qué iba con esta historia. Ah, sí: el miedo. El miedo a escribir es mucho más común de lo que pensaba —yo que me creía la única cobarde, o al menos la más cobarde de todas (aunque esto último sí puede ser verdad)—. Sin embargo, ya empiezo a sentirme bastante ridícula cargando con este temor. Esto no necesariamente quiere decir que esté tomando la decisión de hacer algo al respecto; es decir, llevo dos posts desvariando alrededor del tema, el equivalente escrito de las reflexiones de los futbolistas en Supercampeones antes de patear el balón. Lo único que sé, por lo pronto (y no sé si con alivio), es que somos varios los que miramos a lado y lado y vemos que por allá todo es bueno y aquí qué, aquí qué.

Inner Peace

Mi nuevo trabajo —que ya no es tan nuevo, ahora que lo pienso— exige que yo lea insultos todo el tiempo. Los insultos no van dirigidos a mí pero es mi responsabilidad recibirlos. A veces termino disgustada porque la gente se queja por pequeñeces o siempre hace el mismo chiste malo o encuentra maneras cada vez más creativas y asquerosas de morbosear al personaje cuyas redes sociales administro. Así pues, consciente de que mi vida actual requiere una dosis enorme de paciencia, he decidido reducir al mínimo las fuentes del mal genio. Esto en principio no es demasiado difícil en un ambiente de trabajo tan divertido como el que me ha tocado en suerte, pero de todas maneras hay que hacer lo posible por conservar la paz interior para no terminar deseando que tres cuartos de la población tuitera se electrocuten con el mouse por trinar tantas idioteces.

Así pues, estoy intentando adoptar una estrategia de optimización de la calma. Se trata de algo sencillo, de pequeños cambios efectivos —aprendí en un trabajillo extra que es más factible obtener respuestas positivas cuando se trata de cambios pequeños acumulativos—. Por ejemplo, ¿sí han visto a las personas que abandonan Twitter del todo porque les produce estrés innecesario? Bueno, mi propuesta es mucho menos drástica —en parte porque necesito mantener una cuenta personal activa para no enloquecer con la del trabajo—: dejar de seguir gente y ya. Una ventaja que tiene Twitter sobre la vida real es que uno no tiene que verle la cara de bofe a toda esa gente que escribe como si siempre tuviera cara de bofe. ¡Y se pueden eliminar del día a día! Es así de fácil.

Otro aspecto del plan ha consistido en retornar a las fuentes básicas de felicidad y satisfacción: comer bien, buscar espacios para compartir con gente agradable, practicar música todos los días. El ukulele es esencial. Hasta ahora el plan ha funcionado a las mil maravillas (salvo al momento de abordar un Transmilenio lleno como frasco de encurtidos). Sin embargo, las inquietudes silenciosas aún quedan guardadas al fondo como la amenaza invisible del coral filoso al fondo del mar. Sorteo las olas pero apenas pongo pie en tierra me hieren las preguntas. ¿Hasta cuándo seguiré dilatando la espera? ¿Cuándo me tiraré finalmente al abismo y haré algo de verdad? Toda la vida he sabido lo que quiero y, sin embargo, he preferido que el miedo me relegue a una nada rutinaria para conseguir que los días pasen como páginas de un libro sopladas por el viento. De prisa y sin que nadie las lea.

Ahí va entonces otro ítem para la lista de pequeños cambios necesarios, solo que abandonar el temor sería un cambio inmenso. Acobardada sigo vadeando, preocupada por la violencia de la superficie del mar para no pensar en las corrientes profundas. Mientras me mantenga congelada en esta orilla —¡la cómoda seguridad de la inutilidad!—, seguiré lejos de encontrar la paz interior.

Missed Appointments

Michel Houellebecq se perdió. Lo esperaban en una reunión y nunca apareció. Lo llamaron y no contestó. La gente debe haber temido un final funesto al estilo del del creador de Crayon Shinchan, que inexplicablemente se fue por un barranco en un parque. O como al dueño de la compañía Segway, que por darle paso a una señora montado en su aparatito rodante también se fue al fondo de un abismo entre las rocas.

