Nueve de abril: el discurso de Olavia

Hablar. Odio hablar. Me cuesta mucho y me suena horrible. En español no pronuncio la mayoría de las consonantes, vaya usted a saber por qué. No vivo en Bogotá sino que io en ootá. No me gusta preguntar precios en las tiendas o si tienen tal cosa, y mucho menos me gusta llamar por teléfono. Se supone que en japonés no sufro de este problema fonológico, pero la ansiedad que me da no tener el suficiente vocabulario para desenvolverme en la conversación me deja como al rey George VI en The King’s Speech.

Tuve que llamar a Japón a agradecer un favor que me iban a hacer pero al fin no necesité. Le di largas al asunto por varios días. Me dio dolor de estómago cuando finalmente resolví hacerlo. Repasé mentalmente mi parlamento. Marqué. Ay, ay, ay. Hubo pausas y risas nerviosas. Cuando colgué, quedé exhausta. El teléfono me pone mal.

A veces pienso que si pudiera me comunicaría exclusivamente por escrito y usaría las cuerdas vocales solamente para cantar. Las compras y diligencias las haría en cajeros, máquinas expendedoras, Internet. Máximo en un supermercado donde solo le dijeran a uno el precio, gracias, adiós. Sin embargo, el asunto se complica cuando uno ya no vive solo y tiene que aguantarse el chirrido que tiene por voz diciéndole sí a la mamá o preguntándole a alguien si quiere hacer algo mañana. Pero no está mal eso. Lo único es que, si bien disfruto la compañía, me cansa ejercitar los labios, la mandíbula y el diafragma de ese modo.

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