Aceitunas

De las aceitunas me gusta todo, incluyendo la palabra. Aceituna. La sola palabra da hambre. En 2010, Yurika me llevó a Shodoshima, una islita en el Mar Interior donde las calles estaban bordeadas de olivos. Bajamos un par de aceitunas de un árbol y las probamos. Eran amargas. Es increíble cómo esas bolitas incomibles se convierten en el mejor manjar que un frasco pueda contener. Negras, kalamata, verdes. Rellenas de pimentón, de anchoa, de salmón, de queso, de pepas. En el Strip District de Pittsburgh hay una tienda de todoslosquesosdelmundo donde además tienen baldados de aceitunas de todo tipo para que uno se sirva las que quiera. Cavorite llena un recipiente de plástico con esas perlitas y luego se las echamos a la ensalada. Qué felicidad.

En estos días estoy trabajando para un vendedor de aceitunas californianas. Es un poco duro porque el señor llega a la reunión de negocios y de repente saca un montón de frascos y latas y yo quisiera abrirlos ahí mismo y comérmelo todo todo. Si pudiera acabaría hasta con las rodajitas negras, esas que los tacaños de Subway en Japón tenían la delicadeza de contar mentalmente cuando uno pedía. Hay un total de 4 rodajitas de aceitunas negras en cada sándwich de Subway pedido en sucursales japonesas, máximo 5.

Recuerdo que Yazan, el sirio de mi clase de japonés, me trajo una vez un frasco de aceitunas saladas del olivar de su casa. Fueron un tesoro maravilloso que perdí en la mudanza a Tsukuba. A veces no es bueno dosificar las viandas.

El señor con el que estoy trabajando está casado con una griega. Yo le cuento que mi mamá estuvo en Grecia dos veces y nos trajo un montón de aceitunas. Quisiera que volviera allá para que nos trajera más. Claro que podríamos ahorrarnos lo de los pasajes aéreos de mi madre si el señor me entrega ahora sus frascos. O podría, mientras el señor termina de concretar sus negocios con los dueños de las grandes superficies, bajarme de estos tacones que ya me tienen las piernas temblando de dolor y correr a un supermercado a premiarme con aceitunas, aceitunas, aceitunas. No serán tan ricas como las que compra Cavorite o las que me dio Yazan, pero algo es algo. De solo pensarlo ya siento la felicidad.

Get Out of Your Head, 2

A mi página de Facebook llegó un mensaje muy bonito el año pasado —es decir, hace casi un mes—. Hablaba de Amélie Nothomb, de “Un tal Lucas” y de mi problema de concentración. Tenía incluso fotos de los textos a los que hacía alusión. Conmovida, le respondí (un poco tarde), pero Facebook me dijo que el destinatario no existía. Por eso escribo este post.

Después de hablar de mi seria dificultad para enfocarme en una sola tarea recibí varios comentarios por distintos medios, algunos contándome su caso, otros sugiriendo métodos para sobreponerme a este mal. A todos les agradezco mucho, me dieron mucho que pensar y me ayudaron a analizarlo para darle solución. Además me invadió una sensación un poco cursi, algo como “oh, sería capaz de darles abrazos a todos por tomarse el tiempo de hablar conmigo de esto”.

Después de mucho cavilar, me di cuenta de que la respuesta estaba en mis narices —no literalmente: sobre mis narices solo hay un par de gafas que se resbalan si me agacho—. ¿Recuerdan mi consigna de año nuevo? Pues ahí está. Ir de a poquitos. Las cosas no se ven tan escalofriantes repartidas en porciones más pequeñas. Por otro lado, y respaldando la anterior afirmación, me encontré con el método de productividad de Jerry Seinfeld, que me pareció buenísimo. Se trata de ir marcando en un calendario una X por cada día en que uno hace sus tareas propuestas. Las X van formando una cadena en el calendario, y la gracia es no romper la cadena sino ir alargándola lo más que se pueda. No puedo creer que algo tan sencillo sea tan efectivo. Todavía no soy la máquina de la productividad, pero mi cuarto está más ordenado y he estado entregando mis trabajos más o menos a buen ritmo. Ahí vamos, ahí vamos.

