Un conocido de Internet tenía un apartamento muy grande. Yo llegaba allá, hablábamos del ruido que llegaba de las casas alrededor, que estaban en obra. Por alguna razón me desvestía, creo que me incomodaba la camisa que llevaba puesta. Llegaba la esposa y yo, muy calmada, le decía que me había cogido cambiándome. Ella no se ponía brava ni nada. Mejor porque con el esposo no había estado haciendo nada. Me enteraba de que ellos vivían al lado de la casa de los padres de uno de los dos. El papá los iba a llevar a algún lado y de pronto me iba a acercar a mí a la casa.
Salíamos del edificio y llegábamos a una playa. El mar estaba encerrado entre dos hileras de edificios y corría por un andén. Parecía un mar muy tranquilo per de repente venía una ola —más bien una onda, un montículo de agua—, lo levantaba a uno del suelo y lo arrastraba lejísimos. Su engañosa calma era el atractivo turístico de este lugar. En una de las venidas de la ola yo decidía ser fuerte, agarrarme de una estructura de concreto por el pie y coger de la mano al contacto de Internet para no dejar que la ola se lo llevara. Entonces me daba cuenta de que estaba en Estados Unidos, haciendo una escala larga, pero no sabía si mi destino final era Pittsburgh o San Francisco.
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