Un día entero

Anoche soñé que me encontraba a la espera de ser ejecutada. La próxima semana moriría a manos de la justicia por causas desconocidas. Aparentando calma jugueteaba en mi mente con la posibilidad del suicidio para evadir el pelotón, o lo que fuera que acabaría con mi vida. Para Himura el asunto no representaba mayores angustias: la condena estaba ahí y había que enfrentarla. Me encontraba con una niña del curso (de todas las niñas del curso, justo una con quien no hablé mucho: la que se casó y se fue a Suiza) y le escribía un mensaje sobre un objeto de madera mientras le hablaba de lo afortunada que era al contar con el lujo de poder hacer planes a largo plazo. La idea del dolor y de la nada que le sucedería me aterrorizaba, pero yo aún sonreía. El dolor, ¡el dolor! Un dolor por encima de todo dolor jamás experimentado, y luego… ¿y luego qué?

Entonces tuve otro sueño. Entraba en un baño público de piso de piedra arenosa, pero la cabina que tomaba tenía un defecto: aunque cerrara la puerta, cualquiera podría verme de todos modos, pues el sanitario estaba localizado frente a una pared faltante al lado de la puerta inútil. De repente me encontraba con el hermano de Himura y le decía que estaba encantada de verlo pero que por favor me esperara un momento puesto que estaba recién bañada y envuelta en una toalla y debía vestirme. Lo extraño es que en ambas situaciones yo no experimentaba vergüenza.

Desperté y eran las once de la mañana. Me bañé, no me demoré mucho eligiendo la ropa para ponerme, busqué un gancho de pelo en forma de mariposa comprado en un stand chileno de Expoartesanías que al final decidí dar por quedado en Japón, arreglé mi cama, bebí un par de sorbos del café moka que mi papá olvidó tomar, confirmé que mi tarjeta de extranjería japonesa aún existe y salí de la casa. En el barrio hay una nueva tienda y una nueva peluquería. En la casa Rosada Günther Grass estaba escuchando boleros. Como tenía el tiempo justo, decidí no tomar el E-10 sino un bus que prometía dejarme frente a la Universidad Nacional sin pasearme por la Avenida Rojas. Ya sentada agradecí la falta de trancones en la Calle 68 y me puse a evadir el reggaetón con el iPod. Sonó “Dreams”, de The Cranberries. Creo que esa canción le gustaba a Minori. Pensé en la corbata floja de Minori esa noche en la estación de Ueno y el bus salió a la Avenida Boyacá. Pedro Infante. Una versión que no me gusta de “Cien años”. Una anciana le gritó al conductor que se detuviera y un señor le advirtió que debía timbrar. La anciana se bajó y advertí la lentitud con la que se movía el vehículo. Al fin la 26. Llegué a mi destino bastante pronto, aunque no dejé de atrasarme unos 10 minutos.

Me gusta buscar a Himura entre la multitud mientras cruzo el puente. Antes era más fácil: el calvo resaltaba sobre el gris del andeén. Ahora debo pensar en una pose particular, el vestido, la forma de caminar. Márquez tenía una forma muy peculiar de caminar que se reflejaba en el inusual desgaste de sus zapatos. Bueno, ahí estaba Himura con la chaqueta que tenía aquella mañana en la que fuimos a desayunar tamal y yo teniá el pelo recién teñido de negro azul. No sabía si alcanzaba a verme desde esta distancia, pero igual le sonreí. Nos sonreímos.

El almuerzo del día consistió en unos sándwiches que vendían cerca de la entrada de la universidad. El mío era árabe pero me quedaron debiendo el tahine del que hablaba el menú. Luego hubo que atravesar la universidad para que Himura reclamara su recibo de pago. Sobre unas canchas asfaltadas se veían las nubes móviles de los charcos que se evaporaban rápidamente. Me gusta cuando Himura señala fenómenos así. Me gusta su modo de disfrutar las cosas sencillas, como cuando me acompañó a probar todos los timbres de Homecenter.

A la vuelta cantamos “O quizás simplemente le regale una rosa” de Leonardo Favio. Tomé un par de fotos en la plazoleta El Che y salimos. El bus hacia la casa de Himura estaba encerrado y horriblemente sofocante, así que paramos en la fábrica de La Campiña y nos comimos un helado de tres sabores con soft cream. La última vez que estuve allá fue cuando mi papá nos llevó en el viejo carro verde. Creo que comí helado de chocolate, como el que dieron en mi primera comunión. El rollo de helado también habría sido una buena opción esta tarde, dado que me daba mi abuelita me solía comprar uno con crema de leche y dulce de mora en Unicentro. Todo está plagado de recuerdos, como el hogar de Himura.

El lugar donde Himura reside parece un museo cuyos objetos han perdido sus respectivos rótulos. Se sabe que todo hizo parte de otro conjunto alguna vez, pero poco a poco ese significado original se ha perdido, y sólo queda el mueble oscuro, el juguete acumulando polvo, un post-it con verbos en alemán. Esta vez no hubo ocasión para inspeccionar el cuarto del hermano, pero un cerebro de animal desconocido en formol dio prueba de que allí moraba una copia exacta de Himura con gustos radicalmente distintos de los de su hermano mayor.

Una llamada de mi madre fue la señal de partida de aquel mundillo de luz tenue y libros por todas partes. Era hora de visitar al odontólogo de confianza, un cartagenero que le habla a mi mamá mientras me deja los dientes como nuevos. Me gusta escucharlo. Al final de la sesión Himura estaba un poco irritado, pensando que dejaríamos esperando a mi padre, ya que habíamos quedado de encontrarnos a las 7pm y esa hora ya había pasado cuando aún se escuchaba el ruido de las maquinitas que deshacían y rehacían el esmalte del contenido de mi boca. Sin embargo, Himura no contaba con que mi mamá ya le había avisado a mi padre sobre nuestro retraso.

Llegamos en taxi al punto de encuentro y de ahí partimos para Sara’s, donde comimos nachos, como siempre. Nos tomamos varias fotos y decidí que la próxima vez tomaría horchata en vez de agua de flor de jamaica. Acabada la reunión, Himura se fue caminando hacia el occidente mientras nosotros nos fuimos en taxi a la casa.

[ Wake Up Alone — Amy Winehouse ]

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