Marikit solía visitar mi cuarto con cierta frecuencia. Antes de la llegada del Mac nos sentábamos, ella en la silla y yo en la cama, muy cerca de los parlantes conectados a mi iPod, y asentíamos emocionadas cuando coincidíamos en el encuentro de un diminuto fragmento brillante de línea melódica. El silencio sólo podía ser roto al final de cada canción. A veces cantábamos, preparando dúos para cuando llegara el día de ir a un karaoke. Me gustaba contar con su presencia en este solitario espacio musical aunque yo jamás hubiera tenido la decencia de ordenarlo.
Marikit y yo no pasábamos todo el tiempo juntas: almorzábamos en mesas distintas y cenábamos a horas diferentes. Yo no iba a las fiestas que los búlgaros organizaban frente a la cafetería de la universidad y ella no asistía a mis paseos por el centro de Tokio. No obstante, parte de las noches y fines de semana giraba en torno a un par de parlantes baratos de milagrosa calidad, un iPod tan nuevo como obsoleto y los dispares ingredientes de unas onces improvisadas. El sol ambarino bajaba lentamente mientras hablábamos de los búlgaros, del malayo distante, de nuestra antigua vida en coros.
Una noche el pasillo del séptimo piso del dormitorio para estudiantes internacionales se llenó repentinamente de ABBA, por cortesía de uno de los búlgaros. Una pequeña congregación de personas que antes se encontraban charlando antes de retornar a sus respectivas habitaciones resultó bailando a la vieja usanza, esperando más éxitos de años jamás vividos. La poco ortodoxa fiesta reveló un inesperado aspecto de un hombre cuya risa explosiva y un poco chillona daba razón del eterno hip-hop que componía las fiestas que patrocinaban sus potentes parlantes. Después de aquel episodio yo me desentendí del asunto, pero a mi amiga le quedó dando vueltas el giro que tuvo su opinión de él. “Quién lo creyera”, suspiraba de repente durante nuestros subsiguientes encuentros.
Hace una semana, Marikit me dijo en voz baja que había algo que tenía que contarme. No había que pensar demasiado para inferir el mensaje que habría de ser entregado, especialmente cuando la mañana del primer día de exámenes la sorprendió con aquellos parlantes empujando el aire hacia su cuarto al ritmo de su canción favorita. Un par de días después, ante el ojo de pescado de mi puerta se encontraba una mujer de rostro envuelto en gloria, esperando a contarme toda suerte de anécdotas respecto de aquello que yo ya sabía. Pero entonces, el timbre volvió a sonar. Era el afortunado príncipe azul de Bulgaria, envuelto en el mismo halo. No acababa de decirle que se sentara junto a ella y perdonara el desorden cuando fue siendo hora de partir. El búlgaro la tomó de la cintura y como saltando entre nubes esquivaron mis zapatos hacia la feliz luz del día de idilio que se acercaba a su fin. Éste no había sido más que un punto de encuentro, un cruce entre dos calles para continuar el paseo por una estrecha calle donde sólo caben dos.
Pasan las tardes y los encuentro paseando de la mano, o si los veo por separado es cuando cruzan el edificio para encontrarse en alguno de sus aposentos. A veces ella se acerca a hablar conmigo, pero la charla es cortada abruptamente por la aparición de aquella risa desbocada que retira algunos mechones de la cara de su amada y le dice fingiendo gravedad que necesita hablar diez minutos con ella. Entonces yo regreso a mi madriguera y enciendo los parlantes. Por mi cuarto circula toda suerte de melodías que nadie habrá de comentar, toda clase de descubrimientos de los que nadie tendrá noticia. En el silencio de la madrugada, pienso en una época en la que yo tenía una historia que interrumpir con la llegada de su personaje principal, y me pregunto cuándo podré sacudirme esta polvorosa soledad de las mangas.
En el fondo, nada ha cambiado significativamente. Ella y yo seguimos almorzando a horas dispares. Yo sigo estando demasiado cansada para festejar y ella demasiado ocupada para pasear. Nos saludamos, sonrío ante su sonrisa más brillante y en breve comprendo que no habremos de detenernos a departir. Ya no hay ocasión para hablar del malayo distante, y aún si la hubiera, no quisiera desperdiciar su tiempo en contarle algo mucho menos importante que la mano que la ase de la cintura. Así pues, mientras ella se aleja en una carroza alada, él empieza a sonreír cuando me ve fuera de clase. Este fin de semana fuimos a Asakusa a tomar fotos. Creo que ya no puedo describirlo como distante.
[ Some Other Time — The Alan Parsons Project ]