I’m So Sorry, Dear Blog

Hace tiempo empecé a sentir que me daba mucho, mucho sueño cuando intentaba escribir algo por acá. Probablemente eran los nervios de creer que no tenía nada interesante que decir. Saber que escribo mal, o puras bobadas.

Después vino la inercia. Pensar “quiero escribir”, recordar que hace rato no lo hago, y preferir no cambiar ese estado. No perturbar ese silencio. Ver hasta dónde podría llegar aquella línea recta.

Hoy recordé que tenía que renovar mi dominio, así que hice el pago e intenté entrar a la página. Escribí la dirección y, ¡oh, sorpresa! No funcionaba. Entonces me sentí mal. Había dejado morir el blog y ni siquiera me había dado cuenta. Afortunadamente era un problema fácil de solucionar y Cavorite lo resolvió al instante.

Ya no recuerdo lo que les he dicho a otras personas sobre las actividades que más me gustan y lo que me aleja de ellas; lo que sé es que he dejado de hacerlas. Me gusta dibujar. No dibujo. Me gusta cantar. No canto. Me gusta escribir. No escribo. No me gusta bailar. Estuve bailando un par de meses pero creo que me lesioné la cara interna de los muslos.

Pero aquí estoy ahora, pidiéndole perdón a mi blog por abandonarlo y haber dejado que se dañara sin darme cuenta. De repente siento que todo este tiempo he estado equivocada porque en realidad yo no estoy escribiendo para los que me podrían leer, sino para el blog mismo. Siendo así, no tiene ningún sentido volver a preguntarme cuál es el sentido de contar las nimiedades que componen mi vida. Se trata de ponerme a teclear y ya.

Desayuno en Oakland

Ayer me levanté temprano y me fui a Oakland a encontrarme con una amiga que conocí en un curso de interpretación de conferencias hace poco más de un mes. Nos habíamos puesto cita para desayunar en un restaurante que le habían recomendado. A juzgar por el nombre del sitio (incluía la palabra “grill”), lo más probable era que la porción fuera a ser bastante más generosa de lo que suelo poner frente a mí en la mesa. Pero bueno, no le iba a hacer el feo a la invitación.

Pedí unos huevos benedictinos con pasteles de cangrejo y papas. Como era de esperarse, me sirvieron en una pieza de vajilla que sería más correcto denominar como bandeja. Alcancé a comerme un huevo y un pastel cuando de repente me empecé a sentir como si hubiera desayunado, almorzado y cenado al mismo tiempo y el paso de un solo bocado más por mi garganta fuera físicamente imposible. Yo miraba mi plato, desconcertada: estaba casi intacto. Pedí una caja para las sobras y nos fuimos.

Mi amiga y yo dimos una vuelta por el puerto. Nos tomamos fotos con la estatua de Jack London, vimos su cabaña (que en realidad es media cabaña y el resto réplica porque la otra media cabaña está en Canadá, también completada con pedazos de réplica) y nos cruzamos con un tipo con pinta de eterno viajero que decía good morning y otra vez good morning y luego con rabia good morning de nuevo. (Yo había contestado hi, pero al parecer esa no era la respuesta correcta. En fin, huimos.) También nos topamos con un grupo grande de gansos descansando al lado de una banca.

A medida que avanzábamos, mi llenura se fue convirtiendo en dolor y angustia. Necesitaba un baño. Hice todo lo posible por sostener la conversación como si nada, pero las palabras se fueron extinguiendo hasta que quedaron apenas granitos de ideas esparcidos entre risitas cortas.

Llegamos al centro y se hizo el milagro de encontrar la estación del Bart (el tren de cercanías de la bahía de San Francisco) sin mucho esfuerzo. Hora de despedirnos. El brillo de los edificios que se levantaban alrededor me hizo dar muchas ganas de quedarme explorando en vez de irme. Sin embargo, tuve que descartar esa idea en el acto.

