Estaba paseando con mi abuela cuando llegábamos a un parque que tenía un centro de interpretación donde podíamos ir al baño. De repente, al entrar, eso ya no era ningún parque sino un refugio (tal vez) en una zona de guerra en el África. Yo entraba al baño pero me tocaba huir porque se me aparecía un guerrillero africano, me apuntaba con una AK-47 y me decía “the teacher says good day to you” (como en la primera escena de The Interpreter). Yo corría y corría, y en el camino veía cómo levantaban gente en grúa para ahorcarla. Todos eran extranjeros, y estaban desnudos. Podía oírlos asfixiarse. En la calle había más extranjeros amarrados, muertos o agonizando, retorciéndose. Yo corría y los esquivaba. Al final de una calle encontraba un grupo de coreanos amarrados que aún estaban vivos y vestidos. Los soltaba y me agradecían mucho. Incluso me regalaban algo bordado con mi nombre y un mensaje de agradecimiento. Yo intentaba llegar al aeropuerto corriendo pero me perdía y apenas podía seguir hordas de niños que rompían cadenas para no quedar atrapados en callejones sin salida. Así terminaba yo en un centro de rehabilitación para niños víctimas de la guerra en vez de lograr huir del país. La guerrilla africana que se había tomado la región tenía ayudantes de las Farc. Uno de ellos pasaba sonriente en el centro de rehabilitación. Allí yo trabajaba como intérprete. Tratábamos de entrevistar a una niña que había quedado con el cerebro expuesto al aire. Ella lloraba e intentaba tocar una guitarra de juguete desafinada. Las otras extranjeras que querían entrevistarla insistían, pero a mí me parecía que no había que forzarla. Tenía partes de la piel aclaradas, como en una especie de vitiligo. Me forcé a despertarme apenas pude.
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