Me estaba quedando en un hotel lujosísimo en Estados Unidos. Edward Herrmann me invitaba a dar un paseo con él en The Hamptons. Yo había dejado mi maleta lista y me había ido a dar vueltas o algo así, y llegaba al hotel cuando el bus nos estaba esperando. En el ascensor me preguntaban de qué compañía era el bus, yo decía “Willer”. El bus era igualito a uno de los que abordé en el paseo a Nara hace poco (en efecto, de la compañía Willer). El conserje me decía que había oído algo sobre el arribo del bus. Edward Herrmann (con el vestido y la actitud de Richard Gilmore) me decía que no había tiempo de alistar nada más y deberíamos abordar el bus. Yo no me había bañado, así que estaba un poco incómoda, pero el viaje duraba apenas una hora. Entonces me daba cuenta de que nuestro bus Willer no era un yakou basu sino un Hampton Jitney.
Ya en The Hamptons nos enterábamos de que los paramilitares se habían tomado la zona y estaban expropiando las fincas de todos. Carlos Castaño comandaba el ataque y me decía que tenía tiempo de llamar a mi familia y avisarles para que huyeran, porque al que encontraran lo matarían. Sin embargo, yo no tenía el teléfono de nadie. Había una gran procesión de gente detrás de los paramilitares, impotentes viendo cómo poco a poco iban diciendo “esto es nuestro” en cada finca donde entraban. Yo reconocía parajes, pensaba que la última vez que había recorrido estos caminos tenía 13 años, me ponía a llorar. Temía que los paramilitares fueran a encontrar a mi tío y a mi prima, a quienes no había podido avisarles que todo lo iban a perder. Pensaba también que no tenía sentido ser dueño de tierras. ¿Para qué? Quería desentenderme de esto tan pronto como fuera posible, pero pensaba en la casa que había construido mi abuelo. De repente estábamos en un lugar cerrado, como si esta fuera una representación y en vez de recorrer trochas recorriéramos pasillos. Unos curas aparecían y cerraban con cortinas negras la entrada a un pasadizo. Entonces todos sabían que los paramilitares, que estaban más allá del pasadizo que no podíamos atravesar, se habían aburrido de solo expropiar y habían empezado a matar. Todo el mundo huía. Yo podía ver a Edward Herrmann y él a mí, pero no podíamos reunirnos entre la turba.
De repente aparecía Mel Brooks como rabino y nos avisaba que la única esperanza recaía en mí: había que circuncidarme. Yo me excusaba por no haberme depilado en mucho tiempo. Estaba dispuesta a hacer el sacrificio pero tenía mucho miedo. Encontraban mi clítoris, que era grande y plateado, y a todos les parecía hermoso. Estaban a punto de pinchármelo con un tenedor hasta que Mel Brooks sacaba un escalpelo. Yo les pedía que por favor no lo fueran a cortar de verdad. Al fin y al cabo, esta era una representación. Entonces me rozaban apenas con la punta roma de algo, tal vez el mismo escalpelo, y celebraban.
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