El trayecto en tren fue más breve de lo que esperaba. Por contraste, la caminata hasta la casa fue un suplicio en cámara lenta. ¿Por qué las cuadras en Estados Unidos tenían que ser tan largas? ¿Por qué de repente estaba haciendo tanto calor? ¿Por qué tenía que ser tan inoportunamente mañosa la llave del apartamento?

No tuve tiempo de explicarle mayor cosa a Doña Stella, la mamá de Cavorite, cuando el cerrojo finalmente cedió y dejé mis cosas tiradas en el pasillo. Ella, generosa y dulce como siempre, me hizo un caldo.

La caja de sobras sigue en la nevera. No me atrevo a tocarla.

Dream Over, Insert Coin

Estoy empezando a pensar que el mundo donde ocurren mis sueños es un mundo limitado como el de los juegos de video. Últimamente mis sueños llegan a un punto en el cual no puedo avanzar más, no como si me estrellara contra una pared invisible sino que mis acciones se ven de repente severamente restringidas y por ende la historia no puede seguir. Entonces despierto.

En un sueño reciente necesitaba anotar algo —sufro porque no escribí el argumento del sueño al despertar y ahora no recuerdo el contexto de esta acción—, pero la mano me pesaba y apenas me salían garabatos. En otro, estaba aprendiendo a tocar batería pero mi pie era sumamente débil y no le sacaba nada al bombo. En el de anoche necesitaba leer un mensaje en el celular para recibir un paquete, pero mi mano perdía el control de la pantalla y más bien resultaba abriendo por accidente un video tipo Snapchat de una amiga que vive en Alemania anunciando que estaba de visita en Colombia.

Se me ocurre ahora que mis sueños son como la línea a la que tocaba llamar hace años para programar la cita de solicitud de la visa de Estados Unidos. Apenas pasaban quince minutos (ni un segundo más), el operador dejaba de ofrecer información y se limitaba a decir que si uno quería saber algo más tenía que pagar otra vez y volver a llamar. La diferencia es que mis sueños no me dan ninguna opción para retomar; no me queda más sino despertar y olvidarlos.

Riding a Rollercoaster with a Pigeon Smashed Against Your Throat

Vi un video donde un señor va en una montaña rusa y de repente algo lo golpea en la garganta. El señor se lleva la mano al cuello y encuentra un bulto de plumas. Lo aparta y lo observa. Está vivo. Horror. Lo aparta; ahora tiene sangre en la cara y la mano. Impresión y asco. Sin embargo, pronto vuelve a la realidad y recuerda que está en una montaña rusa. Levanta un brazo y disfruta la caída.

Creo que la vida es un poco así: una montaña rusa donde a uno se le estrellan palomas en la garganta y a pesar del shock toca tomar la decisión de seguir divirtiéndose con la cara ensangrentada.

Sesenta y cinco turnos

El banco está a reventar. Frente a las cajas hay un número muy optimista de sillas en torno de las cuales hay un montón de gente parada, resignada, extrañamente paciente. El sistema de papelitos numerados acabó el año pasado con las filas intimidantes y ya uno no sabe en qué lío se está metiendo sino hasta que se da cuenta de que está a sesenta y cinco turnos de hacer un pago urgente.

Yo estoy a sesenta y cinco turnos de hacer una transacción cuyo plazo se acaba hoy. Existe la posibilidad de que me manden algo del trabajo para entregar lo más pronto posible pero lo rechazo porque he perdido toda noción de mi futuro cercano. Alcanzo a ir a otro banco y hacer una averiguación. Regreso: nada ha cambiado. A mi lado una pareja de costeños mayores se plantea la posibilidad de que los números vayan de diez en diez, porque la discrepancia entre el que está impreso en el papel que tienen en la mano y el que sale en la pantalla simplemente no puede ser. Pero es. Deciden irse a otra sucursal. Casi al mismo tiempo queda un puesto libre para sentarme. En realidad no es uno sino medio puesto, ya que en cada hilera hay tres sillas amplias pero en una decidieron apretujarse cuatro y nadie restableció el orden normal cuando el cuarto ocupante se fue. Por un momento se me ocurre que podría más bien pasar el tiempo en el supermercado, pero un puesto en el banco es algo que cuesta conquistar y no hay que abandonarlo así como así. Me acomodo y saco un libro de Isaac Asimov que cargo para este tipo de circunstancias.

