Llegó tu brazo mecánico. La caja está en la sala. Es más grande de lo que pensábamos. Deja ese cuchillo quieto. No tienes que cercenarte la mano para estrenarlo, es como un guante. Puedes dejártelo puesto todo el día para que aprendas a usarlo. Con el brazo no puedes comer cereal ni tocar flauta. ¿Quieres que te compre un xilófono? No le intentes hacer cosquillas a tu hermano, por favor. Abrázame con el otro brazo. Ten cuidado en el bus, no sea que dejes las varillas dobladas. Preséntale esta excusa a tu profesora y ofrécete a romper candados a cambio de las tareas de hoy. No te voy a dejar usar ese brazo por siempre, las tareas son más importantes que los candados. Ni se te ocurra pelear con los otros niños, tu brazo es para el bien. Todavía eres muy chiquito para combatir el crimen, pero hay muchas otras maneras de hacer el bien. Seguro que algún amiguito tuyo tendrá una botella que no pueda abrir. O no, mejor, ¿sabes qué? Quítate ese brazo mecánico, haz las tareas, pórtate bien y el domingo te dejo jugar a romper y soldar láminas de metal y a lanzar cosas muy lejos. Pero también me ayudas a picar las verduras del almuerzo, ¿bueno? Ahora sí cómete el cereal, que te va a dejar el bus.
La commedia dell’arte trajo al imaginario popular una serie de personajes entre los cuales figura Pierrot, el payaso trágico. Pierrot sufre por el amor de Colombina, quien lo abandona por Arlequín. Ruggero Leoncavallo trasladó a la música el drama de quien se ve obligado a entretener mientras sufre en su ópera Pagliacci (“Payasos”, 1892). En el aria más famosa de esta obra, “Vesti la giubba” (“Ponte el disfraz”), Canio descubre la infidelidad de su mujer pero debe seguir alistándose para su presentación.
“Vesti la giubba” (Plácido Domingo, Pagliacci, 1982)
Pónganle cuidado a la melodía entre 1:46-2:06. ¿La reconocen en las siguientes dos canciones?
“Payaso” (Raphael, Sin un adiós, 1970)
“It’s a Hard Life” (Queen, The Works, 1984)
El segundo ejemplo no viene mucho al caso, pero me encanta la coincidencia melódica. No obstante, Queen sí hace alusión al payaso trágico en otra de sus canciones, “The Show Must Go On” (Innuendo, 1991): “Inside my heart is aching, my makeup may be flaking but my smile still stays on”.
El payaso trágico en la balada romántica toma vida con la decepción amorosa, aunque de manera diferente que Pierrot. El agraviado se sabe payaso cuando su amada desdeña sus sentimientos (“Payaso”, Raphael) o cuando él se dedica a consolarla a sabiendas de que nunca se ganará su corazón (“Payasito”, Enrique Guzmán, 1963). El payaso es, en general, un perdedor resignado a su destino, como bien lo dice José José.
Payaso (José José, Reflexiones, 1984)
Contrario a Canio, el payaso de Leoncavallo que proyecta a su auditorio el sufrimiento que le ocasiona su mujer, el bufón romántico no tiene más público que la amada que lo desdeña. Así pues, su tormento es ser vitoreado por la misma persona que lo desprecia. Tal como dice Sandro en “Bravo por ti”, “nadie comprende que su condena cumple su tiempo al reír”.
“Bravo por ti” (Sandro, Gitano, 1970)
El payaso de la balada romántica nunca busca solucionar su situación, como sí ocurriría con Pierrot en el teatro o con el mismo Canio. Se puede decir, pues, que el ser payaso es tan solo una faceta en la personalidad de lo que podríamos llamar la voz poética de la balada. Hay esperanza, entonces, pero esta se encuentra en alguna otra canción.
Nunca he tenido mayor interés en conocer Corea del Norte. Las fotos de Kim Jong-Il mirando cosas son desconcertantes pero no ofrecen una ventana hacia algo que uno quisiera ver en persona, a no ser que uno sea una especie de ingeniero industrial y le interese mucho la supervisión del área de producción. Yo sé que en Pyonyang se esconden secretos fascinantes que solo son revelados tras entregar el pasaporte y cuidarse de no decapitar las estatuas de Kim Il-Sung en fotos, pero aún así… nah. No obstante, cuando uno se da cuenta de que está bastante cerca de la famosa zona desmilitarizada y es posible dar ese paso ya mismo, el nah se convierte en por qué no. Porque decir “estuve en Corea del Norte” suena más que bien, ¿no? Un español que trabajaba conmigo fue y al regreso nos mencionó ese detalle con la propiedad del aventurero que uno, humilde turista piscinero, desearía tener alguna vez. Esa mañana de mayo era mi oportunidad de impresionarlos a todos.
