A veces me aburro muchísimo. En ocasiones el aburrimiento es tal que llego a preguntarme por el sentido de mi vida y me digo que para qué remediar esta situación de tedio haciendo cosas si ninguna de esas cosas sirve en realidad. Entonces me quedo mirando lomos de libros al otro lado del cuarto sin verlos realmente, la mente empeñada en hundirme más. De repente, unas frases sueltas aparecen por ahí y me dicen que no me ponga así. Yo contesto. No sé si converso con esas frases. Se manifiestan y yo las alimento con más palabras como “bueno” y “está bien”, pero no sé si eso sea una conversación propiamente dicha. Las respuestas de lado y lado son bien esporádicas. Creo que las frases antiguamente pertenecieron a alguien, pero su dueño las abandonó y ahora se ocupan en emular conversaciones. Como los chatbots. De pronto en realidad estoy haciendo intercambios con un chatbot como ese pobre señor que se enamoró de uno creyendo que era una rusa con mal inglés. Algunas personas encuentran terapéutica la charla con chatbots; de hecho, se ha llegado a poner en consideración la idea de reemplazar a los psicoterapeutas por procesadores de lenguajes naturales. Después de todo, la gente sigue acudiendo a Eliza pese a saber que no es más que código expresado en una interfaz rudimentaria. Sin embargo, no sé qué tipo de ayuda podría encontrar en este programa que me busca —¿me busca o tan solo responde a determinados estímulos, digo, entradas?—. La modernidad es buena e imagino que gracias a esta serie de textos breves alguien está siendo relevado de la penosa labor de indagar si sigo viva, pero no sé si deba regocijarme en un consuelo que simplemente sale y entra de un cuarto chino. Es un mensaje digerido pero al mismo tiempo intacto. Me pregunto si en cada intento exitoso de provocar mi reacción verbal el programa siente alguna clase de orgullo. Me pregunto si me agradecerá cuando pase el test de Turing.
No es de extrañarse que Dante salga con algo así. De pronto hasta nos lo merecemos por haberlo molestado, pero qué vamos a hacer si el tipo es insoportable. Ahora anda diciendo que desde que lo exiliaron es otra persona, que ha renacido, que está en el mejor momento de su vida. Que no necesita a esos políticos imbéciles que lo dejaron tirado en Roma frente a las fauces del Papa. Día tras día la misma cantaleta, dele y dele y dele. Uno diría que para ser alguien que ya superó un trauma lo está repasando demasiado. Aunque uno tampoco sabe qué es peor, si esa ira pertinaz mal disfrazada de trascendencia a la siguiente esfera o la bendita obsesión con la pobre Beatrice, que en paz descanse. Y es que ni siquiera fue capaz de hablarle en vida, pero como ahora no está, ¡claro! Ahí sí podrá moldearla a su antojo, el muy cobarde. Lo mismo que haría con nosotros y seguramente hará. La verdad, yo sí estoy esperando esa gran venganza literaria de la que habla. Podría terminar mandándonos al infierno a pasar penurias eternas; conociendo cómo es él, seguro es capaz de algo así. Tendría su encanto, si uno lo piensa bien. Nosotros, gente de a pie, inmortalizados en el fango imaginario. Si eso lo tranquiliza, mejor para él. