Mi familia y yo estábamos en un laberinto. Mi mamá y mi hermana se iban a ir, pero mi papá decidía buscar la salida y yo, que por alguna razón me quería ir también, decidía quedarme. Pensaba en lo mucho que me gustaban los laberintos y los sueños que los contenían.
No sé cómo resultaba atacada por un enjambre de insectos extraños que se pegaban a la piel como garrapatas. Por más que intentaba arrancármelos se me pegaban más y más. Lograba quitármelos solo de una pierna y su respectivo glúteo. De repente estaba en una calle cada vez más llena de unas matas rastreras que crecían directamente sobre el asfalto, y sobre las cuales se reproducían estos bichos. A veces aparecían unos tan grandes como mi mano; esos nos daban aún más miedo porque podían abrirle a uno el esternón en caso de posarse sobre el pecho. Un hombre con el que andaba luchaba contra estos animales pero se encontraba con una cosa verde (¿vegetal?) que se le pegaba a la cara y amenazaba con derretírsela. Por alguna razón todos teníamos cierta esperanza de poder deshacernos de todas las plagas.
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