Me iban a operar la rodilla. La operación iba a ocurrir en un anfiteatro, junto con muchas otras. Alcanzaba a ver en una pantalla a un intérprete simultáneo con unos audífonos antiguos (el señor mismo parecía sacado de los años 70). Me sentaban en una especie de silla de odontólogo y me inyectaban algo en el codo (metían la jeringa y la movían por dentro) y luego me dejaban conectada al suero con la aguja que le ponen a uno en el dorso de la mano. Yo empezaba a quedarme dormida, pero no sabía si era porque no estaba pasando nada o porque ya me iban a operar. Pensaba que ahora iba a tener una cicatriz en la rodilla. Me la miraba y tenía ya un hueco. De repente me preguntaba si no sería que esto era un sueño porque lo que yo necesito no es cirugía sino fisioterapia.
Estaba enseñando en un colegio y por haberme ido a operarme la rodilla había dejado el teléfono en una mesa de la cafetería. Lo encontraba donde lo había dejado, pero los niños lo habían rayado todo con algo filudo: no solo eran rayones sino que además había mensajes de odio con sus firmas. Iba a la rectoría a quejarme y aclaraba que los mensajes hablaban de “white privilege” siendo que “I’m not even white”.
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