Estaba en Bogotá. Una manicurista me veía las uñas de la mano derecha y, arguyendo que estaban impresentables, me las cortaba al pegue con unas tijeras grandísimas. Solo después se enteraba de que yo tocaba ukulele y sin uñas ya no podría. Yo estaba acongojada porque esta era mi última semana en Japón y no podría tocar en estos días tan importantes. Entonces resultaba montada en un Transmilenio bajando por la 80 y me preguntaba por qué rayos estaba desperdiciando mis últimos días en Japón pasándolos en Bogotá.
Archive for January, 2011
No tengo claro lo que pasaba al principio de este sueño. Recuerdo un concurso de belleza en el que algunos amigos (gente que no existe en realidad) querían que participara una mujer que no era delgada. Se veía linda en su trusa de lentejuelas rosadas. Alguien se oponía. Era un médico joven. Decía que hablaba en latín. Intentaba engañarnos hablando en español, pero yo lo delataba. Él insistía que eso era latín. Yo le decía que máximo hablaba un idioma descendiente del latín vulgar. El médico se ponía furioso, sacaba una motosierra y cortaba por la mitad (desde la entrepierna) a Abraham Lincoln, quien estaba parado ahí al lado de un personaje bíblico. Se podía ver que al mismo tiempo brotaba sangre del personaje bíblico, como si la sierra también lo cortara a él. Estos acontecimientos originaban el fin del mundo y la destrucción de todos los vivos y todos los muertos.
La novia (o ex novia) de Himura se me aparecía en MSN y me decía que yo había ganado (¿?), por lo cual podía escoger el nombre de quién sabe qué cosa en Internet. Yo le decía que por qué no dejaba de ser tan terriblemente odiosa.
Himura estaba furioso dizque porque yo estaba stalkeando su blog. Me decía que “me daba garra”.
Tenía un apartamento lleno de figuras en piedra de personajes de Disney y souvenirs sobrantes de los Disney Resorts. Les contaba a mi mamá y mi hermana que mi apartamento nunca se había sentido como un hogar porque todo este tiempo me había tocado convivir con esas cosas que nadie se había querido llevar, así que me sentía como viviendo en una bodega. Había incluso tres maniquíes ocupando un sofá. Mi mamá y mi hermana me recomendaban que me deshiciera de todo eso ya que nadie lo reclamaría.
j. se quejaba de que todos sus familiares tenían los ojos claros y él no. Yo quería decirle—pero al fin no decía—que él tenía los ojos color café claro. Pensaba en ellos. Podía verlos bien.
Acababa de teñirme el pelo de rubio. Me veía chistosa pero no del todo mal. En todo caso sentía que había arruinado mi pelo larguísimo. Decidía ir a Tokio un rato, así fuera solo para entrar a H&M y comprar algo de ropa. Tomaba el Tsukuba Express. A mi lado se sentaba un extranjero y empezaba a manosearme. Me cogía por la cintura, me sentaba sobre su regazo y me tapaba la boca. Empezaba a gritar pero no se oía mucho, aunque estaba haciendo el suficiente escándalo para que se dieran cuenta los otros pasajeros y llamaran a la policía. Me daba cuenta de que tenía el ukulele en la mano y empezaba a pegarle con él, pero luego se lo entregaba a una señora y seguía dándole puños. Lo aprehendían y el tren volvía a la normalidad, pero me sentaba y sentía que el puesto olía al perver. Me daba mucho asco y se lo decía a un señor japonés que estaba sentado al lado mío. Pedía mi ukulele y me traían dos, pero ninguno era el mío. Me quejaba, explicaba en japonés que se lo había entregado a una señora, pero no recordaba la cara ni el vestido de la señora.
A mi lado resultaba otro extranjero muy parecido a Philip Seymour Hoffman que tenía una caja de guitarra abierta y la gente le echaba dinero pese a que no estaba tocando nada. Conversábamos y me caía súper bien. Le decía que deberíamos volver a hablar. Me daba una tarjeta de presentación para que escribiera mi teléfono detrás, pero me costaba escribirlo. El esfero que me prestaban no pintaba bien y olvidaba los últimos dígitos. Por accidente le entregaba la tarjeta a una anciana japonesa amable, pero no me arrepentía. El clon de Philip Seymour Hoffman me daba otra tarjeta y un portaminas. Me quedaba un poco mejor escrito y se lo entregaba. Le preguntaba por la caja. Me enteraba de que tocaba ukulele. Le contaba que yo también tocaba ukulele pero acababa de perderlo. Se ofrecía a ayudarme a recuperarlo.
