Crónica de oootro adiós

Madrugué. Tenía los ojos lo suficientemente hinchados como para dificultarme la postura de los lentes. A las 5:30am llamé un taxi, a las 5:40 llegó, me fui sin despedirme de nadie y a las 5:50 ya estaba en el aeropuerto. Hice la fila —que no era mi fila— cinco veces. Había una raya en el piso tras la que siempre aparecía una auxiliar de gafas gruesas a preguntar “cuántas maletas” y que marcaba el punto donde yo debía devolverme a empezar la espera de nuevo porque no me gusta decirle a la gente “pase, pase, pase” durante quién sabe cuánto tiempo. Él llegó a las 6:20, justo a encontrarme tras la raya y con la señora lista para preguntarnos si registraría solo una maleta, que si él era residente y que si no era residente entonces qué hacía allá. Se miraron raro la señora y él hasta que interrumpí: “es estudiante”.

En la fila apareció una niña que estudió conmigo en el colegio y que ahora vive en otro país. Digo “niña” porque a las del colegio siempre las llamaré así, pero en realidad era una ejecutiva de mirada impaciente y paño negro sobre los jeans. Quise saludarla porque me caía muy bien pero recordé que la gente del colegio no suele reconocerme ahora. Me limité a mirarla hasta que terminó la espera del check-in.

Desayunamos en uno de los dos restaurantes que tiene el aeropuerto. Tres si contamos esa extraña tienda de lácteos. Nada tiene sentido en ese terminal. Parece un centro comercial de lujo sin ninguna tienda útil y del que coincidencialmente salen aviones. Después de comer nos despedimos con el beso breve de quien se va y vuelve ahorita.

Aquí —volviendo a la casa, diciendo otra vez adiós pero por teléfono, lagrimeando un poco al preguntarme mi mamá cómo me fue— debería hablar de la ausencia desgarradora, del vacío. Debería sentir todo eso, de hecho; incluso me preparé para ello. Me puse a ver Annie Hall como para sincronizarme con la pérdida de Alvy Singer, pero en la mitad de la película apareció él en forma de texto.

—¿Houston?— pregunté.
—Y no tenemos ningún problema—, respondió.

La verdad es que lo más apremiante era el sueño.

Ramen Girl

Vi una película —bueno, parte de una película— sobre una señora que aprende a hacer ramen en Tokio y se gana el corazón de sus senseis japoneses a pesar de su mal japonés (escucha pero no habla, tal como yo durante mi primer año de universidad). De repente me dieron ganas de comer ramen, aún a sabiendas de que en Japón esa siempre fue mi última opción en materia de fideos. Esa sopita… el premio de un huevo cocinado escondido por ahí… hmmmm.

Me acordé de cuando Chee Siang y yo fuimos a comer ramen picante en Yokohama. Extraño a Chee Siang. Debería teletransportarlo acá e invitarlo a comer para que me pida que ordene por él pero que sea algo sin carne de res. Es más, hoy con gusto retrocedería el tiempo y saldría con él a pedir algo para llevar en Sankichi, el chuzo de la esquina cerca de la estación Tama en nuestro pequeño rincón de Tokio. Toca retroceder porque el presente no es tan brillante: el chuzo se incendió el año pasado y yo aquí y si no me apuro en ahorrar el Chee Siang se me va a devolver a Malasia y visitarlo me va a costar más más caro.

Creo que lo mejor será escribirle de inmediato y figurarme luego cómo conseguir un buen plato de ramen en los próximos días.

2013 (primer paso)

一歩でも前に
(adelante así sea un paso)

Escuché esto en la transmisión de año nuevo de la NHK y me pareció una buena consigna para este año. Vamos con calma, pero vamos.

2012 (Reprise)

Tanta angustia del mundo con los finales y yo acá sintiéndome en plácida continuidad. La gente me pregunta qué hay de nuevo pero yo no tengo nada que contar. Nada. Bueno, sí, abandoné las oficinas, pero ese había sido un paso fugaz en todo caso. Después de 2010 y 2011 los viajes se sienten escasos e inusitados (Arauca – Pereira – Pittsburgh – La Dorada – Arauca – Valparaíso – Viña del Mar – Reñaca – Santiago – San Francisco – Pittsburgh – Barrancabermeja), pero no me he detenido y eso me mantiene más o menos cuerda.

