Iba a comer en un restaurante con el amigo peruano de Azuma en Tokio. Él esperaba que yo lo guiara por ahí pero yo estaba mal de un pie y estábamos en un barrio donde no había nada, así que me rehusaba a seguir caminando. Él se ponía de mal genio y yo me ponía peor. Claro, si a él no le importaba ni que ese fuera un barrio oscuro con todo cerrado ni que yo anduviera cojeando aguantándome el dolor.
Estaba en un apartamento de paredes de mármol beige. Estaba casada con mi vecino. Éramos de esas parejas que hablan en el baño mientras uno se baña y otro está en la taza. Lo miraba de abajo a arriba. Tenía panza. Pensaba que a todos los hombres tarde o temprano les salía panza. Nos enterábamos de que iba a haber una catástrofe a la altura de Holanda (o eso adivino del mapa que veía en el sueño), así que nos preparábamos para huir a España. De repente ya no estaba con él sino con mi mamá y mi hermana, y ya no íbamos a huir sino que nos íbamos de paseo. Mis gafas aparecían rotas. Mi mamá me preguntaba si no podría aguantarme el paseo sin gafas, viendo los edificios un poco borrosos. “No alcanzo a ver siquiera los edificios”, le respondía. Recordábamos el episodio en que a mi papá le había tocado andar por Buenos Aires sin lentes. Caía en cuenta de que tenía los lentes de contacto para reemplazar las gafas aunque con ellos no vería bien por un ojo.