Por cierto, guardé en un archivo la respuesta que iba a mandar por Facebook para cuando tenga adónde enviarla por otro medio.

Crónica de oootro adiós

Madrugué. Tenía los ojos lo suficientemente hinchados como para dificultarme la postura de los lentes. A las 5:30am llamé un taxi, a las 5:40 llegó, me fui sin despedirme de nadie y a las 5:50 ya estaba en el aeropuerto. Hice la fila —que no era mi fila— cinco veces. Había una raya en el piso tras la que siempre aparecía una auxiliar de gafas gruesas a preguntar “cuántas maletas” y que marcaba el punto donde yo debía devolverme a empezar la espera de nuevo porque no me gusta decirle a la gente “pase, pase, pase” durante quién sabe cuánto tiempo. Él llegó a las 6:20, justo a encontrarme tras la raya y con la señora lista para preguntarnos si registraría solo una maleta, que si él era residente y que si no era residente entonces qué hacía allá. Se miraron raro la señora y él hasta que interrumpí: “es estudiante”.

En la fila apareció una niña que estudió conmigo en el colegio y que ahora vive en otro país. Digo “niña” porque a las del colegio siempre las llamaré así, pero en realidad era una ejecutiva de mirada impaciente y paño negro sobre los jeans. Quise saludarla porque me caía muy bien pero recordé que la gente del colegio no suele reconocerme ahora. Me limité a mirarla hasta que terminó la espera del check-in.

Desayunamos en uno de los dos restaurantes que tiene el aeropuerto. Tres si contamos esa extraña tienda de lácteos. Nada tiene sentido en ese terminal. Parece un centro comercial de lujo sin ninguna tienda útil y del que coincidencialmente salen aviones. Después de comer nos despedimos con el beso breve de quien se va y vuelve ahorita.

Aquí —volviendo a la casa, diciendo otra vez adiós pero por teléfono, lagrimeando un poco al preguntarme mi mamá cómo me fue— debería hablar de la ausencia desgarradora, del vacío. Debería sentir todo eso, de hecho; incluso me preparé para ello. Me puse a ver Annie Hall como para sincronizarme con la pérdida de Alvy Singer, pero en la mitad de la película apareció él en forma de texto.

—¿Houston?— pregunté.
—Y no tenemos ningún problema—, respondió.

La verdad es que lo más apremiante era el sueño.

Ramen Girl

Vi una película —bueno, parte de una película— sobre una señora que aprende a hacer ramen en Tokio y se gana el corazón de sus senseis japoneses a pesar de su mal japonés (escucha pero no habla, tal como yo durante mi primer año de universidad). De repente me dieron ganas de comer ramen, aún a sabiendas de que en Japón esa siempre fue mi última opción en materia de fideos. Esa sopita… el premio de un huevo cocinado escondido por ahí… hmmmm.

Me acordé de cuando Chee Siang y yo fuimos a comer ramen picante en Yokohama. Extraño a Chee Siang. Debería teletransportarlo acá e invitarlo a comer para que me pida que ordene por él pero que sea algo sin carne de res. Es más, hoy con gusto retrocedería el tiempo y saldría con él a pedir algo para llevar en Sankichi, el chuzo de la esquina cerca de la estación Tama en nuestro pequeño rincón de Tokio. Toca retroceder porque el presente no es tan brillante: el chuzo se incendió el año pasado y yo aquí y si no me apuro en ahorrar el Chee Siang se me va a devolver a Malasia y visitarlo me va a costar más más caro.

Creo que lo mejor será escribirle de inmediato y figurarme luego cómo conseguir un buen plato de ramen en los próximos días.

