Viajaba con mi mamá por Upstate New York. Tenía que encontrarme con ella en The Hamptons. Yo había estado quedándome en algún lugar y el paseo hasta el lugar de encuentro resultaba mucho más largo de lo esperado. Caía en cuenta de que no había hecho check-out en el hostal y había dejado todas mis cosas regadas por ahí. Esperaba que no me robaran nada.
Iba en un tren. El paisaje alrededor era oscuro, vacío y cubierto de nieve. Alguien me decía que así eran el norte de Estados Unidos y Canadá. Yo decidía que nunca jamás viviría en Canadá.
De repente estaba en un bus con mi mamá y otras señoras. Ella había descubierto que ellas hablaban español y ahora departían incluso con el conductor, que también era latino. Yo iba detrás, callada. Una de las señoras preguntaba por mi ukulele, que tenía sobre el regazo. Llegábamos a un pueblo y el conductor advertía que lo mejor era no detenernos en el paradero porque se podrían subir homófobos a atacar. Seguíamos por entre un bosque.
Llegábamos a The Hamptons. Nos íbamos a quedar en una mansión antigua abandonada. Preguntaba a quién pertenecía la casa, porque me parecía un poco sospechoso ocupar lugares ajenos así sin más. “A todos, ¿no ves que es un manor?”, me decía una anciana. Era como si en el pueblo solo quedaran sirvientes ancianos que nos dejaban ocupar las casas de sus amos.
De repente estaba sola en la casa. Aparecía un anciano y yo me asustaba muchísimo. Él me tranquilizaba. Aparecían cosas de la nada sobre una mesa y yo descubría que se trataba de una máquina del tiempo a través de la cual Cavorite me estaba dejando mensajes. Me dejaba una partitura de una canción.
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