Entre las personas de pie aparece un señor con un casco rojo. Su pinta casual hace que sea difícil determinar si de repente tuvo que dejar su trabajo a medias o si el casco es un fashion statement. Si la opción número dos es la correcta, debo decir que lo lleva muy bien.

A veces entran personas que habían decidido irse a hacer otras cosas mientras les toca su turno. En algunos casos llegan justo en el momento preciso y caminan con paso seguro de la puerta a la caja que les corresponde. Otras veces frenan en seco y miran con decepción su papel, luego la pantalla, luego el papel otra vez. Ya es demasiado tarde y no les queda energía para pedir otro turno y repetir la operación en busca de mejor suerte.

Detrás mío hay un papá con su hija. La niña habla animadamente de una infinidad de temas sin transición alguna entre uno y otro. El papá la escucha y corrige su pronunciación, paciente pero firme. Tran. Tran. S. S. Trans. Trans. Transportar. Tranksportar.

La lectura me transporta (¿tranksporta?) a mi adolescencia, a las vacaciones en la finca de mi abuelo sin más opciones de entretenimiento que un par de libros de Asimov y un montón de Selecciones del Reader’s Digest. Me quedaba horas en la hamaca leyendo. Ahora me pregunto qué hacía mi hermana mientras yo leía. Cuando nos acompañaba mi primo el tipógrafo, la lectura pasaba a un segundo plano y los tres nos dedicábamos a buscar caminos y recorrerlos para ver adónde nos llevaban mientras jugábamos a que éramos científicos exploradores. Detesto haber perdido el contacto de mi primo el tipógrafo.

De repente estoy a cinco turnos de que me llamen y ya no me puedo concentrar en el libro. Muchos portadores de papelitos han claudicado ya y el banco ha quedado casi vacío. Ahora la voz computarizada que anuncia nuestros números los va saltando rápidamente al notar los cajeros que aquellos clientes ya no llegarán. Toca poner mucha atención y brincar apenas digan “H155” como si de un bingo se tratara, no sea que me confundan con otro turno perdido.

Cavorite dice que ser adulto es hacer vueltas porque ya nadie las va a hacer por uno. Salgo del banco como si nada, como si no hubiera pasado quién sabe cuánto tiempo esperando para hacer una operación brevísima, y me dirijo al supermercado. De allí emerjo poco después arrastrando una caja gigante de cereal. La definición de Cavorite es muy cierta, pero desde hace unos años yo tengo una adicional: ser adulto es ganar plata para luego tener la libertad de comprarse con ella todo un kilo de Corn Flakes.

Un romance adolescente en Colina Campestre

Colina Campestre es un barrio al norte de Bogotá donde vivía un montón de gente de mi colegio. Antes constaba de unos cuantos conjuntos rodeados de potrero infinito, pero ahora de campestre no tiene nada. Mi amigo Changhee dice que Colina Campestre es un sitio muy propicio para los romances adolescentes. Puede que tenga razón: mi primer beso fue justo en ese barrio.

Una amiga me invitó a su fiesta de cumpleaños una noche de octubre, cuando yo tenía dieciséis años y estaba estrenando mi nueva cara: sin acné, sin brackets y sin gafas. Desde nuestras sillas Rimax alguien me señaló a un tipo sentado al otro lado del salón comunal. No me pareció nada feo. Tenía una naricita puntuda que me gustaba mucho. (Curiosamente, ese tipo de narices ya no me suscita el menor interés.) Era bastante más bajito que yo, pero eso solo lo llegaría a constatar después. El chico era amigo de internet de otra amiga que también estaba en la fiesta; intercambiaban mensajes y fotos, pero todavía no se conocían personalmente. No sé por qué me lo presentaron a mí en vez de a ella.