2013 (primer paso)

一歩でも前に
(adelante así sea un paso)

Escuché esto en la transmisión de año nuevo de la NHK y me pareció una buena consigna para este año. Vamos con calma, pero vamos.

2012 (Reprise)

Tanta angustia del mundo con los finales y yo acá sintiéndome en plácida continuidad. La gente me pregunta qué hay de nuevo pero yo no tengo nada que contar. Nada. Bueno, sí, abandoné las oficinas, pero ese había sido un paso fugaz en todo caso. Después de 2010 y 2011 los viajes se sienten escasos e inusitados (Arauca – Pereira – Pittsburgh – La Dorada – Arauca – Valparaíso – Viña del Mar – Reñaca – Santiago – San Francisco – Pittsburgh – Barrancabermeja), pero no me he detenido y eso me mantiene más o menos cuerda.

En realidad me la he pasado pensando, curándome de la herida que dejó Japón, tratando de entenderme a mí misma. Llegué a la conclusión de que a pesar de mis sueños adolescentes no soy escritora ni lo seré, y esa decisión me ha traído una enorme tranquilidad. Aprendí a tejer. Dibujé un poco. Me llené de cosas que quiero hacer el próximo año.

Por otro lado, vi en vivo a Paul McCartney y a Raphael. También recibí una (breve) visita desde Tsukuba que terminó de convencerme de que el corazón roto post-Japón ya está mucho mejor (y debería dejar de huir). Y para rematar, tuve la oportunidad de pasar tiempo con Azuma y Rini una vez más.

(Y las manos de Cavorite y la sonrisa de Cavorite y la voz de Cavorite y hacer mercado con Cavorite y San Francisco y Pittsburgh con Cavorite.)

Me siento rara esperando a que den las 12 y comience algo nuevo. Quiero irme a dormir para que todo continúe y siga evolucionando. Hasta ahora va bien.

Get Out of Your Head

Necesito cambiar mi noción del tiempo. Necesito dejar de congelarme a la hora de hacer algo y simplemente hacerlo. Sé que este es un tema recurrente en este blog, pero qué le hacemos si uno de mis grandes defectos es la procrastinación crónica. Siempre creo que podría hacer las cosas más tarde porque… No sé por qué. Veo el tiempo como un mar bravísimo y helado que toca cruzar en la débil barquita de las labores y me da miedo. O no sé si miedo sea la palabra adecuada, pero es algo parecido al miedo. Aversión a concentrarme sería un mejor término.

Me acabo de acordar de repente de cuando Minori y yo íbamos a Chicago a pasar el día y pasábamos frente a un restaurante llamado “Medieval Times” al que nunca entramos.

¿Ven? No me concentro en una sola cosa. Sacarme de mis meditaciones inútiles y dedicarle cerebro a un agente externo es algo sumamente difícil para mí; me horroriza la idea de interrumpir mi monólogo interno. Sin embargo, como todos los aspectos del ser funcional requieren bajarme de la nube un rato, lo que hago es posponer el dolor lo más posible. Me pongo entonces a pensar en lo que tengo que hacer, le doy vueltas y me imagino que lo hago, incapaz de traducir esa idea a la acción porque me da la inexplicable sensación de que voy a perder tiempo en ello. De esta manera es que termino no contestando e-mails ni dibujando lo que había dicho que iba a dibujar ni ordenando mi cuarto ni haciendo nada de lo que tengo que hacer a tiempo. Si a ello le sumamos el tremendo miedo a mí misma que cargo, olvídense de que algún barco vaya a zarpar desde este puerto.

Escribo esto para tratar de entenderlo a ver si puedo hacer algo al respecto el año que viene. (La elección de palabras es delatora: “el año que viene” implica que planeo abordar el problema pero la idea de empezar ahora mismo me da algo en el estómago.) Debería más bien dejar de distraerme y ponerme a trabajar ya, pero eso requiere un cambio de mentalidad y no es tan fácil. Dejar el miedo, aceptar la concentración como algo bueno, superar la adicción a pensar ociosidades. Necesito aprender a pasar tiempo fuera de mi propia cabeza.

