Vivía en Lyon. Me pasaba el tiempo paseando en un tren que no era subterráneo. Cruzaba el Rhône y el Saône como se cruza el Han en Seúl. La Presqu’île tenía unas ruinas grandes de edificios destruidos en la guerra al estilo del domo de Hiroshima. Las ruinas tenían columnas torcidas que colgaban hacia afuera. Yo pensaba que me aburría mucho en la ciudad, que j. tenía razón cuando vivía ahí y se aburría también.
Llegaba a un Carrefour que aún no estaba abierto. Cuando al fin se podía entrar mi mamá me ponía a elegir chocolates. Yo veía puros Hershey’s pero quería Lindt.
Al anochecer me ponían a fumar una pipa larguísima que expelía un humo rarísimo, como una versión gaseosa de un tafetán rojo de visos verdes. Decían que lo que uno fumaba era sangre de serpiente o algo así. Uno la veía hervir por un orificio de la pipa. Había que meterse en un río para fumar. Cuando exhalaba botaba fuego por la boca, pero no me quemaba. La señora que estaba a cargo de esta ceremonia me decía que como había tomado cinco bocanadas, iba a ver cinco alucinaciones que eran mis cinco problemas principales. Me explicaba el primero. Creo que me decía que yo no creía en mí o que tenía miedo de algo, pero eso bien puedo estar inventándomelo. Le decía que tenía razón.
Hablaba con una japonesa. Me decía que uno de los sueños de su vida era conocer a alguien cuya lengua materna fuera el español. Yo traducía en mi cabeza al español la frase “alguien cuya lengua materna sea el español” y pensaba que este idioma las frases suelen complicarse al traducir.