En realidad me la he pasado pensando, curándome de la herida que dejó Japón, tratando de entenderme a mí misma. Llegué a la conclusión de que a pesar de mis sueños adolescentes no soy escritora ni lo seré, y esa decisión me ha traído una enorme tranquilidad. Aprendí a tejer. Dibujé un poco. Me llené de cosas que quiero hacer el próximo año.

Por otro lado, vi en vivo a Paul McCartney y a Raphael. También recibí una (breve) visita desde Tsukuba que terminó de convencerme de que el corazón roto post-Japón ya está mucho mejor (y debería dejar de huir). Y para rematar, tuve la oportunidad de pasar tiempo con Azuma y Rini una vez más.

(Y las manos de Cavorite y la sonrisa de Cavorite y la voz de Cavorite y hacer mercado con Cavorite y San Francisco y Pittsburgh con Cavorite.)

Me siento rara esperando a que den las 12 y comience algo nuevo. Quiero irme a dormir para que todo continúe y siga evolucionando. Hasta ahora va bien.

Get Out of Your Head

Necesito cambiar mi noción del tiempo. Necesito dejar de congelarme a la hora de hacer algo y simplemente hacerlo. Sé que este es un tema recurrente en este blog, pero qué le hacemos si uno de mis grandes defectos es la procrastinación crónica. Siempre creo que podría hacer las cosas más tarde porque… No sé por qué. Veo el tiempo como un mar bravísimo y helado que toca cruzar en la débil barquita de las labores y me da miedo. O no sé si miedo sea la palabra adecuada, pero es algo parecido al miedo. Aversión a concentrarme sería un mejor término.

Me acabo de acordar de repente de cuando Minori y yo íbamos a Chicago a pasar el día y pasábamos frente a un restaurante llamado “Medieval Times” al que nunca entramos.

¿Ven? No me concentro en una sola cosa. Sacarme de mis meditaciones inútiles y dedicarle cerebro a un agente externo es algo sumamente difícil para mí; me horroriza la idea de interrumpir mi monólogo interno. Sin embargo, como todos los aspectos del ser funcional requieren bajarme de la nube un rato, lo que hago es posponer el dolor lo más posible. Me pongo entonces a pensar en lo que tengo que hacer, le doy vueltas y me imagino que lo hago, incapaz de traducir esa idea a la acción porque me da la inexplicable sensación de que voy a perder tiempo en ello. De esta manera es que termino no contestando e-mails ni dibujando lo que había dicho que iba a dibujar ni ordenando mi cuarto ni haciendo nada de lo que tengo que hacer a tiempo. Si a ello le sumamos el tremendo miedo a mí misma que cargo, olvídense de que algún barco vaya a zarpar desde este puerto.

Escribo esto para tratar de entenderlo a ver si puedo hacer algo al respecto el año que viene. (La elección de palabras es delatora: “el año que viene” implica que planeo abordar el problema pero la idea de empezar ahora mismo me da algo en el estómago.) Debería más bien dejar de distraerme y ponerme a trabajar ya, pero eso requiere un cambio de mentalidad y no es tan fácil. Dejar el miedo, aceptar la concentración como algo bueno, superar la adicción a pensar ociosidades. Necesito aprender a pasar tiempo fuera de mi propia cabeza.

Manual de comportamiento para gente formidable, volumen 2

El legendario Maximiliano Vega, blogger de esos que ya no se ven, ha publicado el segundo volumen de su Manual de comportamiento para gente formidable. El Manual es una compilación de textos de varios escritores + un rayón mío. A mí me avergüenza un poco interrumpir el flujo de los bloques impresos con mis trazos simplones y letra chistosa, pero Vega es bondadoso y ha permitido que una aficionada a los dibujitos se cuele entre tantos hombres (y mujeres) de letras.

Sin más preámbulo, les presento El Manual.

Skein (2)

Durante el último mes y medio me han venido acompañando dos madejas de lana color grafito. No estoy hablando de mi primer proyecto, que por falta de agujas extra tuve que ensartar en un palito de balso para archivarlo, sino de una entrega especial con fecha límite.

Mi extraña afición viajera llamó la atención de Rini, una de mis anfitriones en Chile, a quien en el colegio habían forzado a tejer patincitos y demás partes del ajuar de un bebé hipotético y por tanto lo olvidó todo en cuanto pudo. Fuimos a comprar lana y agujas, le refresqué la memoria sobre cómo empezar y cómo no aumentar puntos accidentalmente, y esta mujer resultó ser el relámpago del tejido. Al cabo de un par de horas ya había acabado con la lana y tenía media bufanda hecha. Mientras tanto yo, el remedo de maestra, no hacía sino volver a empezar y volver a empezar y volver a empezar.