El recién conocido arrimó una silla blanca frente a mí y nos pusimos a hablar. Pronunció mal una palabra. Seguro me burlé y lo corregí. Se me ocurrió presentárselo a mi amiga, quien (yo suponía) tendría interés en tenerlo frente a frente por fin. Sin embargo, ella se molestó conmigo: me pegó un “gato” (golpe dado con el puño que imita el movimiento de la pata delantera de adivinen qué animal) en el brazo, recriminándome mi inoportuna actuación como Celestina, y se fue. Me pregunto qué tan noventero es el recuerdo de que a uno le hayan pegado gatos. El caso es que quedé con este interlocutor para mí sola, y la charla fluyó libremente.

Nos salimos del salón comunal y seguimos la conversación al borde de una gran matera. Yo, que nunca sé de qué hablar con la gente, me puse a disertar sobre las constelaciones. Tauro se veía bastante bien. Ahí estaban las Pléyades, que me gustan porque —en la noche contaminada de luz— uno no sabe bien si las está viendo o no.

—Qué bonitas estrellas— dije.

—Qué bonitos cables— respondió.

Detrás nuestro se levantaba la inmensidad del potrero como un gran muro negro. Me levanté y avancé un par de pasos, con la mirada fija en el cielo. Él me siguió, se paró al lado mío y muy sutilmente puso su mano detrás de mi mano, de tal manera que se tocaran. Al constatar que yo no me retiraba, pasó a rodear mi cintura. Entonces nos terminamos de acercar.

“Ah, ¿es esto?”, pensé durante el beso. La sensación no me pareció gran cosa —no fue culpa de él, estoy segura de que fue un beso decente— pero no hice nada por detenerlo las dos veces siguientes que interrumpimos nuestra caminata a un costado del conjunto.

Yo no tenía idea de qué hacer después de retirar mi cara de la suya y solo se me ocurrió apoyar mi cabeza en su hombro. Recordemos que él era más bajito que yo, así que esto no es la típica escena de las películas donde la mujer se recuesta en el pecho del hombre mientras bailan despacio, o al menos mejilla con mejilla. Mi mentón quedó perchado sobre su hombro un rato y yo quedé medio agachada. Luego reanudamos la marcha. Cuando llegamos al final de la cuadra, pasó por ahí una camioneta de la policía y recordamos que esto era Bogotá y de pronto era mejor dejar de deambular por las calles. Entonces volvimos a la fiesta como si nada.

Ayer fui con mis papás a un nuevo centro comercial allá en Colina. A la salida me di cuenta de que nos encontrábamos justo a las afueras de aquel salón comunal. El potrero había desaparecido. Yo acababa de comprar pijamas dentro de su reemplazo.

Dos años después de la fiesta, cuando estaba a punto de graduarme del colegio, el chico y yo nos cuadramos (fijo esta expresión pasó de moda con el Y2K). A mí me encantaba ser una de esas niñas que tenían a alguien al que podían mencionar todo el tiempo, llevar a las reuniones como “miren, no vengo sola” y escribirle e-mails desde un café internet carísimo y lentísimo en la excursión de grado. No obstante, yo odiaba la palabra que describía nuestra situación (por cursi) y me refería a él como “mi asociado”. Tres meses más tarde, me fui a vivir a Iowa y en un asado en medio de la nada conocí a mi segundo novio. Tuvo que pasar un par de años para que el chico y yo volviéramos a ser amigos. Ahora él está casado y esperando una hija. Nos vemos mucho menos de lo que quisiéramos. Nunca hablamos de esa noche.

