Estaba en Tokio, a la entrada de una exhibición de Uniqlo. No me decidía a entrar. Entonces pensaba “yo ya he vivido acá”, y mi inseguridad se disipaba. Había ropa chévere en la muestra. Miraba por una ventana y veía el típico paisaje tokiota con paredes grises y pendones de colores. Era emocionante. Quería aprovechar el tiempo y, en cierto modo, lamentaba no vivir más en la ciudad. Miraba el reloj (tenía uno de pulsera). Eran las 3:15.
(Volví a dormir.)
Estaba de nuevo en Tokio, pero con mi papá. Estaba terquísimo y no me dejaba guiarlo. Le decía que no había atajos en la ciudad y tendríamos que tomar trenes llenos, pero él insistía en darle la vuelta a la estación para buscar un tren vacío. Luego compraba una pizza y la botaba porque estaba horrible. Yo le decía que obviamente iba a ser así porque la pizza en Japón siempre es fea y él debería hacerme caso a la hora de elegir comida. Llegábamos a un apartamento de unos desconocidos. Mi papá se emborrachaba y me decía que nos fuéramos pero yo me rehusaba a irme. Le contaba al dueño del apartamento (en japonés) que yo había vivido en Japón hacía años, que antes podía hablar en japonés bien pero ya no. Me costaba mucho trabajo decir esas frases. Me iba a dormir. Mi cuarto quedaba en el baño.