Se suponía que este proyecto era un regalo para entregar en Pittsburgh, pero allá llegué a seguir dándole. Las madejas se fueron convirtiendo en un tejido largo, elástico y blandito —fuwa fuwa, como dirían en japonés—. A veces pillaba a Victor, el roommate francés, tocándolo cuando yo no estaba trabajando en él, estirándolo y estrujándolo. Pasé varias tardes adelantando lo más que podía, pero de repente me mandaron una traducción larga de urgencia y no pude seguir. Las lanas color grafito volvieron conmigo a Bogotá.

Anoche, después de varios días de bloqueo mental crónico, terminé unos trabajos pendientes y decidí que ya nada tenía por qué interponerse entre la bufanda y yo. Tejí. Mis papás llegaron a hacerme la charla. Les hablé sin levantar la mirada de las agujas. Ayudé a mis papás a subir algo pesado por las escaleras. Volví a tejer. Se fueron a dormir. Seguí tejiendo. Me dolía ya la mano derecha: no me importó. Me hice ruido con la televisión para espantar el sueño (el canal de la NHK es óptimo para eso aunque no logré encontrar el programa donde un chef japonés iba a enseñar a hacer tarta de limón francesa). Finalmente, a la 1am, escondí la última colita de lana en la bufanda.

Da una sensación rara ver el producto terminado ya desmontado de las agujas: esa cosa es útil y esa cosa útil la hice yo de cero. Pasé varias horas distraída y de esa distracción salió algo tangible. Increíble. Ahora tengo un regalo de Navidad listo para entregar y el deseo de averiguar qué más puede salir de estas manos.

朝月

Es de madrugada y quién sabe por qué razón ya no estoy durmiendo. Me rodea una caja negra con una abertura rectangular azul. El rectángulo tiene en medio un manchón luminoso. Interrumpo el sueño de un par de ojos menos defectuosos que los míos. Él dice que nunca había visto la luna a través de esa ventana. Me pongo las gafas. La mancha se convierte en un semicírculo levemente difuminado entre la bruma. Una rama seca atraviesa el satélite y lo hace ver como hielo resquebrajado. Es una vista realmente hermosa —qué suerte tengo de contar con un par de vidrios para descifrar borrones—. La contemplamos un rato y nos volvemos a acomodar en la cama. Despertaremos de nuevo cuando haya desaparecido.

Back in San Francisco, Day 3: Chinatown/Haight-Ashbury

1.

El 4 de septiembre de 1977, el restaurante Golden Dragon, en Washington Street, fue escenario de una masacre fruto de la guerra de pandillas chinas. Los Joe Boys intentaron asesinar a un miembro de los Wah Ching en venganza por la muerte de uno de los suyos. De los cinco muertos resultantes, dos eran turistas. También hubo once heridos, ninguno de los cuales pertenecía a ninguna pandilla.

Treinta y cinco años después, dos turistas colombianos que no se animarían a entrar a Pozzetto se dieron un festín en el D&A Cafe de Washington Street, sin saber que muchos cambios de nombre antes ese era… el Golden Dragon.

***

2.

Los hippies viajan en manadas. Me hacen pensar en los hámsters salvajes de Infinite Jest, no sé por qué. Pasa un rebaño en la calle que no está desierta pero se siente así. Rato después, pasa otro. No se detienen como los homeless del resto de la ciudad (que son muchísimos, para mi sorpresa); solo pasan.

Quise pensar que este era un fenómeno nuevo, que los valores del Peace & Love habían degenerado en esto tan sin forma. Sin embargo, George Harrison cuenta que fue a Haight-Ashbury en 1967 creyendo que iba a encontrar un edén artístico de despertares espirituales y lo que halló fue una versión aún peor de lo que vimos nosotros. En esa época, la recua de vagos en las drogas era todo un banco de peces perdidos ocupando las calles por completo. Lo que nos tocó a nosotros fue apenas el final del oleaje, la mera espuma, pero en realidad ese mar nunca fue del todo paradisíaco.

Ya conociendo eso, me volqué a las tiendas a buscar un sombrero.

