Me ponían a cuidar un gato. Era gordito y redondito, como los de las ilustraciones de Gemma Corell. Me gustaba consentir al gato, era tan suave y blandito. Pero entonces el gato me decía que yo era demasiado consentidora, aunque usaba otras palabras para decirlo. Yo le decía que él era un gato argentino y yo era colombiana y por eso no entendía lo que quería decir, pero que en todo caso ya lo iba a dejar en paz y que por eso era que tenía yo un perro. Después me la pasaba ignorándolo con rabia.
Estábamos en un lugar en invierno con toda mi familia. Yo creía que había botado un guante fucsia pero no. Al principio tenía puesta mi chaqueta de invierno de Iowa, pero luego tenía la de Tsukuba. Mi mamá nos contaba a mi hermana y a mí que nadie nos iba a acercar a nuestra casa. Yo intentaba pensar en soluciones para coger Transmilenio, pero mi hermana decía que no sabía cómo llegar desde la Avenida Suba. Yo decía que yo sí sabía, pero no me hacía caso.