Me bajaba en Akihabara, pero era un lugar donde estaban llevando a cabo un concurso colombiano. Era un concurso donde la gente tenía que huir de los trenes y de unos tubos gigantes de colores que ocupaban los espacios a toda velocidad y estaban llenos de agua. De repente yo también estaba corriendo mientras me caía agua y los vehículos gigantes amenazaban con llevarme por delante. Al parecer una concursante había quedado malherida. Otro concursante era Julián Román, que me ayudaba a esquivar los obstáculos.
De pronto me salía de la arena del juego y resultaba en un McDonald’s que estaba dividido en varias secciones. Hacía fila y me hacían descuento en un tinto por ser estudiante, pero yo no quería tinto, así que volvía a hacer fila. Las filas eran laberínticas, así que ya no volvía a encontrar la sección de los tintos sino una más grande y morada, de los postres. Los trabajadores del lugar eran colombianos, al parecer ya no estaba en Japón. Me preguntaban si quería té, helado o chocolate. Yo quería un helado de chocolate con algo crocante. Me daban a degustar un helado a medio derretir de chocolate y galletas tipo Oreo, pero aparecía una mesera japonesa y me avisaba (en japonés, claro) que la degustación me costaría ¥450. Ah, claro, si yo no estaba cargando pesos sino yenes, pensaba. Los demás meseros me ignoraban un rato hasta que al fin me atendían y me daban un helado enorme de chocolate con algo crocante tipo Ferrero Rocher y me andaban encimando pedacitos de Andes de cereza y otros dulces desconocidos. Me sentaba en una mesa en forma de pretzel. Entendía que tenía dos minutos para degustar y si me gustaba, me pasaba a una mesa más grande y pagaba. Si no, me cambiarían el pedido. Me parecía un sistema maravilloso y recordaba que lo había leído de un señor que antes salía en todas partes en Internet. A mi lado había un relojito digital marcando el tiempo que me quedaba. El helado me gustaba y me cambiaba de puesto. La gente celebraba porque había hecho una venta más.
Hojeaba un libro de fotos acerca de tres generaciones de mujeres muy longevas. La mayor había nacido en 1751. Se había quedado ciega. Al parecer todas las personas tan tan tan viejas siempre perdían la vista, según decía el libro. Primero en un ojo, luego en el otro. En el hospital donde tenían a las personas tan tan tan viejas les ponían un gorro que les tapaba hasta los ojos inútiles y unos mitones. En la foto se veían los ancianos caminando a ciegas con los brazos extendidos hacia adelante. La explicación en la parte inferior de la página decía que este experimento demostraba no sé qué instinto de supervivencia. Se veía bastante cruel. Pobres ancianos.
Cavorite tenía otra copia del libro y me preguntaba qué querían decir las primeras páginas, donde aparecían el abecedario y una muestra de kanji en letras gigantes. Yo estaba somnolienta, pero alcanzaba a decirle que probablemente era una guía tipográfica.
Me estaba quedando en un hotel lujosísimo en Estados Unidos. Edward Herrmann me invitaba a dar un paseo con él en The Hamptons. Yo había dejado mi maleta lista y me había ido a dar vueltas o algo así, y llegaba al hotel cuando el bus nos estaba esperando. En el ascensor me preguntaban de qué compañía era el bus, yo decía “Willer”. El bus era igualito a uno de los que abordé en el paseo a Nara hace poco (en efecto, de la compañía Willer). El conserje me decía que había oído algo sobre el arribo del bus. Edward Herrmann (con el vestido y la actitud de Richard Gilmore) me decía que no había tiempo de alistar nada más y deberíamos abordar el bus. Yo no me había bañado, así que estaba un poco incómoda, pero el viaje duraba apenas una hora. Entonces me daba cuenta de que nuestro bus Willer no era un yakou basu sino un Hampton Jitney.
