天気予報

El informe del estado del tiempo dice que el clima nunca mejorará. Dice que el gris durará por siempre y habrá que usar botas de nieve pese a que nunca hay nieve. El informe también dice que nunca saldré de aquí.

Gota

Todos en la familia eran propensos a sufrir de gota. La abuela decía que era algo genético, pero bastaba un vistazo a la mesa dominical rebosante de estofados y embutidos de toda clase para empezar a dudar. “La gota me agota”, suspiraba el abuelo con el pie hinchado levantado sobre un puf después del tinto y echaba a reír. Era el chiste más manido de su repertorio, y cada vez que los nietos lo oían recordaban en qué club, centro comercial o cama no estaban por encontrarse reunidos frente a una poltrona descolorida, observando aquel trofeo que era esa especie de juanete a punto de estallar. El otro chiste común era el del cochinito travieso, una tortura larga que le costaría el puesto a cualquier funcionario diplomático en el mundo moderno. Ante ese todos aún fingían reaccionar favorablemente por puro respeto al abuelo, como para reafirmar su autoridad ahora que era todo tos, carraspeo y espasmos. Soltaban una letanía desganada de ja-ja-jas mientras se miraban entre sí cada vez más asustados por la imposibilidad de saber dónde terminaba la risa del patriarca y dónde empezaban los estertores mortuorios.

Papá Rafico

El año antepasado descubrí que mi abuelo paterno aún leía ciencia ficción. No recuerdo qué libro era el que encontré en su mesa de noche un día de visita, pero me sorprendí al verlo. Fue grato pensar que los libros que había tomado prestados de su biblioteca durante unas vacaciones de adolescencia no eran un tesoro olvidado de viejas épocas. Mi abuela también tenía uno por su lado, creo, además de las Selecciones del Reader’s Digest de siempre. O las Selecciones estaban en aquel mueble detrás de la Reclinomatic, ya no sé.

La Reclinomatic en la que Papá Rafico estaba sentado la última vez que lo vi no era la misma cuyo espaldar yo empujaba cuando chiquita para caer mientras se extendía como si de un gran balancín se tratara. No sé cuándo hicieron el cambio. Mis recuerdos de la casa de mi abuelo se han solidificado en un gran bloque en el que todo ocurre al tiempo. Se concentran todos en mi infancia con un saco azul y lila y dos trenzas, en la pared aguamarina de la sala que ya no lo es, en la sucesión de perros que ladraban cuando uno timbraba, en una calavera de caimán secándose en la última esquina del patio. Y estoy yo creciendo en esa casa y viendo cómo en el perchero del vestíbulo ya no guindan mi ruana de lana sino que cuelgo yo mi chaqueta. Entonces nos quedamos todos parados allí y esperamos a que mi abuelo baje a saludarnos. Baja las escaleras cada vez más lentamente.

El año pasado pasé una tarde viendo dibujos animados con él. Vimos Phineas y Herb, que yo no conocía, luego un documental sobre videos de deportes extremos y, finalmente, Los padrinos mágicos. Salvo por el televisor, el cuarto estaba en silencio. A veces él dormitaba, a veces lo hacía mi abuela en la cama. De repente me acomodé un poco y la silla crujió. “Qué pasa, ¿no le gusta?” preguntó mi abuelo. Cómo no me iba a gustar, si estaba siendo testigo una vez más de lo que más me gustaba de él. Cuántos años tenía y aún amaba los dibujos animados. Esa es la única frase que recuerdo de aquel encuentro. Ni siquiera estoy segura de estar citándola bien, pero ahí me veo, sentada con él. Despidiéndome. Tomándole la mano y asegurándole que esto —lo que me mantiene tan lejos— ya se va a acabar.

Realmente faltaba poco.

Pero —pienso después de tomar aliento— estuvo muy bien esa tarde. Esa y todas las otras tardes, y su voz diciéndome “hija” y los besos que le daba a mi abuela y esa vez que dio un par de pasos de bolero a solas en el pasillo cuando estaba arreglando el jeep. La casa. La finca. Los libros. Su foto en uniforme. Los aviones. El color de piel de mi papá. Los recuerdos de su vida en mi vida, que son la presencia de él en todas partes.

Lucky Winner

Olavia Kite ofrece una entrega más de sus emocionantes aventuras en el mundo burocrático. Hoy: solicitando una visa de turismo en la Embajada de Estados Unidos en Tokio.