I Am a Rock (or I’m Trying to Be)

Desde que volví de mis viajes de fin de año he pasado al encierro casi total. No tengo ganas de hacer nada ni verme con nadie. De todas maneras aquí no hay nadie con quién encontrarse. Nunca pude hacer amigos de adulta y a los de otras épocas los veo esporádicamente. En esta ciudad está mi familia y tengo trabajo, pero de resto no hay nada. Me arranqué de tajo la ilusión de vida social que era Twitter y ahora veo claramente lo desolado que está este paisaje cenizo. Sin embargo, me resisto a buscar compañía o un sucedáneo de esta. Necesito volver a aprender a sentirme cómoda en mi isla.

Trato de recordar cómo era ser yo a los 13 años, estar de vacaciones, aburrirme hasta el tuétano y sentarme a escribir o leer un libro de corrido sin distraerme. La última vez que logré tanta concentración fue cuando estuve atascada en un vuelo Buenos Aires-Córdoba que llegó a su destino 24 horas después de lo estipulado. Escuchaba a mi compañera de silla proferir improperios con muchas erres —de esa manera tan argentina— mientras Eugenides me absorbía con Middlesex. Es una gran novela para estar atascado en un vuelo que intenta aterrizar sin éxito varias veces.

Aceptar la soledad y el aburrimiento es un paso importante en la superación de la adicción a las redes sociales. A veces me aparece en las páginas que leo la publicidad de un juego que promete erradicar el aburrimiento de una vez por todas. Eso no está bien. Necesitamos aburrirnos para ser creativos. Necesitamos dejar que reine el silencio para poder escuchar nuestra voz interna. A mí, hasta ahora, me ha costado —y eso se nota en la dificultad que tengo ahora para escribir posts—, pero no me rindo.

De pronto voy a terminar como la señora que vive en un rincón de Irlanda del Norte sin teléfono ni electricidad ni agua corriente y solo tiene un radio de cuerda para enterarse de la fecha, la hora y los titulares de las noticias. La señora es muy feliz porque puede darse el lujo de gozar del silencio. Yo siento que estoy hasta ahora tocando el silencio con la punta del dedo gordo del pie; se siente helado, pero me seguiré sumergiendo hasta aclimatarme. No hasta el punto de dejar de tener electricidad y agua corriente, pero sí de tal manera que mi cabeza deje de saltar de un lado a otro en busca de novedades. Solo entonces podré rescatar a la persona creativa que yo solía ser y que tanta falta me hace.

(El resto de aspectos de tener 13 años sí que me los empaquen, gracias.)

2017 (Invocando el poder de Bobby McFerrin)

Mi objetivo para 2017 es ser como mi mamá y alcanzar la paz interior inquebrantable. Quiero que en mi cabeza suene “Don’t Worry, Be Happy” cuando lo normal sería explotar. Es un objetivo muy difícil de lograr, pero ahí está.

Pasé la medianoche en la terraza de la casa de mi hermana. Estábamos ella, mi cuñado, una amiga, la roommate holandesa, los invitados de la roommate y yo. Los vecinos de al lado también estaban en su propia terraza poniendo música a todo volumen, así que fue una especie de fiesta doble. La dueña de casa tenía un micrófono con el que animaba a sus invitados y también nos hacía complacencias. Todos coincidimos en que sonaba muy profesional. Bailamos cumbia argentina, reggaetón y salsa, a pesar de que estábamos cocinándonos en el aire irrespirable del verano. Mientras tanto, los relámpagos de la tormenta que se avecinaba exacerbaban los estallidos de la pólvora alrededor nuestro. Me parece genial haber empezado el año bailando, especialmente porque ese es el tipo de cosas que yo jamás pensaría hacer.

Esta madrugada mi hermana y mi cuñado salieron para El Calafate. Yo también estoy a punto de irme, pero a Bogotá. La idea del regreso me aburre enormemente, pero al menos descansaré al fin de esta humedad exasperante.

