The Terminal

Recibo sugerencias sobre actividades a realizar durante una estadía de 12 horas en el Aeropuerto Internacional de Miami. Téngase en cuenta que el período transcurre entre el 31 de diciembre de 2006 y el 1 de enero de 2007.

Mi hermana dice que vuelva a ver The Terminal y tome nota.

[ Die Zeit heilt alle Wunder — Wir Sind Helden ]

Género y sexo

Sofía Acalantide cuenta en esta entrada de su blog en El Tiempo que, según un reciente fallo de la Corte Constitucional,

“Las palabras hombre, persona, niño, adulto y otras semejantes que en su sentido general se aplican a individuos de la especie humana, sin distinción de sexo, se entenderán que comprenden ambos sexos en las disposiciones de la leyes, a menos que por la naturaleza de la disposición o el contexto se limite manifiestamente a uno solo. Por el contrario, las palabras mujer, niña, viuda y otras semejantes, que designan el sexo femenino, no se aplicarán a otro sexo, a menos que expresamente las extienda la ley a él”.

La autora comenta que de ahora en adelante un texto jurídicamente correcto deberá referirse a “los hombres y las mujeres, los niños y las niñas, los ciudadanos y las ciudadanas”. Sin embargo, ¿no acaba de decir el fallo que la palabra “niño” comprende ambos sexos? ¿Acaso la palabra ‘ciudadano’ no figura entre aquellas que “en su sentido general se aplican a individuos de la especie humana, sin distinción de sexo”?

No sé en qué momento empezó esta pugna por hacer de nuestro idioma uno compatible con las necesidades del feminismo moderno. De repente los discursos en los medios de comunicación se han vuelto insoportablemente pesados, haciendo distinciones innecesarias hasta el paroxismo, hablando de ‘todos y todas los y las candidatos y candidatas registrados y registradas’ o tachonando párrafos enteros de arrobas impronunciables para eliminar el supuesto machismo según el cual fue construida la lengua española. Hay que darle visibilidad a la mujer, dicen, pues al hablar de ‘los pobladores’, por ejemplo, se la está excluyendo. Si no se dividen las generalizaciones por sexos (o se les agrega un signo que dé la ilusión de terminación masculina y femenina al tiempo), necesariamente se está hablando sólo de hombres. Ésta es una percepción bastante cerrada de la lengua.

En el español los sustantivos tienen género, lo cual no significa que al pensar en el lápiz, el pan, el banquete o el cielo nos remitamos a ellos como entes simbólicos de la masculinidad, así como la silla, la pelota, la fiesta y la tierra no lo son de la femineidad. Mejor dicho, el género de las palabras y el sexo de las personas son asuntos diferentes. El empleo de ‘nosotros’ como nominativo plural masculino y femenino y ‘nosotras’ como exclusivamente femenino no ocasiona ni depende de la poca visibilidad de la mujer en la sociedad, como Sofía y Florence Thomas creen, sino que pertenece a un ámbito exclusivamente gramatical. Thomas arguye que el lenguaje “refleja y construye la realidad y el mundo en el cual vivimos”. ¿Cómo justificaría entonces la situación a la que está sometida actualmente la mujer en China cuando el chino es un idioma sin géneros?

La verdadera lucha por los derechos de la mujer se encuentra fuera del ámbito lingüístico. Mientras torsos y glúteos sin rostro figuren en primerísima plana por las carreteras, mientras el ideal de una niña sea matarse de hambre con el fin de convertirse en un incentivo para la liberación de fluidos, mientras miles de mujeres callen lo que les hacen sus esposos hasta que mueran a golpes, tratar de desentrañar si denigro mi existencia cuando digo “nosotros” en vez de “nosotras y nosotros”, “el grupo de gente del que hablo” o “nosotr@s” no pasará de ser un esfuerzo tal vez noble, pero sin duda entorpecedor e ingenuo.

