2013-07-08 (Primer día de clase)

Se siente un poco raro levantarse temprano, alistarse y salir a coger un bus para ir a estudiar. A estudiar. Más raro aún es ver que la gente alrededor lleva vestido de baño, toalla y flotador —a las japonesas les encantan los flotadores— mientras que uno lleva un morral a la espalda y va más o menos arreglado.

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“Are you the one who flew from South America?”

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Las traductoras de español (no hay hombres para este idioma) somos una panameña, una mexicana, una venezolana, dos de Estados Unidos y yo. A la venezolana le caí bien al instante solo por ser del país de al lado —aunque ella lleva más de 20 años viviendo en Maui—, pero los que más me hablan son japoneses.

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Primera impresión (introducción al curso): ESTO ES LO MÁXIMOOOOOOO.

Segunda impresión (primer ejercicio de traducción simultánea): YO POR QUÉ ME METÍ EN ESTE MARTIRIO PUDIENDO TENER UNA VIDA NORMAL.

2013-07-07 (Pearl Harbor)

Japón intentó invadir Estados Unidos en una isla donde ahora los nipones se doblegan y entregan toda su plata a los americanos sin pensarlo dos veces.

Estados Unidos buscó defender su soberanía de la manera más radical posible por una isla donde ahora los letreros están escritos en japonés.

2013-07-06 (HNL)

La primera vez que vine a HNL hubo un accidente en la pista de NRT y mi vuelo de regreso se retrasó todo un día. Ahora, dos horas después de despegar de SFO con rumbo a HNL, un avión se estrelló en la pista de aterrizaje del primero y lo cerraron.

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Del aeropuerto al hotel nos llevó una limosina que estaba en la fila de los taxis y cobraba lo mismo que cualquier taxi. Todavía no lo podemos creer.

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La cajera de Macy’s tiene la tez morena, labios rojos y una cebollita ladeada en la cabeza rubia pintada. Atiende con una cartera al hombro como si ya se fuera a ir. Nos cuenta que envió a sus hijas a estudiar hula por 14 años y ahora ellas cuentan con una fuente extra de ingresos. Sin embargo, solo hasta ahora vio bailar a una de ellas en su trabajo —porque los kama’aina (locales) no suelen ir a sitios turísticos, como sucede con los locales de cualquier parte—. Dice que valió la pena el esfuerzo, porque “¿a quién le toca salir al monte, recoger matas y hacer faldas con ellas para que las niñas bailen? ¡Pues a la mamá!”

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Lucy: O podría ser pantofobia. ¿Crees que tienes pantofobia?
Charlie Brown: ¿Qué es pantofobia?
Lucy: Es el temor a todo.
Charlie Brown: ¡Eso es!

2013-07-05 (Right Action)

En su mensaje de cumpleaños, j. dice que este no es cualquier año. Yo me quedo pensando en la bolsa de pensamientos negativos que he venido trayendo conmigo y concluyo que se podría aprovechar el carácter especial de 2013-2014 para hacer algo y así aligerar esa carga. No quiero que viajar se me convierta en un vehículo para huir y no hacer. La inacción es el centro de la angustia.

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Volví a Lombard Street después de 10 años. La primera vez fue con Minori. Era por la mañana y no había mucha gente. Esta vez fui con Cavorite, por la tarde, el sitio atestado de turistas. No hay ningún paralelo especial entre estos dos sucesos, pero tengo la satisfacción de haber regresado a un sitio anhelado.

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Coincidencias:

  1. En la panadería donde fuimos a desayunar nos atendió una joven de pelo rosado y piercings en los hoyuelos. Ayer habíamos viajado en el bus desde Ikea con ella.
  2. Me encontré en Haight-Ashbury con una mujer lindísima, igualita a Yurika, que había visto en un bus el otro día. Tomás me había dicho en la primera ocasión que le tomara foto porque esta oportunidad no se repetiría. Pero se repitió. Y tampoco le tomé foto esta vez.

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La sensación de año nuevo se ve exacerbada por los fuegos artificiales del 4 de julio. El ruido de gente celebrando inunda las calles y confunde el calendario mental. Mientras tanto, Cavorite y yo recibimos el nuevo día en un apartamento vacío. Me alegra que sea él el que primero me saluda de cumpleaños esta vez. No hay nada más alrededor de nosotros dos y todo es perfecto. Podría interpretarlo todo como una señal y comenzar de nuevo, cambiar lo que me disgusta en vez de dejar que la podredumbre se tome mi edificio. Right thoughts, right words, right action.

Corazón de radiofaro

La única manera de no tener que despedirme tanto es dejar de moverme. j. dice que eso es posible, pero yo no quiero resignarme así, o más bien no puedo. Hace tiempo partí mi corazón de radiofaro con un golpe de piedra y resulté con un radar poblado de pulsos luminosos imposibles de ignorar. Ahora es demasiado tarde para perder la fe en los aviones.