2016 (Reprise)

Cartagena – Guatavita – Buenos Aires – Córdoba – San Francisco – Berkeley – McKinleyville – Cave Junction – Portland – Sacramento – Chicago – Lake Geneva – San José – Berkeley – Santa María – Aquitania – San Francisco – Santa Bárbara – Ventura – Los Angeles – Joshua Tree – San Diego – San Francisco – Berkeley – Arequipa – Buenos Aires.

Hace unos años me angustiaba pensar que después de Japón yo nunca fuera a volver a viajar tanto como en los años que pasé allá. Este año demuestra una vez más que no tenía nada de qué preocuparme. Conocí la costa californiana de cabo a rabo (primero hacia el norte, luego hacia el sur), volví a Chicago después de trece años, tuve una simpática aventura aérea gracias a la cual casi no llego a Córdoba (Argentina), comí hasta reventar en Arequipa y ahora estoy cerrando el año en Buenos Aires, donde me estoy derritiendo del calor.

2016 fue “el año de arreglar cosas”. Después de la sanación espiritual tan enorme que fue el viaje a Japón sentí que era ahora podía empezar a reparar todo el resto de cosas que me molestaban de mi vida. Tomé un curso de francés, empecé un tratamiento de depilación láser, pasé de hacer cero ejercicio a algo de ejercicio y leí más libros. Todavía quedan asuntos por abordar, pero siento que voy por buen camino.

Por otro lado, cerré el año pasado sintiéndome muy adulta al haberme convertido en socia de una empresa, pero en diciembre de este año renuncié a las responsabilidades adicionales que conlleva vivir con un cargo así de glamoroso y volví a limitarme a hacer lo que me gusta: traducir. Es bueno aligerar las cargas y llevar una vida más bien sencilla.

Hablando de aligerar cargas, tengo el firme propósito de disminuir drásticamente mi consumo de información en línea. Los efectos devastadores del consumo masivo de información basura a nivel mundial me tienen asqueada. Por otro lado, mi participación compulsiva en los mecanismos de publicación inmediata de mini ideas me han alejado de la escritura a más largo aliento, cosa que he lamentado mucho. Alejarme de las redes sociales ha sido un proceso lento; intenté cortarlo todo de tajo, pero al cabo de poco más de un mes, cuando ya me sentía triunfante y me disponía a escribir sobre todas las fantásticas lecciones que había aprendido al alcanzar la iluminación post-redes (ya ni recuerdo qué es lo que tanto creí saber en ese momento), recaí con fuerza. Esto no ha sido nada fácil, pero la renovada sensación de soledad me ha llevado a revivir algunas amistades de la vida real que tenía en hibernación. Eso me ha gustado mucho.

Finalizo este resumen con una nota triste: este año murió mi tío abuelo. Murieron dos tíos abuelos en menos de una semana, uno por parte de mamá y uno por parte de papá; sin embargo, la muerte del primero me dio especialmente duro. Nadie vio venir esa ausencia. Siempre lo sentí muy cercano y me reproché no haberlo visitado más seguido. Pero qué sabe uno del porvenir. No queda sino estar lo más que se pueda con los que nos quedan vivos.

Ahora me voy a cenar con mi hermana y mi cuñado. Me despido del año, me despido de mi hermana y mi cuñado y me despido de Buenos Aires. Quiero pensar que la ausencia será breve.

Un regalo de Navidad

Mi familia decidió pasar la Navidad en Buenos Aires, en vista de que el paso de mi hermana por estas tierras está a punto de acabarse. Mi cuñado también vino desde Alemania. Si todo sale bien, en algún momento no muy lejano iremos a pasar las festividades allá en la nieve.

Mi cuñado me trajo un regalo, que me entregó a medianoche: un kit de dibujo con carboncillo, sanguina y grafito.

Para alguien que se siente tan mal de no haber seguido dibujando, este fue un mensaje contundente. Se me aguaron los ojos contemplando la caja.

Mañana iré a la papelería y me compraré el block que no quise comprar hace algunos días porque para qué si yo ya no dibujo.