Saltémonos los preparativos. O mejor no. Anotemos que la foto del documento me la tomé acá en mi casa y la mandé imprimir en el combini mucho más barato de lo que cobra el fotomatón (bonita hora de enterarme). Anotemos también que volé en la bicicleta a menos cinco grados centígrados y recordé a los valientes soldados de la guerra de Corea porque llegué a la estación del Tsukuba Express sin dedos. Por último, y tal vez sin razón, reservemos un espacio a la visión de canastas y botas subiéndose al metro en Tsukiji y bajándose en Ginza, o a la inmensa y verdosa fachada de aquel lujoso hotel en Toranomon, congelado por siempre en 1962 con James Bond atrapado en uno de sus bares.

La Embajada, como era de esperarse, era un fortín custodiado por tanquetas y vigilantes que no permitían cruzar las calles aledañas. En vista de que llegué quince minutos demasiado temprano a mi entrevista, me puse a dar vueltas por ahí y encontré que en los combinis alrededor vendían onigiri de Spam (¡como en Hawaii!). Me habría comprado uno si no hubiera sido porque en el tren me había embutido uno de kanikama (palmitos de mar con sabor a cangrejo) y uno coreano picante buenísimo de cerdo con ajonjolí y gochujang. Además, los nervios me tenían sin rastro de hambre ni sed y a la entrada de la embajada confiscaban comestibles y tijeras.

Empujé una puerta pesada y me encontré en un lugar oscuro, con letreros improvisados mal colgados sobre las ventanillas y una multitud de sillas vinotinto organizadas en filas como una casa de oración de barrio. Me pregunté si todo estaba diseñado para bajarle la moral a la gente. El recinto estaba a reventar. Me ubiqué donde pude y abrí un libro. Pronto se sentó una mujer a mi lado, y segundos después llegó su olor. Era una nube repugnante que tardó en asentarse. Cada vez que ella se movía, el hedor remontaba vuelo para reacomodarse y me golpeaba la cara, interrumpiendo mi lectura contraída en una mueca agria. Aproveché la toma de huellas para buscar otro puesto, pero inexplicablemente ella se dio mañas para localizarme y volverse a sentar cerca. A veces me miraba. La ignoré como pude.

Lo que empezó a angustiarme no fue el paso del tiempo de por sí. Yo sabía que el tiempo pasaba pero no a qué velocidad, no había manera de saberlo con las vidrios ahumados y ningún reloj a la vista. Llamaban números y números y números a las ventanillas. Recordé varias veces el capítulo de Community en el que el estudiante con síndrome de Asperger sabotea sin querer un experimento aguantando 26 horas en una sala de espera. Yo también podría lograrlo. No me queda de otra, en todo caso. Tengo sed. Retomaré la lectura. No entiendo. A ver, otra vez. ¿Tanto tiempo llevo sin leer un libro en español? No logro saber de qué se trata esta novela. Miremos la contraportada. ¡No! ¡La regla es no leer las contraportadas! Oh, no, alcancé a leer media frase, ahora ya sé qué esperar. Trataré de olvidarlo. Volvamos adentro. Hay escritores de ciencia ficción. Yo quería ser escritora de ciencia ficción. ¿Será por eso que me regalaron este libro? Pero ya no se me ocurre nada. ¿Qué habrá pensado esta persona al sentarse a hacer este libro? ¿Cómo pudo escribir tanto? Me imagino al autor sin rostro en un trance dele y dele y dele al teclado a toda. Estas frases parecen escritas así, febrilmente. ¿Cómo se le ocurren a uno historias? ¿De dónde salen los personajes y cómo los sigue uno? Yo no puedo escribir cuentos. Nunca terminé uno. ¿Segura? Segura. ¡Otra vez te saltaste una página entera haciendo ademán de leerla!

Cerré el libro y me dediqué a observar a la gente que pasaba justo frente a mí. El señor encargado de la mayoría de entrevistas se veía simpático. Ojalá me toque ese. Las potenciales estudiantes de inglés—one year,… Nebraska,… hajimete…—recibían una hoja y decían “thank you so much!” como si acabaran de ganarse un premio. Los no-japoneses no corrían con tanta suerte. Una asiática de quién sabe qué país o algo así tuvo que recibir de vuelta su cerro de documentos después de un interrogatorio larguísimo. Dos soldados estadounidenses querían llevar a sus novias de paseo. La señora asquerosa, cuyo país no me atrevo a adivinar por miedo a imponer un estigma sobre todo un pueblo mil veces más limpio que ella, tenía una hija y estaba haciendo un doctorado. Iba a una conferencia. Un japonés especializado en manga tenía que remitir más pruebas de ser quien decía ser. ¿Tan poca gente queda en la sala? Cada vez eran más complicadas las conversaciones entre solicitantes y funcionarios. ¿Qué habré hecho mal yo para que hayan relegado mi solicitud al final? Ya sé: mi foto es muy oscura. Saipán no es un destino turístico válido. No imprimí como debía ser la hoja que mostraba la fecha y hora de mi cita. No entregué suficiente información. Me queda poco tiempo en Japón. Soy colombiana.

