Estaba en Seúl buscando lugares interesantes para conocer según el mapa del metro y decidía ir a un monte cuyo nombre nunca llegaba a pronunciar bien (a veces me equivocaba y decía Ararat pero el nombre era más parecido a Arirang). Me encontraba con una pareja joven coreana que me ofrecía helado. Me hablaban en coreano. La mujer decía “oishii!” al probarlo y yo pensaba “hm, ‘delicioso’ en coreano suena igual que en japonés”. Yo respondía al principio en japonés (“tashika ni oishii”—”en efecto, delicioso”), pero me daba vergüenza y les hablaba en inglés. Ellos también sabían inglés, pero luego el hombre me hablaba en japonés. Me decían que el monte Arirang era aburrido, que no había nada que hacer allá.
Como estaba haciendo cambio de trenes para ir a Arirang pero al fin resultaba mejor no ir, me quedaba donde estaba, que sería quién sabe en dónde. Había un lago con un bote grandísimo lleno de agua. Al parecer esto ya no era Corea y yo había estado esperando durante mucho tiempo la oportunidad de montar en bote sobre ese bote. Un bote dentro de un bote dentro de un lago. Los botes parecían tinas de bebé. Lo atractivo del plan era que el bote grande se movería a toda velocidad en el lago y los botes pequeños serían arrastrados. Era divertido. Divertido hasta que me daba cuenta de que uno de los botecitos estaba hecho de palma tejida y estaba lleno de niños indígenas apeñuscados, tirados ahí bajo el sol. Ya en tierra firme le preguntaba al dueño de la atracción el porqué de los niños desnudos hacinados. El señor decía que se trataba de recrear vívidamente la experiencia de estar en el Amazonas. Pero los niños están ahí sufriendo, decía yo. Oh, no, a ellos les gusta estar así, respondía él.
De pronto estaba buscando un bus/tram de regreso no sé adónde. Estaba pagando el tiquete en el torniquete de entrada de la estación y veía cómo se me pasaba bus tras bus mientras yo buscaba monedas de 50 y 10 won en la billetera.