Colina Campestre es un barrio al norte de Bogotá donde vivía un montón de gente de mi colegio. Antes constaba de unos cuantos conjuntos rodeados de potrero infinito, pero ahora de campestre no tiene nada. Mi amigo Changhee dice que Colina Campestre es un sitio muy propicio para los romances adolescentes. Puede que tenga razón: mi primer beso fue justo en ese barrio.
Una amiga me invitó a su fiesta de cumpleaños una noche de octubre, cuando yo tenía dieciséis años y estaba estrenando mi nueva cara: sin acné, sin brackets y sin gafas. Desde nuestras sillas Rimax alguien me señaló a un tipo sentado al otro lado del salón comunal. No me pareció nada feo. Tenía una naricita puntuda que me gustaba mucho. (Curiosamente, ese tipo de narices ya no me suscita el menor interés.) Era bastante más bajito que yo, pero eso solo lo llegaría a constatar después. El chico era amigo de internet de otra amiga que también estaba en la fiesta; intercambiaban mensajes y fotos, pero todavía no se conocían personalmente. No sé por qué me lo presentaron a mí en vez de a ella.
El recién conocido arrimó una silla blanca frente a mí y nos pusimos a hablar. Pronunció mal una palabra. Seguro me burlé y lo corregí. Se me ocurrió presentárselo a mi amiga, quien (yo suponía) tendría interés en tenerlo frente a frente por fin. Sin embargo, ella se molestó conmigo: me pegó un “gato” (golpe dado con el puño que imita el movimiento de la pata delantera de adivinen qué animal) en el brazo, recriminándome mi inoportuna actuación como Celestina, y se fue. Me pregunto qué tan noventero es el recuerdo de que a uno le hayan pegado gatos. El caso es que quedé con este interlocutor para mí sola, y la charla fluyó libremente.
Nos salimos del salón comunal y seguimos la conversación al borde de una gran matera. Yo, que nunca sé de qué hablar con la gente, me puse a disertar sobre las constelaciones. Tauro se veía bastante bien. Ahí estaban las Pléyades, que me gustan porque —en la noche contaminada de luz— uno no sabe bien si las está viendo o no.
—Qué bonitas estrellas— dije.
—Qué bonitos cables— respondió.
Detrás nuestro se levantaba la inmensidad del potrero como un gran muro negro. Me levanté y avancé un par de pasos, con la mirada fija en el cielo. Él me siguió, se paró al lado mío y muy sutilmente puso su mano detrás de mi mano, de tal manera que se tocaran. Al constatar que yo no me retiraba, pasó a rodear mi cintura. Entonces nos terminamos de acercar.
“Ah, ¿es esto?”, pensé durante el beso. La sensación no me pareció gran cosa —no fue culpa de él, estoy segura de que fue un beso decente— pero no hice nada por detenerlo las dos veces siguientes que interrumpimos nuestra caminata a un costado del conjunto.
Yo no tenía idea de qué hacer después de retirar mi cara de la suya y solo se me ocurrió apoyar mi cabeza en su hombro. Recordemos que él era más bajito que yo, así que esto no es la típica escena de las películas donde la mujer se recuesta en el pecho del hombre mientras bailan despacio, o al menos mejilla con mejilla. Mi mentón quedó perchado sobre su hombro un rato y yo quedé medio agachada. Luego reanudamos la marcha. Cuando llegamos al final de la cuadra, pasó por ahí una camioneta de la policía y recordamos que esto era Bogotá y de pronto era mejor dejar de deambular por las calles. Entonces volvimos a la fiesta como si nada.
Ayer fui con mis papás a un nuevo centro comercial allá en Colina. A la salida me di cuenta de que nos encontrábamos justo a las afueras de aquel salón comunal. El potrero había desaparecido. Yo acababa de comprar pijamas dentro de su reemplazo.
Dos años después de la fiesta, cuando estaba a punto de graduarme del colegio, el chico y yo nos cuadramos (fijo esta expresión pasó de moda con el Y2K). A mí me encantaba ser una de esas niñas que tenían a alguien al que podían mencionar todo el tiempo, llevar a las reuniones como “miren, no vengo sola” y escribirle e-mails desde un café internet carísimo y lentísimo en la excursión de grado. No obstante, yo odiaba la palabra que describía nuestra situación (por cursi) y me refería a él como “mi asociado”. Tres meses más tarde, me fui a vivir a Iowa y en un asado en medio de la nada conocí a mi segundo novio. Tuvo que pasar un par de años para que el chico y yo volviéramos a ser amigos. Ahora él está casado y esperando una hija. Nos vemos mucho menos de lo que quisiéramos. Nunca hablamos de esa noche.