Primero de abril de 2011

Cuando recién llegué a Japón estaba determinada a llevar un diario. Llené un par de cuadernitos con mis primeras impresiones de todo, de abril a junio. En algún punto del largo día de regreso, empero, me di cuenta de que había olvidado los cuadernitos en el destrozo que es ahora mi apartamento abandonado. Bueno, supongo que así es la memoria. No sirve de nada querer acapararlo todo.

Hoy desafié el jetlag y la novedad, salí del barrio caminando a toda y cogí transmilenio hasta la estación Héroes. Lo primero que me llamó la atención fue el calor. Llevaba mi chaqueta de vinilo azul, pero a lo largo del día me la tuve que quitar y poner, quitar y poner, porque nunca supe cuál era el umbral de frío aceptado para dejármela. Me asaba y me enfriaba al mismo tiempo. Punto número dos: las botas comiéndose el pantalón. No entiendo cuál es la gracia de esta moda, pero todas las mujeres intentan embutirse los pantalones entre cualquier tipo de bota. El resultado es horripilante la mayoría de veces, pero ahí van todas con su uniforme bajo el sol picante.

Llegué dos minutos antes a mi cita. A mi lado, en la banca, estaba sentado un señor. Luego llegó una joven. Se dieron un beso. Muy bien. Timbró el celular. Mi cita iba tarde. Mientras hablaba con él volteé a mirar un momento y me di cuenta de que el señor del lado tenía a la mujer en su regazo en una pose tipo tango y le estaba sacando las amígdalas. Se veía el turupe de la lengua al rozar las paredes de la boca ajena. Bueno, llama cuando llegues al puente peatonal y yo salgo de la estación. Carambola.

Fuimos a un restaurante francés en el centro y luego a comer helado en Crepes cerca de Andino. Entramos a la Librería Nacional, vi un diccionario español-árabe/árabe-español (“Diccionario Al-andalus”) y me acordé de Gazapos. A veces me daba mareo. Todo el tiempo me estuvo doliendo el cuerpo. Se sentía rarísimo estar con Cavorite y no andar de turismo. No había mapas que mirar ni idiomas que descifrar ni cositas que comprar. Despojados de todo exotismo, nos miramos como si nos hubiéramos topado en sueños recurrentes y ahora tuviéramos que confrontar la realidad, desconfiar de todo lo que creyéramos conocer y empezar casi que de “mucho gusto”. Por ahora sabemos que parecemos la encarnación mora vs. piña de “you say po-tay-to, I say po-tah-to.

Y ya. Omití la parte en la que despertaba y la cama era blandita y yo no extrañaba el futón para nada y me iba al cuarto de mis papás y ellos estaban en la cama y me hacían un campito y entre las cobijas hablábamos de las extrañas aventuras que acabábamos de tener al otro lado del mundo. Volví a la casa y ahí seguían ellos, contentos.

La corriente del miedo

Yo no debería estar hablando de esto. Debería estar hablando de las casas holandesas y el hipocentro de la bomba atómica y el kakuni de cerdo que es la comida más deliciosa que se han inventado en todo Japón. Sin embargo, descansando en Dejima bajo un sol esplendoroso recibí noticias y el panorama del viaje cambió: ya no era paseo sino escape. Desde entonces llevo varios días huyendo y ya no sé de qué huyo. Ya huí de mi casa inestable, ya huí de la falta de agua, huí del hambre, del racionamiento de energía, del aislamiento, de la radiación, del pánico general.

Cuando Azuma y yo bromeábamos acerca de la posibilidad de un terremoto como el que acaba de ocurrir, yo siempre decía que a mí no me daba tanto temor el sismo en sí sino la reacción de la gente. Y no me equivoqué. Si bien no hubo estampidas humanas, los días siguientes han traído consigo la saturación de imágenes dramáticas, el amarillismo, las alertas sobre amenazas inciertas. La región de Kanto se va desocupando y pueblos de por sí escasos de gente como Tsukuba se convierten en paisajes fantasmagóricos. Es difícil establecer el límite entre la verdad y el terror.

Tarde o temprano tendré que regresar a Tsukuba y constatarlo todo por mí misma. Hasta entonces, existe muy poco de lo que yo quiera enterarme, más allá de que las líneas de tren corren y habrá con qué preparar las lentejas que me alimentarán hasta que regrese a Colombia. El nudo en la garganta no me lo ocasionan las réplicas ni las centrales nucleares, sino la gente. Me preparo, pues, para nadar contra la corriente del miedo.

