Había un video en televisión sobre cómo cuando j. estaba en el servicio militar lo habían agredido durante una manifestación. Yo no sabía que era él hasta que hacían un acercamiento al pobre patrullero golpeado y reconocía la cara.
Llegaba a trabajar en lo de hablar con ancianos vestida de colores y la jefa nos mandaba a mí y a otros compañeros a devolvernos y cambiarnos por pintas monocromas. Me iba. De pronto una doctora me diagnosticaba diabetes y dictaminaba que había que amputarme la pierna izquierda. Al principio yo me mostraba estoica ante la decisión, pero cuando llegaba la hora de la operación yo me echaba a llorar del terror y le decía a doctora que por qué me iban a operar si la pierna no me dolía en absoluto. La doctora me decía que a mi edad a ella ya la habían operado de diabetes, que yo no me había cuidado y por eso ahora tenía la pierna como la tenía. Le decía que al menos ella podía llegar a vieja caminando, pero a mí me quedaría el resto de la vida sin poder hacerlo. Bajaba escaleras rápido solo como para no olvidar esa sensación después. Llegaban mis papás, me traían unas uvas chiquitas medio transparentes deliciosas y mi papá decía que adelante con la operación. Yo pensaba que me daría menos miedo si hubiera plata para una de esas prótesis atléticas con la cual pudiera correr. No obstante, me aterrorizaba pensando en el fenómeno de la pierna fantasma. Insistía. A mí no me estaba doliendo la pierna, no entendía por qué habría de perderla. La doctora me volvía a examinar. Me apretaba las piernas en busca de dolor. Mis piernas estaban descamadas y tenían las venas hinchadas. Todo el tiempo pensaba que tal vez la amputación tendría lugar no debido a la diabetes sino al erythema ab igne, que esto me estaba ocurriendo por haber dejado la pierna cerca del radiador demasiado tiempo durante el invierno. Maldecía mi ignorancia frente a las fuentes de calor.
Cuando desperté, me di cuenta de que estaba dejando la pierna izquierda quieta. No empecé a moverla sino hasta por ahí media hora después.
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