M., una niña del curso, me preguntaba con horror si no me había depilado las piernas. “No últimamente”, respondía yo con toda frescura. Me sentía orgullosa de mí misma por no ponerle cuidado a lo que dijeran ellas.
En el salón del colegio una compañera me prendía un salpullido. Me mandaban a la enfermería, donde me metían a una tina y diluían en el agua una especie de limpiador para quitarme la erupción. No me daba vergüenza estar desnuda frente a la enfermera.
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