Otro Miguel en otra época, Michael Jackson, tampoco llegó a una reunión importante. Se quedó dormido y gracias a eso la nariz se le siguió desmoronando durante ocho años más en vez de tener que tirarse él de un edificio en llamas. El 11 de septiembre simplemente no era su día.

Divagación indigesta

Extraño mucho el arroz con curry japonés. Bueno, tal vez no en este preciso instante puesto que estoy a punto de vomitar un curry “tailandés” de un popular restaurante “asiático” bogotano. Supongo que debo anotar que no fracasan del todo los dueños de esta franquicia: la evocación asiática se logró en cuanto a que el malestar que tengo ahora podría equipararse en cierto modo al que me mantuvo al margen de todo manjar en Bangkok. La diferencia es que en Tailandia me enfermé mucho antes de darle un primer bocado a cualquier cosa, y aquí fue la comida la que me enfermó. Siento que no voy a poder volver a darle nada sólido a mi estómago en mucho tiempo.

Quería escribir acerca del kare raisu que preparaba Minori y el que servían en las cafeterías de la Universidad de Tsukuba, pero el dolor —y la vívida evocación de ese potaje grasoso color anaranjado que me comí al almuerzo— no me deja. No obstante, mi estómago aún tiene el criterio para anhelar (¡pese a todo!) un buen curry con tonkatsu del viejo cocinero de Ichinoya, mi dormitorio-cárcel.

Bueno, no es más porque no puedo más. Deséenme suerte esta noche.

El Portal de la 80

Frente a la entrada al Portal de la 80 en Bogotá hay un puente peatonal. Está rodeado a cada extremo por una especie de feria callejera que se transforma a lo largo del día. Por la mañana son solo los vendedores de yogur con cereal, minutos a celular y periódico, pero al caer la tarde el aire empieza a oler a manteca y se prenden luces de neón bajo las sombrillas. Aparecen entonces comediantes con su público repartido en tres bancas, cantantes terribles que suenan durísimo pero nunca se ven, y el fondo de música electrónica para animar el perro caliente con gaseosa en caso de que el resto de ruido falle. Esto, en el extremo norte. El extremo sur, que en la mañana solo reúne trabajadores que luchan a muerte por un taxi, cuenta en la noche con ventas de ponquecitos de tracción a pedal y un mostrador de ropa al aire libre. No cuento esto con mucho agrado: la verdad es que me molesta el desorden, aunque prefiero esa caótica presencia de vida antes que tener que cruzar la avenida desierta.

Cada vez que me encuentro bordeando la ropa bajo la rampa del puente, tengo un dejà-vu que me deja parada en una avenida en el distrito de Siam. Encima de nuestras cabezas pasa el Skytrain, cuyas estaciones me recuerdan —ahora, no entonces— las del metro de Medellín. Es de noche; no se puede transitar por el andén porque está completamente invadido por rejas cubiertas de ropa y relojes, además de sus respectivos compradores. Los puestos son exactamente iguales a aquel del puente que acabo de cruzar. Incluso la iluminación más bien pobre es igual. Es como si ese pasadizo a la entrada de mi barrio fuera una ventana hacia otra dimensión, otro tiempo. En el tiempo de allá voy sola y estoy enferma. Vine a esta ciudad a comer, pero escasamente me ha cabido un postre de arroz con mango. Me he dejado timar de un conductor de tuk-tuk, pero al final a él le toca llevarme a una droguería y regalarme una barra de mentol porque yo ya no puedo bajarme de su vehículo a ver las joyas rebajadísimas y los Budas de barrio. No es un paseo en el que haya aprendido gran cosa, tal vez por la falta de lucidez. Traje un libro nuevo pero la fiebre no me ha permitido leerlo.