一人旅 (2)

Antes de salir de Kioto, Ueo me dio desayuno y estuvimos charlando un rato. Hablamos de cómo se siente vivir en Tsukuba y de los letreros en inglés en Japón. Ueo es una gran persona y me alegra que María Lucía haya dado con alguien así, no solo por ella sino también por nosotros que tuvimos la oportunidad de conocerlo. Cuando nos despedimos me dijo, haciendo alusión a la conversación anterior, “enjoy your happy life”.

El trayecto Kioto-Kobe-Nagasaki fue silencioso y azul. Tanto mar y cielo y letreros.

一人旅 (1)

Estoy en Kioto, en casa de María Lucía. Es mi casa favorita en Japón, creo. La luz tenue de la sala me hace pensar en películas viejas con personas en kimono. Estoy despidiéndome, se supone. Es un paseo agridulce.

A María Lucía la conocí hace un año y un par de días. Sin más referencia mía que mi blog y el hecho de ser la persona que se la pasa peleando con j., me invitó a quedarme en su antiguo apartamento a ver si por fin le daba la cara al señor que andaba de visita por las islas. Y vaya si se la di. Cara de bofe todo el santo día. El problema se solucionó eventualmente en un karaoke, pero esa es otra historia. Desde entonces tengo la impresión de haber visto seguido a María Lucía y el genial Ueo, si bien en un año no se puede andar saltando Ibaraki-Kioto-Ibaraki tantas veces.

En esta ocasión fuimos a un izakaya con afiches de Star Trek. Se supone que hubo un intento de emborracharme, o eso dicen porque no me di cuenta. Al otro día María Lucía me llevó al Castillo Nijo, me contó el episodio de las rusas obscenas que amenizaron la última visita de j., me dio chocolatina Meiji (nunca falta), me paseó por un complejo de templos donde no sabíamos si estábamos escuchando campanas o ecos de las rejillas en el piso, y preparó un donburi de aguacate y maguro que fue la cosa más espectacular del planeta. Me habría gustado mucho haberla paseado por Tokio alguna vez y haberle contado algo de lo poco que sé sobre la ciudad.

Notas:

  1. El piso del Castillo Nijo tiene un dispositivo de seguridad que lo hace chirriar de una manera muy peculiar cuando uno camina sobre él. Tecnología Tokugawa.
  2. Los ciruelos en flor son lo más hermoso que tiene Japón.
  3. Cada vez estoy más convencida de que debo volver a este país, así sea de paseo. La sola idea quita el mal sabor de lo que está por llegar a su fin.
  4. Ya no sé si vivo acá o si estoy en un viaje largo.

天気予報

El informe del estado del tiempo dice que el clima nunca mejorará. Dice que el gris durará por siempre y habrá que usar botas de nieve pese a que nunca hay nieve. El informe también dice que nunca saldré de aquí.

Gota

Todos en la familia eran propensos a sufrir de gota. La abuela decía que era algo genético, pero bastaba un vistazo a la mesa dominical rebosante de estofados y embutidos de toda clase para empezar a dudar. “La gota me agota”, suspiraba el abuelo con el pie hinchado levantado sobre un puf después del tinto y echaba a reír. Era el chiste más manido de su repertorio, y cada vez que los nietos lo oían recordaban en qué club, centro comercial o cama no estaban por encontrarse reunidos frente a una poltrona descolorida, observando aquel trofeo que era esa especie de juanete a punto de estallar. El otro chiste común era el del cochinito travieso, una tortura larga que le costaría el puesto a cualquier funcionario diplomático en el mundo moderno. Ante ese todos aún fingían reaccionar favorablemente por puro respeto al abuelo, como para reafirmar su autoridad ahora que era todo tos, carraspeo y espasmos. Soltaban una letanía desganada de ja-ja-jas mientras se miraban entre sí cada vez más asustados por la imposibilidad de saber dónde terminaba la risa del patriarca y dónde empezaban los estertores mortuorios.

Papá Rafico

El año antepasado descubrí que mi abuelo paterno aún leía ciencia ficción. No recuerdo qué libro era el que encontré en su mesa de noche un día de visita, pero me sorprendí al verlo. Fue grato pensar que los libros que había tomado prestados de su biblioteca durante unas vacaciones de adolescencia no eran un tesoro olvidado de viejas épocas. Mi abuela también tenía uno por su lado, creo, además de las Selecciones del Reader’s Digest de siempre. O las Selecciones estaban en aquel mueble detrás de la Reclinomatic, ya no sé.