[ Any Road — George Harrison ]

Doumo Arigato, Mr. Robotto

¿Nunca les conté sobre el paso de Galactus por tierras niponas, hace ya más de un mes? Yo lo recuerdo cada vez que estoy encerrada en mi cuarto, rodeada de nubes grises, o cuando estoy caminando por ahí y veo las mismas cosas que vi durante aquellos días tan distintos.

Tan distintos. Memorización, kanji, gramática, prohibido salir cuando hay tanto por estudiar, comida en el combini, lamentable digestión de los menjurjes fritos de la cafetería. Las palabras se acaban cuando se acaban las historias, y las historias son susceptibles de acabarse en el más lejano de los países, en la isla de la fantasía eléctrica. Pero esos días… esos días recuerdan las luces enloquecidas de un edificio de gobierno y el sushi paseándose de un lado a otro por una banda transportadora.

Galactus avisó que vendría a Tokio con una antelación que no me permitiría concebir la inminencia de la noticia sino hasta el momento en que sonó mi teléfono y hablé en español, dando direcciones mediocres frente a mi viejo mapa de la ciudad. En la soledad que representa el exilio del estudiante de japonés, la casualidad de una visita obliga a dejar los libros a un lado y saborear el encuentro como si no fuera a ocurrir nunca más, como si al regresar al cuarto se fuera a morir a manos del afilado lápiz olvidado. Más aún cuando anteriormente se ha tenido la errónea certeza de que nunca se conocerá el rostro de un interlocutor de MSN.

¿Cómo podría resumir tantas luces, tantas fotos que no fueron tomadas, las largas charlas y las bebidas que se quedaron en su lata? Me veo dándole la vuelta a Shinjuku, haciendo el inconcebible recorrido Shibuya – Yoyogi – Harajuku – Omotesando – Aoyama – Roppongi – Tokyo Tower, saboreando un helado milagroso frente al río Sumida mientras el sol que ya no existe se pone. Hay pedazos de conversación grabados sobre los lugares que se pisaban al momento. Hay fotos, claro que hay fotos.

He puesto una nueva capa de recuerdos sobre la que quedó después de mi breve y pésima labor de guía turística. Este viernes volví a la roja torre y descubrí el camino correcto de regreso—si tan sólo lo hubiera sabido entonces. Ayer probé el gyudon (arroz con carne de res) del que tanto se hablaba cuando comimos en Yoshinoya. Vi los templos de Asakusa de noche y no quise tomar el tren de regreso hasta no haber comprado ese helado que parece no existir en el resto de la ciudad.

Galactus y yo nos despedimos en la inmensa estación de Ueno. Los trenes de la línea Yamanote arrancaron en direcciones contrarias, llevándonos de vuelta al punto de partida, a la vida de siempre donde las cosas que habían de suceder después sucederían. Un lápiz enfurecido me estaría esperando tras la puerta de mi habitación, exigiendo explicaciones y planas de caracteres—pero eso qué habría de importarme, cuando en tres días había visto mucho más de lo que creí posible para una ciudad interminable y convertido a un contacto en un amigo de carne y hueso (vaya cursi, esta Olavia Kite). Gracias, Galactus*; ojalá algún día nos volvamos a ver.

*Se siente extraño llamarlo por su seudónimo cuando ya se le conoce por su nombre. Sin embargo, por políticas de este blog…

[ It’s Oh So Quiet — Björk ]

Egao

Parecía La Candelaria, pero las calles eran mucho más estrechas, y las casas tenían una pequeña veranda. Después de un inexplicable suceso en el cual se me advertía que en Japón no se podía fumar mescalina porque el aire de acá (de allá, en este caso) no se consideraba sagrado, me asomé por uno de estos porches hacia un cruce de calles empinadas de piedra y un extranjero en auto me preguntó direcciones, pero yo no sabía responder. Entonces una voz conocida irrumpió para dar la información exacta. Cuando torné mi vista hacia él, justo al lado de la veranda, sonreí a más no poder. Y así quedamos; sin acercarnos más, sin musitar palabra, sonriendo con ojos brillantes en lo que sería nuestro reencuentro.