Distant Radio

Masayasu llegó de Japón con una bolsa llena de postales. Las examiné aprisa. Como un satélite que se aleja de la Tierra y va captando ondas de radio de otras épocas, las postales me llevaron cada vez más lejos en mi propia historia. Las antiguas promesas, la cotidianidad perdida, lo que iba a ser y ya no fue; todo estaba ahí congelado en la vigencia de la tinta. El satélite recibe transmisiones que dicen “hoy”, pero basta un vistazo en dirección al planeta de origen —¿aún se alcanza a ver desde este punto?— para constatar que ese hoy no tiene ya nada que ver con este momento. Seguí pasando las hojas hasta que de pronto llegué a la frontera, a un amor viejísimo al principio de todo. Sentí ruido blanco en mi cabeza. Por un momento entendí la felicidad de los astrofísicos.

Addio alla redattrice

Un día fui a una entrevista de trabajo y dije que lo que más me gustaba hacer en la vida era escribir. No creo haber mentido, aunque mi categoría “lo que más me gusta hacer en la vida” es un poco más amplia que eso. Sin embargo, no puedo ganarme la vida cantando ni haciendo dibujitos, y aún si pudiera, aprendería la misma lección que aprendí en esta ocasión:

No es lo mismo escribir que ganarse la vida escribiendo.

Sé que puedo escribir cualquier cosa sobre lo que sea, pero la tortura mental que me supone hacer algo que no me interesa en lo más mínimo se lleva consigo el tiempo que necesito para todo el resto de actividades de mi vida. ¿Quiero dibujar? Tengo que escribir. ¿Quiero practicar ukulele? Tengo que escribir. ¿Quiero escribir en mi propio blog que tanto me gusta? No, primero el trabajo. Entonces resulto no haciendo nada y me siento miserable.

Así pues, en aras de desbloquearme y dedicarle más tiempo a lo que realmente quiero construir para mí misma, he renunciado a mi trabajo de redacción. En conmemoración de tan importante decisión —o solo por coincidencia—, me voy a Argentina a aguantar frío y pensar en otras cosas.

El punto final

El comienzo es muy sencillo. Un dolor localizado. La búsqueda de una silla. Sentarse. Tomarse el abdomen con las manos. Ese es el final.

Lo que hay justo en el punto final no se llega a saber a ciencia cierta; los bordes se hacen borrosos a medida que se los amplifica. Hay un pitido en todas partes. Crece. Ruge. El silencio se vuelve ensordecedor. Soñar muchas cosas al mismo tiempo, todas las cosas al mismo tiempo. Uno sabe de repente de qué hablaba Borges en aquel sótano porque lo acaba de presenciar. Dolor. Sentir que el cuerpo se curva todo hacia adentro como una hoja seca. Saber que en realidad se está moviendo de otra manera que no tiene nada que ver ni con la sensación ni con la voluntad. El dolor se parece al congelamiento. Cientos de cristales de hielo se abren paso desde adentro, rompen la carne, la vuelven un eje rodeado de radios punzantes. La columna vertebral emana agujas. Mi imagen se distorsiona; soy un dibujo hecho de líneas horizontales de colores desplazadas en todas direcciones.

En la lejanía, cada vez más cerca, oigo mi nombre en inglés. El aire se siente súbitamente frío, una niebla que no sabía que estaba ante mis ojos se disipa y de pronto me encuentro rodeada de gente desconocida mirándome desde arriba. Parece una película. Entonces veo a Cavorite y entiendo más o menos dónde estoy.

“I don’t know what happened, I don’t know what happened, I don’t know what happened”, repito incesantemente mientras me llevan a un sofá, me quitan los zapatos, llaman a un médico y me traen jugo y galletas de soda. No quiero soltar la mano de Cavorite. Conservo una bola de dolor en el abdomen y no puedo moverme en absoluto. Pienso en mi abuelo, en su dolor constante y su inmovilidad. Qué terrible debe ser estar así todo el tiempo. Dos días después, mi abuelo se va.

Papá Julito

Papá Julito no estaba hecho de carne y hueso, o al menos no primordialmente. Estaba hecho de palabras. Esto le dio una gran ventaja cuando le falló el cuerpo, pues entonces descubrimos que se había multiplicado en todos nosotros.

Mi abuelo materno tenía tantas historias para contar que hasta el último instante lo oí murmurando algo sobre un señor muy bajito que tenía un caballo mucho más grande que él y que era respetado en todo el pueblo. Papá Julito trazaba un puente que se extendía a través del tiempo hasta el puerto de Beirut, de donde había zarpado su abuelo en misión de negocios, y pasaba por un caserío de Córdoba llamado Tres Piedras. En el mundo que cargaba consigo había, entre un sinnúmero de cosas, una casa con un telégrafo, el olor del chicharrón recién hecho en las mañanas, frases en árabe y la canción que anunciaba el principio de las funciones de un cinema de pueblo.