El amable rechazo de la solicitud de una pareja de amigos (¿mongoles?) que estaban a punto de graduarse de alguna institución —I’m sure you two are great guys, but…— me hizo preguntarme si estaba cargando aún la bolsa pesada porque el cuello me empezó a doler terriblemente (respuesta: no, era la tensión). Seguro me iba a decir a mí lo mismo. ¡Pero irme a vivir ilegalmente a Saipán sería una idea malísima!, diría yo inútilmente. Y entonces me tocaría correr a la universidad y pedir que me dieran el pasaje de regreso a Bogotá por Air Canada y me tocaría quedarme una noche en Toronto y no no no no no no no no…

El señor de la ventanilla de enfrente estaba teniendo problemas escaneando un código de barras de una carpeta de solicitud. Tomó el pasaporte que lo acompañaba. Miró la foto. Extendió la mirada al otro lado del vidrio. Me vio. Volvió a mirar la foto. Volvió a mirarme. Le sonreí con toda felicidad y asentí con la cabeza. El funcionario —en efecto, supremamente amable— me pidió disculpas por hacerme esperar tanto. “You must be the last one”, dijo. “Next to last”, corregí. Hubo entonces una mención de mi historial de viajes culminada en “You do a lot of travelling… and you get to go again!” “Yay!!!” fue lo único que atiné a responder. Conque así de fácil era. Ahora yo, como las estudiantes japonesas, era una feliz ganadora.

Me devolvieron mi teléfono y salí al sol. Eran las 12:30. En calidad de campeona, buscaría mi premio: un merecido almuerzo.

[ This Is It — Michael Jackson ]

女学生

Esta soy yo. Vengo de sustentar mi tesis. Cruzo caminos bordeados de cerezos en mi bicicleta recordando a mis profesores sonrientes diciéndome que lo logré y que están orgullosos de mí. Recuerdo también mis lágrimas contenidas, la emoción de haber hecho algo con tanto amor y que encima de todo les haya gustado. Al fondo se alcanza a divisar el Monte Fuji, que es tan inmenso que uno puede topárselo desde casi cualquier parte de la región Kanto si lo sabe buscar. Delante de mí no se ve nada porque voy rumbo a lo desconocido. No tengo miedo.

[ Here Comes the Sun — The Beatles ]

Forlorn

No me gusta la idea de irme de aquí, pero algunas cosas tienen que cambiar. No solo porque todos los ciclos se cumplen, sino porque hay condiciones en las que no es sano permanecer todo el tiempo. Sé que he sobrevivido, que he sido fuerte y que he aprendido a ver la belleza en medio de las ruinas, pero a veces me doy cuenta de que en realidad tengo las uñas clavadas al borde de un abismo. Soy como el monje del cuento que nos contaba Ariza Sensei en clase:

Un monje va caminando por ahí y de pronto se topa con un par de tigres. Corre y corre pero en su angustia tropieza y cae por un risco, con tan buena suerte de alcanzar a aferrarse a una raíz suelta. Pasado el susto inicial, respira profundo y evalúa su situación: está colgado de una raíz que probablemente no lo sostenga por siempre, tal vez apoyado pobremente sobre algún par de rocas. Seguramente se cansará tarde o temprano. Arriba lo esperan los tigres; abajo, un precipicio del cual aún no llega el eco de las piedras que él ha hecho rodar. Entonces se da cuenta de que justo a su lado crece hay un jirón verde del que penden unas bayas maduras. Las prueba. Están ricas.