En este lado de la ventana se ve pasar el mismo libro. Tiene las esquinas gastadas y una postal metida entre las páginas. Alguien le propone a alguien más volver a una ciudad de techos rojos con chimeneas. No es a la persona de este lado ni la del otro; se necesita pasar por otros sitios —otros puntos en el tiempo y el espacio— para vislumbrar ese yo con el que el remitente quisiera viajar en un futuro. Cabe anotar que ese futuro tampoco pertenece a ninguna de las dos caras de la ventana, pero la postal hace caso omiso y deja la invitación abierta. Doy unos cinco pasos durante los cuales sé que estoy pensando exactamente lo mismo allá y acá: que este lugar tiene un doppelgänger en las antípodas. Mi asombro se suma a las similitudes del paisaje.

Al sexto paso, la ventana se cierra. La melaza humana que me envuelve desaparece. Mis huesos ya no amenazan con desmoronarse en cualquier momento. Lo único que permanece es el libro. Me agrada la sensación, aún con el desconcierto que trae. Me gusta saber que cada vez que vuelvo a mi casa, por un brevísimo instante, estoy en Bangkok. O que esa vez que estuve en Bangkok casi vuelvo a mi casa, pero no alcancé a cruzar el Portal (Interdimensional) de la 80.

Sia

Pienso en ella todo el tiempo. Pienso en ella porque hacerlo es como pensar en mí misma. Y la verdad es que tengo miedo de escribir al respecto porque temo ser incapaz de abarcarla en un par de párrafos. Pero no me refiero a ella, la rubia guardiana de los perros novia de JD Samson, sino a la voz, la voz. La voz que fue mi propia angustia durante diez horas de vuelo sobre Eurasia, la que fue los Alpes y los trenes y los ríos y quien me esperaba al otro lado. Desde que la conocí, Sia ha representado la musicalización de todo lo que ocurre dentro de mí.

Ahora creo que tal vez debería hablar de ella —ella— también, porque si bien siento que su música soy yo, yo definitivamente no soy ella (¡pero cuánto quisiera!). Ella, Sia Furler, la australiana que no teme olvidar la letra de sus propias canciones en concierto. O que no le tiene miedo a nada, más bien. Embute la cabeza en una bolsa de malla para un video, se disfraza de una cantidad de cosas absurdas, se raya la cara, deja que las disqueras la despidan antes de hacerle caso a algo que no sean sus propias emociones. Sia va y vuelve de la dicha a la tristeza a la dicha, y en ese oleaje es posible verse uno mismo reflejado y asociar su propia marea a la de ella. Entonces se hace cercana e indispensable.

Cuando la escuché por primera vez, por recomendación de una amiga, recuerdo que me advirtió “no sé si me gusta o no”. Yo lo dejé así por un tiempo, qué es esto como tan raro no lo sé averigüemos después, pero al adentrarme un poco más con cautela playera caí irremediablemente. Y aquí estoy. Rodeada de ella, viviendo en ella, tratando de explicarla sin mucho éxito. No resta sino dejarla en manos de ustedes, a ver si su mundo también alcanza a teñirse de la voz de Sia.

Sia – I’m in Here from David Altobelli on Vimeo.

A los viajantes

Cuando den el paso en el vacío y ya no puedan devolverse por estar cayendo en picada, abran los ojos y observen el abismo al que se entregan. Con el viento en la cara no habrá tiempo de pensar en el miedo, y en la transformación de las distancias descubrirán que la oscuridad no es tal. Seguramente en el camino las ramas secas les rasguñarán la cara y tal vez se partan más de un hueso contra los peñascos, pero cada herida es una enseñanza para el siguiente tramo; cada cicatriz, una lección aprendida. Sepan de una vez que nunca volverán al risco del que partieron. Más adelante lo volverán a ver, pero será desde otro ángulo muy diferente. No le pregunten a nadie cómo será todo allá abajo; no se puede viajar con ojos ajenos. Dense el lujo de no pedir más certezas y armen su propio mundo desde la nada. Por último, permítanse un tumbo en el estómago, pero solo uno, en el instante de notar la ausencia del suelo firme. Después de eso no quedará más sino sonreír al saberse volando.

