Me invitaban a una fiesta donde también estaba una ex jefa que me había tratado mal. Ella hacía hasta lo imposible para no sentarse al lado mío. A algunos conocidos les hacía gracia su incomodidad. Me pasaban pasabocas y yo me encartaba con el plato. Trataba de sacar mariscos del plato con una especie de papadum. Me preguntaba si debía ser amable con ella o decirle que era la peor persona del mundo. Aparecía una compañera del curso vestida con el uniforme del colegio. Le preguntaba qué hacía vestida así si ya estaba casada y con hijos. Hablaba del origen de los colores del saco antiguo (café por la cruz de Cristo, decía). Yo le decía, ¿y entonces de dónde sale el anaranjado tan horrible de la falda? Ella se iba, furiosa.
De repente ya no estábamos en la fiesta sino que nos estaban empujando a toda velocidad (¿en una silla de ruedas? ¿en un coche? ¿en un carrito de supermercado?) hasta un sitio que yo identificaba como La Fontana. Era una clínica con un jardín central enorme rodeado de muchas pastelerías con comensales viejitos. Yo mencionaba que me encantaban las pastelerías de anciano con nombres tales como “La Vieja Viena” y los pastelitos llenos de frutas. Aclaraba que en realidad no comía casi postres. Me encontraba a mi mamá llorando sobre el mostrador de un almacén porque la estaban tratando de estafar en la venta de una garrafa de algo. El vendedor me informaba el precio que le estaban dando.