Estaba caminando con mi mamá y encontrábamos un potrero. Queríamos cruzarlo pero era propiedad privada de unos alemanes. Tenían las caras rojas y se reían. A veces yo entendía lo que decían, pero lo que más me llamaba la atención era pensar que el colonialismo había convertido mi país en una colección de fincas de extranjeros. Éramos su patio de descanso. Pensaba esto mientras subía unas escaleras que bordeaban el potrero, que era una pendiente pronunciada. Ya arriba volteábamos a la derecha y seguíamos caminando hasta encontrar un puente levadizo al que le faltaba la mitad. El viento sacudía la mitad donde estábamos paradas como una radiografía. Había gente parada en el puro borde y se divertían subiendo y bajando, pero a mí me daba miedo que alguien fuera a salir volando. De repente seguíamos en el mismo puente pero sentadas: era una atracción de un parque de diversiones. Justo adelante había una rueda de Chicago sin cinturones de seguridad. Un niño salía volando, yo lo veía caer como en cámara lenta, pero retiraba la mirada antes de que tocara el suelo. Sonaba el impacto. Una ondulación más del puente donde estaba yo: el cadáver se veía colgando de los hierros de la rueda. Una niña lo recogía llorando y seguía montada en la rueda. De repente un bebé y una niña chiquita se caían de la rueda también, pero me caían encima a mí. Yo los sostenía duro. La madre me agradecía pero decía que estaba confiada en que alguien más los salvaría en caso de qué cayeran. Me impresionaba la irresponsabilidad de la señora. Nos bajábamos del puente y seguíamos caminando.
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