Postfeminismo

Vivimos en una época en la que podemos darnos el lujo de decir que ya trascendimos el movimiento feminista y no lo necesitamos más. Sin embargo, no por eso debemos olvidar de dónde venimos. Hemos tenido que hacernos grandes preguntas para poder llegar a las pequeñas. ¿Quiero levantar pesas? (¿Puedo hacer deporte?) ¿Quiero dirigir un país? (¿Tengo voz y voto?) ¿Quiero pagar mi parte de la cuenta? (¿Tengo independencia financiera?) ¿Quiero ser científica o astronauta? (¿Puedo estudiar?) ¿Quiero hacerle la cena y plancharle la ropa al hombre que me gusta? (¿Acaso la palabra no es “debo”? ¿Puede gustarme una mujer?) El feminismo nos ha traído opciones donde todo lo que teníamos eran deberes.

Betty Friedan cuenta que, durante la segunda guerra mundial, las mujeres norteamericanas llenaron los vacíos que dejaron los trabajadores de las fábricas que fueron reclutados. La propaganda hizo que la fuerza bruta en la mujer no fuera indeseable en esa época. Una vez terminada la guerra, empero, los hombres tuvieron que retomar sus puestos y las mujeres debían dejárselos. ¿Cómo lograrlo? Fácil: convenciéndolas de que encerradas en una urna de cristal llena de electrodomésticos serían reinas. Una campaña sumamente efectiva, si tenemos en cuenta que todavía creemos que el trato caballeroso es deferencial y no condescendiente, y que no deberíamos intentar sobreponernos a nuestras desventajas biológicas. Un error común al hablar del movimiento feminista es pensar que su objetivo es hacer que la mujer sea igual al hombre y ver esto como algo malo. Posiblemente esto derive de las asociaciones negativas que conlleva la masculinidad, como la violencia física. No obstante, ¿por qué tiene que ser tan malo querer lograr lo que ellos han logrado? Ninguna mujer correría una maratón hoy en día si Kathrine Switzer no hubiera creído en 1969 que podía hacer lo mismo que los hombres.

¿Para qué queremos el poder? No necesariamente para convencer incautos y llevar el mundo al caos. Queremos el poder para tomar nuestras propias decisiones, ya sea sobre nuestro cuerpo o en el ámbito político. Queremos el poder para que nuestros roles e intereses no nos sean impuestos y para que el día que queramos demostrar que somos capaces de algo, de lo que sea, nadie nos diga que por ser lo que somos no vale la pena. En ese sentido, aún distamos mucho de poder considerarnos una sociedad postfeminista.

遠距離

La cama de Cavorite en Ginebra era muy angosta. Tanto así que la primera noche que pasé allá soñé que estábamos laminados y éramos páginas de un libro. Dicen que en Japón todo es pequeño pero yo creo que algunas cosas en Europa lo son más. Esa cama, por ejemplo, y el espacio alrededor del comedor. También el ascensor, una cabinita cuya puerta de madera uno debía fermer doucement. Y las distancias. Solo había que desear estar en Francia para aparecer allí. Lo sé porque yo lo hice.

Dicen que en Japón todo es muy pequeño pero en realidad las distancias son inconmensurables. Uno puede pensar en cualquier lugar y de una vez sabe que está demasiado lejos. Puede pensar en el corazón de cualquier persona y ya sabe que nunca podrá alcanzarlo. Uno es una especie de Alicia que excede los límites de la ducha y las mesas en soledad pero se vuelve diminuto a la hora de trazar una línea entre isla e isla.

En este momento me encuentro en un punto en el que, de nuevo, se abren brechas oceánicas frente a mí. Solo se me ocurren metáforas ridículas para mi situación: un pingüino montado en un iceberg que flota lejos del hielo continental. Pero yo no soy la que se va. Un pingüino mirando a otro pingüino flotar en un iceberg desde el hielo continental. Desearía aparecer instantáneamente al otro lado, pero esto no es tierra de traboules mágicos. Claro que tampoco es el arrozal del aislamiento infinito, así que tampoco tengo por qué sentirme así de impotente. ¿Y entonces?

Na-da-remos, na-da-remos.