Ahora bien, esta suena como la introducción a una aventura sensacional por lugares prohibidos o un clásico ejemplo de chasco turístico con recuento de filas interminables, guías ininteligibles y comida mala. Sin embargo, la escena que nos disponemos a apreciar es completamente distinta. Le podríamos poner música de fondo, incluso, algo casi imperceptible para sacar de quicio al cinéfilo que esperaba persecuciones automovilísticas, metralletas o pena ajena. Aquí va:
Un hombre y una mujer llegan al primer piso de un hotel en Seúl, entran al restaurante y se sientan a esperar el desayuno —huevo frito, pan con mermelada, lechuga y maíz tierno—. A un costado del recinto hay una máquina de maíz pira y unos folletos grandes sobre una mesa. Tour a la zona desmilitarizada, anuncian. ¡Oh! ¿Se puede ir hasta Corea del Norte? ¿Así de fácil? Lleva la revistita a la mesa con una cara de “qué opina” para su acompañante. El solo decirlo ya suena emocionante: ir a Corea del Norte. El tour incluye almuerzo típico (¡además!).
Aquí es donde quiero que el tiempo pase más lentamente para dar la impresión de que algo importante está a punto de suceder. Dos extranjeros sentados en una mesita, como ya sabemos, esperando un suculento plato de huevo con lechuga, provocados de maíz pira, mirándose y mirando las fotos de matorrales en el folleto. El precio en won tiene varios ceros pero ellos no se acuerdan de la tasa de cambio ni a euros ni a yenes ni a nada. Suena caro, de todas maneras. Caro para ser un montón de pasto con un caminito atravesado por una raya. Aquí Corea del Sur, allá Corea del Norte. Tómense fotos y vuelvan al bus. Ah, y aquí tienen su bulgogi de medio pelo. Todo para tener derecho a una frase que deje perplejos a los interlocutores de cuanta reunión se atraviese en el futuro. Los viajantes se miran una vez más.
Los minutos recobran velocidad cuando se paran de la mesa con la decisión tomada. Es lamentable cómo los momentos más lentos de la vida comprenden situaciones que se olvidan al instante de terminar: una fila en el banco, el rellenar de casillas en un formulario, el primer desayuno en una capital asiática. Los viajantes cogen sus cosas y salen a Noryangjin, el mercado de pescado. Noryangjin, un nombre desconocido que nadie recomendó, un lugar donde los locales los miran perplejos, donde piden pescado tajado crudo a punta de señas y seguramente se los ofrezcan recién sacado del acuario del puesto contiguo. Nadie dará muestras de admiración cuando el tema venga a colación en conversaciones futuras con terceros, aunque también es posible que nunca lo lleguen a mencionar. A juzgar por la rapidez con que transcurre todo, la probabilidad de que uno de los dos no lo haya olvidado es bastante alta.
Este es un dibujo de mí misma tumbada de costado en la cama. Estoy mirando fijamente un punto indeterminado en la pared o más allá. Tengo que agregar unas notas musicales alrededor para indicar que está sonando un disco de Jesca Hoop —I’ve come to see that beauty is a thing that is without grace—. Al lado hay un paralelogramo negro a través del cual se deberían ver lucecitas, pero no es necesario tanto detalle. A veces creo que tengo los ojos abiertos como platos (un par de paréntesis encerrando unos puntos) y a veces creo que deberían ir entrecerrados (cada uno una T con el tronco muy corto). Tampoco sé si hacerme el peinado que tengo ahora o si dejar una Olavia estándar sin capul y pelo larguísimo. Creo que me decantaré por la Olavia estándar.
Voy a calcar el cuerpo en papel mantequilla y lo sobrepondré a unas rayas burdas en otras hojas. Ahora Olavia está en la parte inferior de un camarote. Afuera la esperan el Chao Phraya y un sinnúmero de manjares pero ella solo espera no terminar de morirse. A sus pies hay otro camarote, y en él, un austríaco intoxicado.
En otra hoja hay un gran rectángulo azul con un árbol del que penden erizos de mar.
En otra, un futón en medio del kibble del fin del mundo.
Y así sucesivamente.