Entonces abrí los ojos hacia la solitaria oscuridad de las tareas por hacer.

[ I Don’t Feel Like Dancing — Scissor Sisters ]

I Don’t Feel Like Dancing

Me gusta cuando la música no es vieja pero suena como si lo fuera. Pongan esta canción de Scissor Sisters entre una de Electric Light Orchestra y una de ABBA y verán cómo cuadra.

[ Peter and the Wolf — Sergei Prokofiev ]

Dead Meat

No sé cómo resulté encontrándome el último lanzamiento de Sean Lennon en YouTube. Yo de él sólo sabía que era el hijo de John Lennon y Yoko Ono, que se parecía muchísimo a ambos y que era más bonito que Julian Lennon. Pues resulta que además de las obvias relaciones de familia real, Sean hizo parte de Cibo Matto, una banda de la que fue fundadora Miho Hatori, quien a su vez hizo la voz de Noodle (la de Gorillaz) durante su primer álbum. En solitario hizo Into the Sun en 1998, y ahora Friendly Fire, álbum al que pertenece “Dead Meat”. Esta canción es una grata sorpresa en vista de que Julian Lennon no me termina de convencer (aunque no es justo comparar a los hermanos como si alguno pudiera reemplazar al papá). Le encuentro a Sean un aire a Elliott Smith, lo cual me encanta, y la extraña melancolía de este tema me tiene simplemente hipnotizada. Cabe anotar de todos modos que al principio la nasalidad de la voz me molestó un poco.

Friendly Fire tiene la particularidad de incluir un DVD en el que los videos de todas las canciones se agrupan en una sola película (aunque creo que de un modo mucho más abstracto que Interstella 555 de Daft Punk). Varios de los cortos se encuentran en YouTube. Si he de describirlos, sólo una palabra se me viene a la cabeza: extraños. Eso sí, la sutil expresividad del rostro del cantante le da un valor agregado a los temas que de por sí reflejan el vacío ante los cuales fueron compuestos.

Me alegra haber tropezado con Sean Lennon, pero tengo la sensación de que los medios no se lo tomarán en serio. No es de extrañarse, sabiendo que lo que la gente desea en realidad es que en el fondo del Cavern en Liverpool se reúnan Julian y/o Sean, Dhani Harrison y los viejos Paul y Ringo a agitar la melena al ritmo del yeah, yeah, yeah. Pero Sean, si bien es un heredero de la familia real, también es un artista con mente propia, y eso lo demuestra en Friendly Fire.

[ Dead Meat — Sean Lennon ]

Lecciones de violín para principiantes

Marikit solía visitar mi cuarto con cierta frecuencia. Antes de la llegada del Mac nos sentábamos, ella en la silla y yo en la cama, muy cerca de los parlantes conectados a mi iPod, y asentíamos emocionadas cuando coincidíamos en el encuentro de un diminuto fragmento brillante de línea melódica. El silencio sólo podía ser roto al final de cada canción. A veces cantábamos, preparando dúos para cuando llegara el día de ir a un karaoke. Me gustaba contar con su presencia en este solitario espacio musical aunque yo jamás hubiera tenido la decencia de ordenarlo.

Marikit y yo no pasábamos todo el tiempo juntas: almorzábamos en mesas distintas y cenábamos a horas diferentes. Yo no iba a las fiestas que los búlgaros organizaban frente a la cafetería de la universidad y ella no asistía a mis paseos por el centro de Tokio. No obstante, parte de las noches y fines de semana giraba en torno a un par de parlantes baratos de milagrosa calidad, un iPod tan nuevo como obsoleto y los dispares ingredientes de unas onces improvisadas. El sol ambarino bajaba lentamente mientras hablábamos de los búlgaros, del malayo distante, de nuestra antigua vida en coros.