Ya en The Hamptons nos enterábamos de que los paramilitares se habían tomado la zona y estaban expropiando las fincas de todos. Carlos Castaño comandaba el ataque y me decía que tenía tiempo de llamar a mi familia y avisarles para que huyeran, porque al que encontraran lo matarían. Sin embargo, yo no tenía el teléfono de nadie. Había una gran procesión de gente detrás de los paramilitares, impotentes viendo cómo poco a poco iban diciendo “esto es nuestro” en cada finca donde entraban. Yo reconocía parajes, pensaba que la última vez que había recorrido estos caminos tenía 13 años, me ponía a llorar. Temía que los paramilitares fueran a encontrar a mi tío y a mi prima, a quienes no había podido avisarles que todo lo iban a perder. Pensaba también que no tenía sentido ser dueño de tierras. ¿Para qué? Quería desentenderme de esto tan pronto como fuera posible, pero pensaba en la casa que había construido mi abuelo. De repente estábamos en un lugar cerrado, como si esta fuera una representación y en vez de recorrer trochas recorriéramos pasillos. Unos curas aparecían y cerraban con cortinas negras la entrada a un pasadizo. Entonces todos sabían que los paramilitares, que estaban más allá del pasadizo que no podíamos atravesar, se habían aburrido de solo expropiar y habían empezado a matar. Todo el mundo huía. Yo podía ver a Edward Herrmann y él a mí, pero no podíamos reunirnos entre la turba.
De repente aparecía Mel Brooks como rabino y nos avisaba que la única esperanza recaía en mí: había que circuncidarme. Yo me excusaba por no haberme depilado en mucho tiempo. Estaba dispuesta a hacer el sacrificio pero tenía mucho miedo. Encontraban mi clítoris, que era grande y plateado, y a todos les parecía hermoso. Estaban a punto de pinchármelo con un tenedor hasta que Mel Brooks sacaba un escalpelo. Yo les pedía que por favor no lo fueran a cortar de verdad. Al fin y al cabo, esta era una representación. Entonces me rozaban apenas con la punta roma de algo, tal vez el mismo escalpelo, y celebraban.
Mi mamá y una compañera de clase de japonés de Los Andes venían a visitarme en Tsukuba. Era tarde en la noche y la compañera tenía hambre, pero todo había cerrado a las ocho, así que yo solo atinaba a decirle que fuera a comer a McDonald’s. Me arrepentía y sugería uno de esos restaurantes japoneses de centro comercial que no suelen ser nada llamativos, pero la idea no calaba. Al fin íbamos a comer Masayasu, mi mamá, ella y yo, pero en mitad de la comida la que estaba sentada frente a mí ya no era mi mamá sino Nellie McKay. Nos poníamos a cantar a dúo “If I Had You”. Yo estaba emocionadísima y casi llorando, y quería decirle que había sido por ella que yo había empezado a tocar el ukulele.
De pronto estaba quién sabe en dónde en Estados Unidos, en un coro dirigido por el Padre Francis. Todo el mundo se sabía la canción menos yo. Aparecía una monja gringa gorda que me quería mucho no sé por qué. Se parecía a mi abuela paterna. Tenía el pelo muy corto, que mojado se veía medio punk. Yo pensaba que algún día me cortaría el pelo así de corto así luego resultara viéndome igualita a mi abuelita. Cantábamos juntas, creo que una de los Beatles. Yo hacía la voz baja (como siempre). Mi mamá aparecía de la nada y me regalaba un montón de marcadores Crayola; yo me sentía como si hubiera regresado a la infancia. Tenían tapas raras y doble punta y había que taparlos porque venían destapados. Sostenía en la mano uno verde biche: era casi igual a los marcadores Prismacolor que me compré con mis ahorros cuando tenía 8 años.
Vivía en casa de mi tía y tenía un vecino muy bonito que estaba enamorado de mí. Me instaba a que saltara de un balcón para irme con él pero me daba miedo ir a partirme un pie o algo así. Asomada al balcón evaluaba las paredes para bajarme poco a poco. Aparecía mi papá y yo cancelaba la idea de saltar pero quería darme muchos besos con este personaje. De repente estaba rescatando un montón de aretes de un hueco. No sé a quién habían pertenecido, yo tenía la sensación de que eran míos, pero otras personas los estaban reclamando como una especie de herencia. En algún punto alguien me decía que yo tenía acento chileno.