Hay una constante en este dibujo de fondo cambiante más allá del cuerpo tumbado en papel mantequilla que no me he molestado en reproducir sino que apenas muevo de aquí a allá. No entiendo bien qué es. Posiblemente tiene que ver con que el dibujo en una hoja desearía estar en la otra, y cuando pasa a la otra extraña la siguiente. O tal vez es el eterno estado pasmado. Tal vez el dibujo en el cuarto siente que ha estado pasmado y perdido en todos esos otros escenarios pero en realidad solo lo está ahí, en esa representación de aquí.
Dios, qué aburrida estoy. Me pica quedarme en el mismo lugar mucho tiempo. Necesito despegarme de aquí, así sea para hacer la misma cara de lánguido desconcierto en otro paisaje.
El 11 de marzo de 2011 vi el primer cerezo en flor del año. Fue en Nagasaki, en una colina llena de casas antiguas entre cuyas puertas abiertas se colaba el viento marino con el eco de “Un bel dì, vedremo”. Era un día soleado y perfecto. Yo estaba planeando una serie de textos sobre los viajes del último mes y este era un bonito culmen: tulipanes, el mar difuminado entre las montañas, Madama Butterfly, aquel único cerezo en flor.
Después de mucho deambular por caminos empinados llegué a Dejima, la isla artificial que representaba el único contacto directo entre Japón y el extranjero hasta la era Meiji. Ya estaba cansada y aburrida de ver salones con muebles antiguos que a mí me resultaban muchísimo menos exóticos que al turista japonés promedio, así que tomé asiento en una sala de proyecciones al final de una exhibición sobre la historia del azúcar y abrí Twitter en el celular. Había un montón de mensajes para mí: querían saber cómo estaba yo. Estaban preocupados. ¿Qué había pasado?
En este momento, rememorando, lo que me impresiona es encontrar una foto tomada por mí a la hora en la que estaba temblando. Es obvio que la imagen no muestra nada fuera de lo normal, si yo estaba a mil kilómetros de Tsukuba. Es una mala foto, incluso. Un edificio antiguo de ladrillo y una mujer con una bolsa de compra revisando su celular. Feo ángulo, sobreexpuesta. No sé por qué quise recordar precisamente esa escena, aunque tampoco tiene ninguna conexión con lo que estaba ocurriendo en ese momento al norte de mi casa sin que hubiera manera de percatarme. Bien podría no haber tomado ninguna foto y seguir derecho por esa calle en busca de más lomas para explorar.
El sol de la tarde no perdió su brillo cuando Azuma me contó por teléfono que no pasaría la noche en nuestro edificio por el posible riesgo de colapso, pero fue el fin del tour por Dejima. Caminando un poco sin rumbo pero automáticamente volviendo al hotel hice un par de llamadas. Quise avisarles a mis padres antes de que llegara la ola de pánico que yo no estaba allá y, por consiguiente, estaba bien. Fue tan inútil como las barreras de contención que se desmoronaron bajo la primera embestida del tsunami en los pueblos desaparecidos.
Llegué al ryokan. Algo comenté con el dueño en recepción. Subí al cuarto. Prendí el televisor. El paisaje era familiar aunque no hubiera estado allí nunca. Y el agua se lo estaba comiendo todo.
Los pájaros —tan livianos ellos— están hechos de pitillitos.
Abren el pico y sacan la música que acumulan en todas esas flautas.
Me angustia ver televisión. Pasa el tiempo y de repente me doy cuenta de que los números del reloj han cambiado radicalmente y en mi cabeza no hay nada. Las imágenes pasan de la pantalla a mis ojos a mi nuca a la pared: soy una estatua de hielo —preferiblemente no un cisne—. No obstante, en estas primeras horas de libertad, disfruto dejando que las manecillas hagan ejercicios de estiramiento y den vueltas mientras Don y Betty Draper se revuelcan en su glamorosa miseria. Entonces salen los créditos y me doy cuenta de que el color del cielo ha cambiado. Oh, no: tengo que hacer algo. Me pongo a escribir esto pero suena música en mi cabeza. Tomo el ukulele y compruebo que no puedo tocar “The Fairest of the Seasons”. Vuelvo a escribir esto pero me doy cuenta de que es una idiotez. Debería ser como esos escritores que no duermen ni nada porque se lo impiden sus grandes ideas, pero solo se me ocurre pensar que ojalá cancelen New Girl porque ya está bueno de series donde la fealdad consiste en tener gafas y las mujeres se convierten en mujeres de verdad en esa escena donde salen por una puerta con vestidito y sin gafas y con vergüencita y los hombres quedan boquiabiertos. Oh, no. Ahora sí que se pasó el tiempo y, entre ver televisión y reflexionar sobre ella, no hice nada. Mejor dicho, me voy.