Una noche el pasillo del séptimo piso del dormitorio para estudiantes internacionales se llenó repentinamente de ABBA, por cortesía de uno de los búlgaros. Una pequeña congregación de personas que antes se encontraban charlando antes de retornar a sus respectivas habitaciones resultó bailando a la vieja usanza, esperando más éxitos de años jamás vividos. La poco ortodoxa fiesta reveló un inesperado aspecto de un hombre cuya risa explosiva y un poco chillona daba razón del eterno hip-hop que componía las fiestas que patrocinaban sus potentes parlantes. Después de aquel episodio yo me desentendí del asunto, pero a mi amiga le quedó dando vueltas el giro que tuvo su opinión de él. “Quién lo creyera”, suspiraba de repente durante nuestros subsiguientes encuentros.

Hace una semana, Marikit me dijo en voz baja que había algo que tenía que contarme. No había que pensar demasiado para inferir el mensaje que habría de ser entregado, especialmente cuando la mañana del primer día de exámenes la sorprendió con aquellos parlantes empujando el aire hacia su cuarto al ritmo de su canción favorita. Un par de días después, ante el ojo de pescado de mi puerta se encontraba una mujer de rostro envuelto en gloria, esperando a contarme toda suerte de anécdotas respecto de aquello que yo ya sabía. Pero entonces, el timbre volvió a sonar. Era el afortunado príncipe azul de Bulgaria, envuelto en el mismo halo. No acababa de decirle que se sentara junto a ella y perdonara el desorden cuando fue siendo hora de partir. El búlgaro la tomó de la cintura y como saltando entre nubes esquivaron mis zapatos hacia la feliz luz del día de idilio que se acercaba a su fin. Éste no había sido más que un punto de encuentro, un cruce entre dos calles para continuar el paseo por una estrecha calle donde sólo caben dos.

Pasan las tardes y los encuentro paseando de la mano, o si los veo por separado es cuando cruzan el edificio para encontrarse en alguno de sus aposentos. A veces ella se acerca a hablar conmigo, pero la charla es cortada abruptamente por la aparición de aquella risa desbocada que retira algunos mechones de la cara de su amada y le dice fingiendo gravedad que necesita hablar diez minutos con ella. Entonces yo regreso a mi madriguera y enciendo los parlantes. Por mi cuarto circula toda suerte de melodías que nadie habrá de comentar, toda clase de descubrimientos de los que nadie tendrá noticia. En el silencio de la madrugada, pienso en una época en la que yo tenía una historia que interrumpir con la llegada de su personaje principal, y me pregunto cuándo podré sacudirme esta polvorosa soledad de las mangas.

En el fondo, nada ha cambiado significativamente. Ella y yo seguimos almorzando a horas dispares. Yo sigo estando demasiado cansada para festejar y ella demasiado ocupada para pasear. Nos saludamos, sonrío ante su sonrisa más brillante y en breve comprendo que no habremos de detenernos a departir. Ya no hay ocasión para hablar del malayo distante, y aún si la hubiera, no quisiera desperdiciar su tiempo en contarle algo mucho menos importante que la mano que la ase de la cintura. Así pues, mientras ella se aleja en una carroza alada, él empieza a sonreír cuando me ve fuera de clase. Este fin de semana fuimos a Asakusa a tomar fotos. Creo que ya no puedo describirlo como distante.

[ Some Other Time — The Alan Parsons Project ]

Bijin

He visto cómo la autoestima de mis mejores amigas en este lugar está llena de cicatrices originadas por comentarios insensatos que las hicieron creer que la belleza jamás podría residir en ellas. ¿Saben lo difícil que es llegar a sonreír con satisfacción ante lo que se ve en el espejo cada mañana cuando un coro de viejas voces se ha multiplicado hasta deformar el cristal? ¿Saben lo triste que es mirar hacia atrás y encontrar tantos años desperdiciados en reprenderse por no estar cerca de un modelo inalcanzable, en no comprender la belleza inherente a cada ser humano sobre la tierra y por ende a uno mismo?