La última vez que nos vimos me preguntó si otra vez saldría para Pittsburgh. Asentí. “Que no se le vaya a volver vicio”, bromeó con el hilito de voz que le quedaba. No es esa lucecita apagándose la que recuerdo más, empero, sino un haz poderosísimo que una tarde me retó a un concurso de risa y yo perdí del susto de pensar que con esa carcajada arrolladora le iba a dar un infarto.

Quién sabe adónde irán a parar los cuentos que no nos alcanzó a referir, las cosas que nos dijo y olvidamos, lo que fui incapaz de anotar por miedo a la tristeza que me embargaría si llegara a releer sin tenerlo al lado. No obstante, creo que el puñado de frases que alcanzamos a retener es suficiente para no ver su desaparición como una ausencia total. Es cierto que ahora faltan algunos elementos importantes, que ya no podemos sentir sus manos arrugadas y frías ni pedirle un beso en la frente, pero no es sino que nos pongamos a hablar para que se manifieste de inmediato entre nosotros.

“Vea usted”, decía él que decía yo que decía él.

Luontoon

Me mandan a una misión en un santuario de flora y fauna en la selva andina. No hay Internet ni teléfono ni nada que me permita establecer contacto con el mundo exterior. Poco a poco el trabajo se va apoderando de mi cerebro y voy olvidando quién soy. Recuerdo apenas lo básico. Tengo una hermana. Quise (¿quiero?) a alguien. Tengo otro viaje después de este. Ni siquiera escucho música; me limito a recibir lo que ofrezcan los pájaros. Una tarde decido rescatar un pedacito de mí y lleno una hoja de cuaderno con frases en japonés. No recuerdo cómo se escriben los kanjis. Consulto en el celular sin señal.

Escucho finlandés a mi alrededor todo el tiempo. Solo entiendo niin (“sí”), joo (también “sí”), ei (“no”), kiitos (“gracias”) y, tiempo después, päivä (“día”), kasa (“pila”, “montón” —señalan el arroz de la cena para ilustrarlo—), mustikka (“arándano”), vadelma (“frambuesa”) y maitosuklaa (“chocolate de leche”). Los finoparlantes juegan con las palabras que suenan igual en su lengua y la mía. Hablan de cómo “pato” es anka pero “anca” es una pata trasera. Me preguntan por el Pato Donald y por Rico McPato. Rikkoa es “romper” y pato es “represa”, así que Rico McPato suena como a “romper la represa”. Lloran de risa.

Los finlandeses me dan sopa de bayas. Sopa de bayas. Anoto la receta. También me dan a probar salmiakki (dulce de regaliz saborizado con sal de amoníaco). Sabe a lo que huele el champú medicado anticaspa. En su versión más fuerte, me siento masticando algo sacado del motor de un carro. Lo comería de nuevo.

Entre el trabajo y el sueño, el sueño y el trabajo, no hay mucho dentro de mi cabeza. Miro en lontananza durante los recesos. La gente que pasa a mi lado me pregunta si estoy cansada. Solo atino a decir “uf”. No comprenden la dimensión del agotamiento que se acumula dentro de mí.

Afortunadamente, el tiempo siempre pasa y los días siempre se acaban. Pronto estoy de regreso en la casa. No, no, no es así de rápido. Primero me monto en una camioneta, luego mi celular empieza a recoger todo lo que dejó atrás hace unos días, empiezo a ver casitas, desaparece la selva, llego a una ciudad, entro a un supermercado, veo muchos tipos de pasabocas, veo variedad. Nunca he visto The Shawshank Redemption pero llevo un buen rato pensando en The Shawshank Redemption. Quisiera correr, bailar, dar brincos por un potrero como las vacas que salen de su encierro en primavera. El cansancio se vuelve frenesí.

Empiezan a reaparecer las personas en mi vida. En mi mente es como si se fueran bajando de la nave del final de Encuentros cercanos del tercer tipo, aunque a todas luces la perdida era yo. j. me recomienda que vuelva a practicar mi canción. ¿Mi canción? ¿Cuál canción? La que estaba practicando antes del viaje. Ah, vaya, yo toco el ukulele y tengo un proyecto en progreso. Sin embargo, mi garganta está demasiado débil para retomarlo. Me pregunto qué otras partes de mí siguen faltando.

Al otro día recuerdo haber soñado con un parque nacional a la orilla del mar. Las rendijas de la persiana son franjas de azul intenso. Ya no estoy bajo la incesante lluvia y tampoco en una cama que me despierta con sus crujidos cada vez que me volteo. Ya no hace frío. Es mi vida de nuevo: fluyen los recuerdos y las obligaciones. La calma —y la complejidad— se mantendrán hasta mi próximo trabajo de palata luontoon.