La Reclinomatic en la que Papá Rafico estaba sentado la última vez que lo vi no era la misma cuyo espaldar yo empujaba cuando chiquita para caer mientras se extendía como si de un gran balancín se tratara. No sé cuándo hicieron el cambio. Mis recuerdos de la casa de mi abuelo se han solidificado en un gran bloque en el que todo ocurre al tiempo. Se concentran todos en mi infancia con un saco azul y lila y dos trenzas, en la pared aguamarina de la sala que ya no lo es, en la sucesión de perros que ladraban cuando uno timbraba, en una calavera de caimán secándose en la última esquina del patio. Y estoy yo creciendo en esa casa y viendo cómo en el perchero del vestíbulo ya no guindan mi ruana de lana sino que cuelgo yo mi chaqueta. Entonces nos quedamos todos parados allí y esperamos a que mi abuelo baje a saludarnos. Baja las escaleras cada vez más lentamente.

El año pasado pasé una tarde viendo dibujos animados con él. Vimos Phineas y Herb, que yo no conocía, luego un documental sobre videos de deportes extremos y, finalmente, Los padrinos mágicos. Salvo por el televisor, el cuarto estaba en silencio. A veces él dormitaba, a veces lo hacía mi abuela en la cama. De repente me acomodé un poco y la silla crujió. “Qué pasa, ¿no le gusta?” preguntó mi abuelo. Cómo no me iba a gustar, si estaba siendo testigo una vez más de lo que más me gustaba de él. Cuántos años tenía y aún amaba los dibujos animados. Esa es la única frase que recuerdo de aquel encuentro. Ni siquiera estoy segura de estar citándola bien, pero ahí me veo, sentada con él. Despidiéndome. Tomándole la mano y asegurándole que esto —lo que me mantiene tan lejos— ya se va a acabar.

Realmente faltaba poco.

Pero —pienso después de tomar aliento— estuvo muy bien esa tarde. Esa y todas las otras tardes, y su voz diciéndome “hija” y los besos que le daba a mi abuela y esa vez que dio un par de pasos de bolero a solas en el pasillo cuando estaba arreglando el jeep. La casa. La finca. Los libros. Su foto en uniforme. Los aviones. El color de piel de mi papá. Los recuerdos de su vida en mi vida, que son la presencia de él en todas partes.

Lucky Winner

Olavia Kite ofrece una entrega más de sus emocionantes aventuras en el mundo burocrático. Hoy: solicitando una visa de turismo en la Embajada de Estados Unidos en Tokio.

Saltémonos los preparativos. O mejor no. Anotemos que la foto del documento me la tomé acá en mi casa y la mandé imprimir en el combini mucho más barato de lo que cobra el fotomatón (bonita hora de enterarme). Anotemos también que volé en la bicicleta a menos cinco grados centígrados y recordé a los valientes soldados de la guerra de Corea porque llegué a la estación del Tsukuba Express sin dedos. Por último, y tal vez sin razón, reservemos un espacio a la visión de canastas y botas subiéndose al metro en Tsukiji y bajándose en Ginza, o a la inmensa y verdosa fachada de aquel lujoso hotel en Toranomon, congelado por siempre en 1962 con James Bond atrapado en uno de sus bares.

La Embajada, como era de esperarse, era un fortín custodiado por tanquetas y vigilantes que no permitían cruzar las calles aledañas. En vista de que llegué quince minutos demasiado temprano a mi entrevista, me puse a dar vueltas por ahí y encontré que en los combinis alrededor vendían onigiri de Spam (¡como en Hawaii!). Me habría comprado uno si no hubiera sido porque en el tren me había embutido uno de kanikama (palmitos de mar con sabor a cangrejo) y uno coreano picante buenísimo de cerdo con ajonjolí y gochujang. Además, los nervios me tenían sin rastro de hambre ni sed y a la entrada de la embajada confiscaban comestibles y tijeras.

Empujé una puerta pesada y me encontré en un lugar oscuro, con letreros improvisados mal colgados sobre las ventanillas y una multitud de sillas vinotinto organizadas en filas como una casa de oración de barrio. Me pregunté si todo estaba diseñado para bajarle la moral a la gente. El recinto estaba a reventar. Me ubiqué donde pude y abrí un libro. Pronto se sentó una mujer a mi lado, y segundos después llegó su olor. Era una nube repugnante que tardó en asentarse. Cada vez que ella se movía, el hedor remontaba vuelo para reacomodarse y me golpeaba la cara, interrumpiendo mi lectura contraída en una mueca agria. Aproveché la toma de huellas para buscar otro puesto, pero inexplicablemente ella se dio mañas para localizarme y volverse a sentar cerca. A veces me miraba. La ignoré como pude.

