Estaba en Japón, en una tienda tipo Loft o Muji con j. Ibamos a comer —la tienda tenía restaurante incluido— pero solo quedaban quince minutos para ordenar. j. se iba a mirar cosas por ahí mientras yo miraba el menú. Había pizza de mazorca con mayonesa (esto existe de verdad). No me llamaba mucho la atención. Una cajera se ponía a explicarme (en japonés, claro) una promoción según la cual si compraba tal cosa me regalaban una bolsa de tela blanca más bien fea. Yo le decía que solo me quedaba un minuto para ordenar y ella se me lo estaba gastando. Ella me decía que esperara a que ella terminara y tomaría mi orden como si estuviéramos a tiempo. Yo hacía un comentario gracioso, ella se reía y de pronto se daba cuenta de que había perdido el hilo del discurso que venía soltando de memoria como buena vendedora japonesa. Me lo hacía saber entre risitas, casi como si estuviera aliviada de haber tenido un instante de espontaneidad. Me alegraba haber causado esa ruptura en su cabeza. Ah, los japoneses y sus cortocircuitos.
Al fin yo no ordenaba nada. Me retiraba de la caja hacia la puerta de vidrio. Veía exhibido un catre plegable (como esos que se le doblan al Pato Donald estando dentro como un sándwich) color naranja, de plástico con huecos circulares grandes. Bluelephant volvía de su expedición por el almacén. Le preguntaba si había encontrado algo bueno para comer. Me decía que no. Yo tampoco. Salíamos.
Sí, no había nada bueno.