Medellín

Bajamos del Metrocable y un señor con greña paisa (ya sé por qué le dicen greña paisa) nos deseó una feliz estadía en la capital de la montaña.

La plataforma del metro estaba a reventar. Había tanta gente agolpada contra el borde del andén que el tren pitó fuertísimo. Un pitazo, dos pitazos. Y entonces frenó en seco. Mi papá dice que oyó un golpe, pero yo no recuerdo ningún sonido entre la amenaza ensordecedora de la máquina y la confusión del tumulto que se asomaba a una sección del ferrocarril. “Un pelao se cayó a la vía del metro”, decían. Después de recibir la explicación de una señora fuimos desalojados de la estación, pero antes de retirarme escuché voces que confirmaban la ubicación de la víctima bajo el metro. Movidas por el muy humano morbo, mi hermana y yo nos acercamos al mismo borde que minutos atrás contenía un gentío. En la oscuridad de la vía, entre el vehículo y el andén, se divisaba un joven de no más de 25 años de edad gateando sin rumbo, tembloroso y lleno de sangre. Su cara estaba surcada por líneas muy rectas color escarlata.

—¡Está vivo! —gritamos, angustiadas de que tal vez dejaría de estarlo en un rato.

Dejamos la estación junto a los demás espectadores, ateridas de angustia. Mientras cruzábamos el puente en busca de otro medio de transporte, unos estudiantes que también habían sido desalojados reprendían a su compañero, quien al parecer había intentado cruzar la calle por debajo del puente peatonal.

—¿También quiere que lo coja un carro? ¿Quiere imitarlo?

[ Oh Sherry — Journey ]

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