Manual de comportamiento para gente formidable, volumen 2

El legendario Maximiliano Vega, blogger de esos que ya no se ven, ha publicado el segundo volumen de su Manual de comportamiento para gente formidable. El Manual es una compilación de textos de varios escritores + un rayón mío. A mí me avergüenza un poco interrumpir el flujo de los bloques impresos con mis trazos simplones y letra chistosa, pero Vega es bondadoso y ha permitido que una aficionada a los dibujitos se cuele entre tantos hombres (y mujeres) de letras.

Sin más preámbulo, les presento El Manual.

Skein (2)

Durante el último mes y medio me han venido acompañando dos madejas de lana color grafito. No estoy hablando de mi primer proyecto, que por falta de agujas extra tuve que ensartar en un palito de balso para archivarlo, sino de una entrega especial con fecha límite.

Mi extraña afición viajera llamó la atención de Rini, una de mis anfitriones en Chile, a quien en el colegio habían forzado a tejer patincitos y demás partes del ajuar de un bebé hipotético y por tanto lo olvidó todo en cuanto pudo. Fuimos a comprar lana y agujas, le refresqué la memoria sobre cómo empezar y cómo no aumentar puntos accidentalmente, y esta mujer resultó ser el relámpago del tejido. Al cabo de un par de horas ya había acabado con la lana y tenía media bufanda hecha. Mientras tanto yo, el remedo de maestra, no hacía sino volver a empezar y volver a empezar y volver a empezar.

Se suponía que este proyecto era un regalo para entregar en Pittsburgh, pero allá llegué a seguir dándole. Las madejas se fueron convirtiendo en un tejido largo, elástico y blandito —fuwa fuwa, como dirían en japonés—. A veces pillaba a Victor, el roommate francés, tocándolo cuando yo no estaba trabajando en él, estirándolo y estrujándolo. Pasé varias tardes adelantando lo más que podía, pero de repente me mandaron una traducción larga de urgencia y no pude seguir. Las lanas color grafito volvieron conmigo a Bogotá.

Anoche, después de varios días de bloqueo mental crónico, terminé unos trabajos pendientes y decidí que ya nada tenía por qué interponerse entre la bufanda y yo. Tejí. Mis papás llegaron a hacerme la charla. Les hablé sin levantar la mirada de las agujas. Ayudé a mis papás a subir algo pesado por las escaleras. Volví a tejer. Se fueron a dormir. Seguí tejiendo. Me dolía ya la mano derecha: no me importó. Me hice ruido con la televisión para espantar el sueño (el canal de la NHK es óptimo para eso aunque no logré encontrar el programa donde un chef japonés iba a enseñar a hacer tarta de limón francesa). Finalmente, a la 1am, escondí la última colita de lana en la bufanda.

Da una sensación rara ver el producto terminado ya desmontado de las agujas: esa cosa es útil y esa cosa útil la hice yo de cero. Pasé varias horas distraída y de esa distracción salió algo tangible. Increíble. Ahora tengo un regalo de Navidad listo para entregar y el deseo de averiguar qué más puede salir de estas manos.

朝月

Es de madrugada y quién sabe por qué razón ya no estoy durmiendo. Me rodea una caja negra con una abertura rectangular azul. El rectángulo tiene en medio un manchón luminoso. Interrumpo el sueño de un par de ojos menos defectuosos que los míos. Él dice que nunca había visto la luna a través de esa ventana. Me pongo las gafas. La mancha se convierte en un semicírculo levemente difuminado entre la bruma. Una rama seca atraviesa el satélite y lo hace ver como hielo resquebrajado. Es una vista realmente hermosa —qué suerte tengo de contar con un par de vidrios para descifrar borrones—. La contemplamos un rato y nos volvemos a acomodar en la cama. Despertaremos de nuevo cuando haya desaparecido.