Creo que acabo de perder el hilo por pensar en el monje y las bayas y el Sensei contándonos el cuento en un salón del edificio O en Los Andes. Hace poco compré una cantidad descomunal de fresas y me las he venido comiendo con leche condensada, tal como me enseñó Minori. Estábamos sentados en el comedor de mi casa en Bogotá sumergiendo fresas en ese azúcar viscoso. Al principio creía que era parte de sus gustos excéntricos, pero luego aprendí que en Japón la temporada de fresas —es decir, ahora en invierno— es temporada de fresas con leche condensada. En realidad una de las grandes lecciones que me dejó Japón es que Minori no tenía gustos propios, sino que todo hacía parte del Paquete Estándar de Personalidad Japonesa que venía en su disco duro. Hablando de leche condensada, en Vietnam siempre se endulza el café con leche condensada. Creo que es el café más rico que me he tomado en la vida. La leche condensada allá es no es muy dulce, por lo que uno puede echar un montón y queda el mejor café con leche de la historia de la humanidad. Por el contrario, el café vietnamita de Crepes and Waffles en Colombia es una bomba neural con sabor a falta de amor por la vida.

¿En qué iba? Ah, sí, en que empiezo a pensar que todo lo estoy haciendo mal si lo mejor que se me ocurrió para solucionar el problema de la soledad fue meterme a una iglesia bautista. O no sé. A mí me funcionó, al menos. No en el sentido religioso, sino en, por ejemplo, saber que un niño de tres años me recuerda y me llama a jugar con él y me llama Lola-chan y cuando ve cierto esfero de colores le menciona a su mamá que yo se lo regalé a ella hace poco más de un año. Supongo que esa idea debería servirme de consuelo cada vez que tengo la sensación de que no estoy en la cabeza de nadie nadie nadie nadie. No obstante, no dejo de preguntarme si mi existencia se limita a lo que está consignado en este blog. No a los sucesos que suscitan cada texto sino al texto en sí. Me pregunto si fuera de aquí existe algún trazo de mí.

[ We Won’t Run — Sarah Blasko ]

神風

Kamikaze

P.D.: Llevo en mi avión a modo de amuleto la muñeca que tuviste como juguete cuando naciste; por eso siempre has estado conmigo. Te lo cuento porque te angustiarías si te quedaras sin saberlo.

—Teniente Masahisa Uemura, muerto a los 25 años en Filipinas

真冬

Hay que abrigarse para salir. Hay que ponerse dos pares de guantes para que las manos no queden tiesas sobre el manubrio de la bicicleta como patas de loro. Hay que conducir la bicicleta un poco más despacio para no volver a resbalar en una esquina congelada. Hay que vestirse pacientemente, capa sobre capa sobre capa como una alcachofa. Hay que recordar las historias de la guerra de Corea —los miembros caídos en combate— y amarrarse bien las botas negras. Hay que sacrificar la luminosidad de la habitación y comprar otro par de cortinas. Hay que poner una cobija enrollada en el piso contra la puerta del balcón para detener el frío que se va colando como un río desbordado. Hay que dosificar el tiempo de exposición al radiador para minimizar el efecto cirrocúmulo al atardecer del erythema ab igne. Hay que llenar de agua hirviendo una bolsa de caucho, meterla entre las cobijas y abrazarla con los pies que no tienen otros pies que buscar en la noche. No hay que pensar en lo bueno que sería recibir un beso en la boca adormecida por el viento.

[ Out Here on My Own — Sarah Blasko ]

La teoría del recuerdo

Me acabo de tropezar con una foto de él. Es una foto igual a todo el resto de fotos de él que hay regadas por ahí. Supongo que todo el mundo dirá que ese es él, sin duda, y que si uno lo llegara a ver por la calle vería algo así, detalles más detalles menos. Yo puedo decir, empero, que en realidad él no se parece a esa foto. Se parece a otras fotos, pero esas no aparecen por ningún lado. Hace tiempo, cuando lo tuve enfrente, me di cuenta de que a veces lo miraba y su cara era completamente distinta de todas las imágenes que me había hecho de él en años de observación distante. Intenté capturar esa diferencia, pero mi cámara no es tan buena y yo tampoco soy buena con ella, así que tuve que resignarme a repasarlo en la cabeza. Tal vez algún día deje de recordar de por sí cómo era él para pasar a recordar qué era lo que recordaba. Quedo, pues, aferrada a la teoría del recuerdo.

[ Miami 2017 (Seen the Lights Go Out on Broadway) — Billy Joel ]

11-1-11

El segundo día lleno de palitos se comunica conmigo la segunda persona que me había dejado de hablar. Shock. La desesperanza me había ganado hace rato. No me gusta que la gente huya. Necesito agarrarme con las personas que quiero y decirles que son unos tontarras y que me digan lo mismo y que refunfuñemos hasta que uno de los dos diga algo chistoso y no tenga ningún caso seguir peleando.

Quedo a la expectativa.

[ Party with Children — Ratatat ]