Empiezo a regodearme en la idea del tiempo, en la posibilidad de tenerlo. Cuando todo esto termine, que ya es dentro de muy poco, se extenderá ante mí una banda larguísima de segundos como un rollo de papel en blanco al lado de un montón de marcadores de colores. La gente se pregunta qué hacer con el dinero habido de repente, pero yo estoy pensando en cómo gastar tanto pero tanto tiempo. No puedo hacer una representación graciosa y cliché de la fortuna que está a punto de quedar en mis manos: no puedo recoger billetes de tiempo del piso y lanzarlos hacia arriba como hojas secas ni tirarlos sobre la cama y revolcarme entre ellos. Sin embargo, ya me veo corriendo por prados inexistentes con los brazos extendidos como La novicia rebelde, invitándome a mí misma a helados y películas y a leer en francés, tocando ukulele hasta despellejarme los dedos, sacando los lápices para dibujar, cogiendo Transmilenio de un portal a otro solo para ver cómo cambia el paisaje de Bogotá. A partir del lunes seré la persona más afortunada del mundo: estoy a punto de quedar en el desempleo y me siento heredera de un imperio.
El sonido del entorno subacuático es más agradable en las películas que en la vida real. Cuando uno se sumerge en el agua todo suena como si uno fuera un drenaje y el mundo se estuviera yendo a través de uno, sensación que se confirma cuando uno sale a tomar aire y los oídos hacen como si las últimas gotas de universo hubieran terminado de desocuparse. Si las boyas o los icebergs tuvieran oídos —como los nuestros, no otolitos de pez—, seguramente vivirían irritados del constante cambio entre el sonido del aire y el sonido del agua con la inestabilidad de la superficie en la que flotan. Lo contienen todo y de pronto no. Otra vez lo contienen todo y de pronto no. Claro que no sé si preferirían la permanencia de lo primero o lo segundo. Glugluglu.
Hoy vi en televisión que el Papa estaba beatificando gente. No recuerdo cuál es el procedimiento para la beatificación, creo que es como cuando uno acumula sellos en las tarjetas de puntos y, entre más tengas, mejores premios te dan. Para los PapaPuntos hay que tener milagros comprobados, si mal no estoy. Me imagino a los fieles llamando a la línea de atención de la Oficina de Beatificación, Santificación y Milagros para reportar manchas de humedad, curaciones, misterios inexplicables (leer lentamente con voz nasal y entonación ondulada). Y luego a los curas-inspectores viajando para establecer si fue un milagro o no lo que hicieron Dominguito Savio, Juana de Arco, Karol Wojtyla o alguna monja muerta en Centroamérica.
Cuando era chiquita quería ser santa para figurar en el almanaque del Divino Niño del 20 de Julio. Yo no quería que me adoraran ni nada, lo único que me hacía ilusión era ver mi nombre impreso y multiplicado por todas partes. Después pensé que para adquirir ese tipo de fama tenía que morirme primero, y entonces ya no me entusiasmó tanto la idea. Más adelante quise ser monja, ya no por el reconocimiento sino porque estaba segurísima de que nunca jamás de los jamases le atraería a nadie, así que —siguiendo la lógica eclesiástica aprendida en el colegio— si no me casaba con un hombre, me casaría con Dios. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de darme cuenta en unos retiros espirituales de que el matrimonio con Dios es un muy mal negocio porque una ahí no es la esposa sino la empleada del Altísimo. Había una monja argentina en el convento al que nos llevaron, lindísima, y no hacía sino trapear y hornear tortas. Triste prospecto. Los geranios negros en los pasillos no lograban compensar la decisión tomada: figuró resignarse a afrontar la soledad de las adolescentes feas, esa que se siente como si fuera a durar para siempre. Claro, también estaba la opción de vivir como las monjas de Minnesota que habitaban nuestro colegio, cómoda y de particular, pero sin llegar a sopesar siquiera esa posibilidad me enteré de que María Magdalena y la adúltera no eran la misma persona y que en Japón la mayoría de la gente afirma no tener religión y logra vivir así tan campante. Y además le gusté a alguien. Shock y fin del problema.
En fin, ha pasado el tiempo y mucho ha cambiado. Ya no tengo ni medio chance de figurar como adalid de la moral en ningún lado, y tampoco es que quiera. De todas maneras mi afán de santidad nunca fue más que el deseo de ver mi nombre impreso en algún lugar visible. Por ahora, para eso está el blog.