Acababa de teñirme el pelo de rubio. Me veía chistosa pero no del todo mal. En todo caso sentía que había arruinado mi pelo larguísimo. Decidía ir a Tokio un rato, así fuera solo para entrar a H&M y comprar algo de ropa. Tomaba el Tsukuba Express. A mi lado se sentaba un extranjero y empezaba a manosearme. Me cogía por la cintura, me sentaba sobre su regazo y me tapaba la boca. Empezaba a gritar pero no se oía mucho, aunque estaba haciendo el suficiente escándalo para que se dieran cuenta los otros pasajeros y llamaran a la policía. Me daba cuenta de que tenía el ukulele en la mano y empezaba a pegarle con él, pero luego se lo entregaba a una señora y seguía dándole puños. Lo aprehendían y el tren volvía a la normalidad, pero me sentaba y sentía que el puesto olía al perver. Me daba mucho asco y se lo decía a un señor japonés que estaba sentado al lado mío. Pedía mi ukulele y me traían dos, pero ninguno era el mío. Me quejaba, explicaba en japonés que se lo había entregado a una señora, pero no recordaba la cara ni el vestido de la señora.
A mi lado resultaba otro extranjero muy parecido a Philip Seymour Hoffman que tenía una caja de guitarra abierta y la gente le echaba dinero pese a que no estaba tocando nada. Conversábamos y me caía súper bien. Le decía que deberíamos volver a hablar. Me daba una tarjeta de presentación para que escribiera mi teléfono detrás, pero me costaba escribirlo. El esfero que me prestaban no pintaba bien y olvidaba los últimos dígitos. Por accidente le entregaba la tarjeta a una anciana japonesa amable, pero no me arrepentía. El clon de Philip Seymour Hoffman me daba otra tarjeta y un portaminas. Me quedaba un poco mejor escrito y se lo entregaba. Le preguntaba por la caja. Me enteraba de que tocaba ukulele. Le contaba que yo también tocaba ukulele pero acababa de perderlo. Se ofrecía a ayudarme a recuperarlo.
Me bajaba en Akihabara, pero era un lugar donde estaban llevando a cabo un concurso colombiano. Era un concurso donde la gente tenía que huir de los trenes y de unos tubos gigantes de colores que ocupaban los espacios a toda velocidad y estaban llenos de agua. De repente yo también estaba corriendo mientras me caía agua y los vehículos gigantes amenazaban con llevarme por delante. Al parecer una concursante había quedado malherida. Otro concursante era Julián Román, que me ayudaba a esquivar los obstáculos.
De pronto me salía de la arena del juego y resultaba en un McDonald’s que estaba dividido en varias secciones. Hacía fila y me hacían descuento en un tinto por ser estudiante, pero yo no quería tinto, así que volvía a hacer fila. Las filas eran laberínticas, así que ya no volvía a encontrar la sección de los tintos sino una más grande y morada, de los postres. Los trabajadores del lugar eran colombianos, al parecer ya no estaba en Japón. Me preguntaban si quería té, helado o chocolate. Yo quería un helado de chocolate con algo crocante. Me daban a degustar un helado a medio derretir de chocolate y galletas tipo Oreo, pero aparecía una mesera japonesa y me avisaba (en japonés, claro) que la degustación me costaría ¥450. Ah, claro, si yo no estaba cargando pesos sino yenes, pensaba. Los demás meseros me ignoraban un rato hasta que al fin me atendían y me daban un helado enorme de chocolate con algo crocante tipo Ferrero Rocher y me andaban encimando pedacitos de Andes de cereza y otros dulces desconocidos. Me sentaba en una mesa en forma de pretzel. Entendía que tenía dos minutos para degustar y si me gustaba, me pasaba a una mesa más grande y pagaba. Si no, me cambiarían el pedido. Me parecía un sistema maravilloso y recordaba que lo había leído de un señor que antes salía en todas partes en Internet. A mi lado había un relojito digital marcando el tiempo que me quedaba. El helado me gustaba y me cambiaba de puesto. La gente celebraba porque había hecho una venta más.
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