Back in San Francisco, Day 2: Japantown

En Las esferas del dragón, el maestro Roshi le entrega a Gokú una pesada caparazón de tortuga para que entrene con ella a cuestas todos los días. El método sugiere que uno se acostumbra tanto al peso extra que, cuando finalmente se libera de él, adquiere una ligereza que lo lleva a uno a saltar altísimo y correr como el rayo.

Así me sentí yo cuando me quité el morral que llevé a Japantown.

Tenía que dejar a Cavorite en un edificio art deco rosado hermosísimo sobre Market Street. Después quedaba libre para hacer cualquier cosa hasta recibir la señal de reencuentro. Armada con un mapa, un paraguas y un morral —el kit para trabajar en algún café— cogí por cualquier calle y seguí derecho, derecho, a ver qué. Modifiqué el curso un par de veces, paré por un sándwich de salmón con aguacate y un batido de coco con aguacate —palta, palta, palta— en un sitio con un letrero grande que decía “free wifi” —donde con cierta perplejidad me dijeron que no había conexión a Internet cuando pedí la clave, como si el letrero no existiera y yo estuviera loca—, y subí subí subí y bajé bajé bajé.

Art deco en San Francisco.

En el descenso de la loma el paisaje se empezó a poner raro: faroles de piedra en los jardines, letreros en japonés, un estanque en el centro de un conjunto de edificios, un templo. Era como haber pasado un portal interdimensional y encontrarme en un nuevo mundo que era pero no era familiar. Un barrio inclinado de Tokio but not quite. Durante un rato me sentí explorando un planeta desconocido donde curiosamente entendía la escritura y del que recordaba cosas sin haber estado allí antes. El nivel de extrañeza aumentaba al no haber nadie en la plazoleta central donde se erguía una especie de pagoda con cara de sombrilla múltiple. Un planeta abandonado, además. Entonces encontré la palabra 平和 (heiwa, “paz”) en un muro detrás de la pagoda, y ahí sí tuve un recuerdo de verdad.

La primera vez que fui a San Francisco yo no tenía más referencia de Japón que un jovencito mechudo de Maebashi y su modo de ser y actuar. Tiempo después aprendí que no todos los japoneses eran como él —menos mal—, pero por lo pronto él era mi pedacito de archipiélago. Este pedacito se convertía en toda una experiencia de confines del Pacífico en escenarios tales como el kaitenzushi en Chicago donde gritaban “irasshaimase!” cuando uno entraba, el supermercado Mitsuwa, el jardín japonés de St. Louis o, lógicamente, Japantown. Lo hice parar tras la pagoda, frente al letrero que no podía leer, y le tomé una foto. Mi japonés en pseudo-Japón: lo más cercano que jamás estaría a the real deal.

Pero ya sabemos que no fue así.

Entré a un centro comercial con mi morral al hombro y empecé a ver kimonos, paquetes de plástico color pastel y utensilios de cocina. Quisiera decir que el paisaje concordaba con el que había visto nueve años atrás, pero no: esta vez lo entendía. Todo tenía un lugar en mi memoria, pero en otro escenario. Quise hablarle en japonés a la cajera de la librería Kinokuniya como si del Kinokuniya de Shinjuku se tratara, mas no fui capaz. Luego, en la papelería Maidō, me creí una estudiante de la Universidad de Tsukuba que probaba esferos de colores en el Maruzen frente al auditorio. Prolongar el sueño me costaría caro. No obstante, no pude resistirme a pagar por quedarme con algunas de sus piezas.

Cuando ya estaba por salir del centro comercial, me encontré un puestecillo donde una anciana vendía onigiris recién hechos. Al ver la escena, sentí que tenía que hablar japonés necesariamente, como si la señora ligeramente encorvada y las bolitas de arroz estuvieran tan ancladas al ensueño en el que me había envuelto que no pudieran contaminarse con un pedido en inglés. Entonces hablé, milagrosamente sin miedo. Quise quedarme en ese limbo por siempre, pero parte de la felicidad radicaba en tener a quién volver. El camino era largo. Las puertas se abrieron y me dejaron intempestivamente en el agua.

Lentamente, bajo la lluvia, volví al edificio art deco rosado y esperé a Cavorite al calor del café con leche más feo de la galaxia. Apareció. Recibió una llamada. Esperé otro rato. Ahora había que celebrar el final del día. De nuevo a Japantown. Me quité el morral y usé mis brazos livianísimos para entregarle un par de onigiris de mis sabores favoritos y ayudarle a destaparlos.