Las personas que me conocen, en especial las que han estudiado conmigo, saben que pedirme prestado un borrador es meterse en camisa de once varas. Las condiciones que rodean el breve uso de un trozo de goma blanca lo hacen ver como si se tratara de un raro artefacto de complicado mecanismo o mi más preciada posesión, heredada de madre a hija por más de más de siete generaciones. ¡Cuántas amistades se han puesto en entredicho por malos manejos de mis útiles escolares! No han sido pocas las veces que la paz de una clase se ha visto turbada por una mano crispada seguida de mi rostro lívido aproximándose en cámara lenta hacia el puesto de la desdichada víctima de mi desconocimiento del uso normal de un adminículo como cualquier otro, “¡¡¡NOOOOOOOOO, las esquinas NOOOOOOOOOOO!!!“
Siempre es fácil decir que la necesidad de mantener esquinas agudas dedicadas a áreas pequeñas obedece a algún desorden psicológico. Hoy son los borradores, mañana serán las rayas en el andén y dentro de una semana no saldré de mi cama en días impares. Pues no. O de pronto sí pero no soy la única… en este país, al menos. El otro día me encontraba paseando por una de las librerías de la universidad cuando me topé con…
Veintiocho esquinas hacen de este artefacto el compañero de personas como yo que a veces quieren borrar una tilde y sólo una tilde. Este borrador ganó un premio de diseño en 2002, bien merecido a mi parecer.
La próxima vez que me pidan prestado un borrador, con gusto les entregaré el normal y les dejaré usar el lado que quieran. Al fin y al cabo, ahora tengo el poder de borrar comas, diéresis, ojillos y narices con todas las esquinas del mundo.
[ Tears Dry on Their Own — Amy Winehouse ]