Hoy me gustaría pedirle a alguien que me haga el favor de pegarle un puño en la nariz a cada persona que me haya llamado fea. Sólo por este día, y aunque es altamente improbable que algo suceda de verdad, cuide su nariz, Engel.

[ 0% Interest — Jason Mraz ]

One Pecan Pie

Cuando mis abuelos maternos vivían en Bogotá y tenían parabólica, mi hermana y yo pasábamos las tardes después de colegio viendo Animaniacs y Family Challenge en WGN Chicago, uno de los extraños canales que componían el no muy extenso menú televisivo de ese entonces. Claro que por esa época Disney Channel era bueno y tenía a Marsupilami, HBO tenía un programa matutino llamado Encyclopedia y mi hermana y yo esperábamos al final de los créditos de los programas de robots japoneses en algún canal peruano para hallar el único letrero legible: “Mazda“.

Pues bien, Family Challenge era un programa de concurso en el que, como bien adivinaron, competían dos familias en diversas pruebas. En una se ponían fajas a la altura de la cadera con un aguijón en la cola y tenían que acurrucarse para reventar globos. Nada del otro mundo. Sin embargo, la prueba más interesante estaba a cargo de un señor cuyo mayor mérito era hablar claramente a velocidades increíbles. No, no era Scatman John. El señor recitaba una retahila empezando con un solo verso corto y lento, y aumentando la velocidad a medida que agregaba versos cada vez más largos. Cada miembro de la familia tenía que repetir de memoria la retahila llena de aliteraciones hasta llegar a los diez versos, de la siguiente manera:

One pecan pie,
Two water balloons,
Three windy wind machines,
Four chocolate donuts dripping countless calories…

Si se equivocaban, tenían que hundir la cara en un pastel de crema. Al final, todos salían con la cara blanca escurriendo por el mentón.

Shanna Kite y yo no nos cansábamos de ver ese segmento del programa, siempre a la espera de poder aprender los siguientes versos. La mayoría llegaba al tercer verso, pero al cuarto fallaban. Tan sólo en una ocasión alguien llegó al esperado quinto, pero perdió de inmediato, y nos quedamos sin aprender la retahíla completa.

Por cierto, al buscar la traducción en español de pecan pie me encuentro con que se ve mucho más bonito en otros idiomas.

  • Alemán: Pekannußtorte
  • Francés: pâté en croûte de noix de pécan
  • Holandés: pecannoot pastei

Y todo esto no es sino una especie de largo telón para desearle a Maladjusted un muy feliz cumpleaños. Si bien es posible que no coma pastel de nueces, sepa que aquí se le tiene muy en cuenta. Que me guarde un Sublime de sorpresa; cuando nos encontremos pensaremos en algún plan desquiciado para festejar.

[ No One to Depend On — Santana ]

Von hier an blind

Ahora que los exámenes han terminado, que mi mejor amiga del dormitorio se consiguió un novio hermoso (yo veré, yo veré), que me entrevistaron para el DVD oficial del centro de lengua japonesa, que Yahoo! borró mi cuenta de correo pese a que soy usuaria asidua de Yahoo! Messenger, que me voy a desgañitar en un karaoke dentro de hora y media y que no le acerté al ganador del Nobel de Literatura, puedo por fin respirar un poquito de fresco aire otoñal y repetir hasta el desespero (de mis vecinas) la canción que mi mente ha elegido como banda sonora del momento: “Von hier on blind” (“From Here On Blind”), de Wir Sind Helden, la banda gracias a la cual empecé a considerar la idea de aprender alemán. El video me gusta mucho, la animación me recuerda a Tintín.

Existe una versión en japonés de la canción. ¿Vendrán a Japón algún día?

[ Bist du nicht müde — Wir Sind Helden ]