Lo que empezó a angustiarme no fue el paso del tiempo de por sí. Yo sabía que el tiempo pasaba pero no a qué velocidad, no había manera de saberlo con las vidrios ahumados y ningún reloj a la vista. Llamaban números y números y números a las ventanillas. Recordé varias veces el capítulo de Community en el que el estudiante con síndrome de Asperger sabotea sin querer un experimento aguantando 26 horas en una sala de espera. Yo también podría lograrlo. No me queda de otra, en todo caso. Tengo sed. Retomaré la lectura. No entiendo. A ver, otra vez. ¿Tanto tiempo llevo sin leer un libro en español? No logro saber de qué se trata esta novela. Miremos la contraportada. ¡No! ¡La regla es no leer las contraportadas! Oh, no, alcancé a leer media frase, ahora ya sé qué esperar. Trataré de olvidarlo. Volvamos adentro. Hay escritores de ciencia ficción. Yo quería ser escritora de ciencia ficción. ¿Será por eso que me regalaron este libro? Pero ya no se me ocurre nada. ¿Qué habrá pensado esta persona al sentarse a hacer este libro? ¿Cómo pudo escribir tanto? Me imagino al autor sin rostro en un trance dele y dele y dele al teclado a toda. Estas frases parecen escritas así, febrilmente. ¿Cómo se le ocurren a uno historias? ¿De dónde salen los personajes y cómo los sigue uno? Yo no puedo escribir cuentos. Nunca terminé uno. ¿Segura? Segura. ¡Otra vez te saltaste una página entera haciendo ademán de leerla!

Cerré el libro y me dediqué a observar a la gente que pasaba justo frente a mí. El señor encargado de la mayoría de entrevistas se veía simpático. Ojalá me toque ese. Las potenciales estudiantes de inglés—one year,… Nebraska,… hajimete…—recibían una hoja y decían “thank you so much!” como si acabaran de ganarse un premio. Los no-japoneses no corrían con tanta suerte. Una asiática de quién sabe qué país o algo así tuvo que recibir de vuelta su cerro de documentos después de un interrogatorio larguísimo. Dos soldados estadounidenses querían llevar a sus novias de paseo. La señora asquerosa, cuyo país no me atrevo a adivinar por miedo a imponer un estigma sobre todo un pueblo mil veces más limpio que ella, tenía una hija y estaba haciendo un doctorado. Iba a una conferencia. Un japonés especializado en manga tenía que remitir más pruebas de ser quien decía ser. ¿Tan poca gente queda en la sala? Cada vez eran más complicadas las conversaciones entre solicitantes y funcionarios. ¿Qué habré hecho mal yo para que hayan relegado mi solicitud al final? Ya sé: mi foto es muy oscura. Saipán no es un destino turístico válido. No imprimí como debía ser la hoja que mostraba la fecha y hora de mi cita. No entregué suficiente información. Me queda poco tiempo en Japón. Soy colombiana.

El amable rechazo de la solicitud de una pareja de amigos (¿mongoles?) que estaban a punto de graduarse de alguna institución —I’m sure you two are great guys, but…— me hizo preguntarme si estaba cargando aún la bolsa pesada porque el cuello me empezó a doler terriblemente (respuesta: no, era la tensión). Seguro me iba a decir a mí lo mismo. ¡Pero irme a vivir ilegalmente a Saipán sería una idea malísima!, diría yo inútilmente. Y entonces me tocaría correr a la universidad y pedir que me dieran el pasaje de regreso a Bogotá por Air Canada y me tocaría quedarme una noche en Toronto y no no no no no no no no…

El señor de la ventanilla de enfrente estaba teniendo problemas escaneando un código de barras de una carpeta de solicitud. Tomó el pasaporte que lo acompañaba. Miró la foto. Extendió la mirada al otro lado del vidrio. Me vio. Volvió a mirar la foto. Volvió a mirarme. Le sonreí con toda felicidad y asentí con la cabeza. El funcionario —en efecto, supremamente amable— me pidió disculpas por hacerme esperar tanto. “You must be the last one”, dijo. “Next to last”, corregí. Hubo entonces una mención de mi historial de viajes culminada en “You do a lot of travelling… and you get to go again!” “Yay!!!” fue lo único que atiné a responder. Conque así de fácil era. Ahora yo, como las estudiantes japonesas, era una feliz ganadora.

Me devolvieron mi teléfono y salí al sol. Eran las 12:30. En calidad de campeona, buscaría mi premio: un merecido almuerzo.

[ This Is It — Michael Jackson ]

女学生

Esta soy yo. Vengo de sustentar mi tesis. Cruzo caminos bordeados de cerezos en mi bicicleta recordando a mis profesores sonrientes diciéndome que lo logré y que están orgullosos de mí. Recuerdo también mis lágrimas contenidas, la emoción de haber hecho algo con tanto amor y que encima de todo les haya gustado. Al fondo se alcanza a divisar el Monte Fuji, que es tan inmenso que uno puede topárselo desde casi cualquier parte de la región Kanto si lo sabe buscar. Delante de mí no se ve nada porque voy rumbo a lo desconocido. No tengo miedo.

[ Here Comes the Sun — The Beatles ]

Forlorn

No me gusta la idea de irme de aquí, pero algunas cosas tienen que cambiar. No solo porque todos los ciclos se cumplen, sino porque hay condiciones en las que no es sano permanecer todo el tiempo. Sé que he sobrevivido, que he sido fuerte y que he aprendido a ver la belleza en medio de las ruinas, pero a veces me doy cuenta de que en realidad tengo las uñas clavadas al borde de un abismo. Soy como el monje del cuento que nos contaba Ariza Sensei en clase:

Un monje va caminando por ahí y de pronto se topa con un par de tigres. Corre y corre pero en su angustia tropieza y cae por un risco, con tan buena suerte de alcanzar a aferrarse a una raíz suelta. Pasado el susto inicial, respira profundo y evalúa su situación: está colgado de una raíz que probablemente no lo sostenga por siempre, tal vez apoyado pobremente sobre algún par de rocas. Seguramente se cansará tarde o temprano. Arriba lo esperan los tigres; abajo, un precipicio del cual aún no llega el eco de las piedras que él ha hecho rodar. Entonces se da cuenta de que justo a su lado crece hay un jirón verde del que penden unas bayas maduras. Las prueba. Están ricas.

Creo que acabo de perder el hilo por pensar en el monje y las bayas y el Sensei contándonos el cuento en un salón del edificio O en Los Andes. Hace poco compré una cantidad descomunal de fresas y me las he venido comiendo con leche condensada, tal como me enseñó Minori. Estábamos sentados en el comedor de mi casa en Bogotá sumergiendo fresas en ese azúcar viscoso. Al principio creía que era parte de sus gustos excéntricos, pero luego aprendí que en Japón la temporada de fresas —es decir, ahora en invierno— es temporada de fresas con leche condensada. En realidad una de las grandes lecciones que me dejó Japón es que Minori no tenía gustos propios, sino que todo hacía parte del Paquete Estándar de Personalidad Japonesa que venía en su disco duro. Hablando de leche condensada, en Vietnam siempre se endulza el café con leche condensada. Creo que es el café más rico que me he tomado en la vida. La leche condensada allá es no es muy dulce, por lo que uno puede echar un montón y queda el mejor café con leche de la historia de la humanidad. Por el contrario, el café vietnamita de Crepes and Waffles en Colombia es una bomba neural con sabor a falta de amor por la vida.

¿En qué iba? Ah, sí, en que empiezo a pensar que todo lo estoy haciendo mal si lo mejor que se me ocurrió para solucionar el problema de la soledad fue meterme a una iglesia bautista. O no sé. A mí me funcionó, al menos. No en el sentido religioso, sino en, por ejemplo, saber que un niño de tres años me recuerda y me llama a jugar con él y me llama Lola-chan y cuando ve cierto esfero de colores le menciona a su mamá que yo se lo regalé a ella hace poco más de un año. Supongo que esa idea debería servirme de consuelo cada vez que tengo la sensación de que no estoy en la cabeza de nadie nadie nadie nadie. No obstante, no dejo de preguntarme si mi existencia se limita a lo que está consignado en este blog. No a los sucesos que suscitan cada texto sino al texto en sí. Me pregunto si fuera de aquí existe algún trazo de mí.

[ We Won’t Run — Sarah Blasko ]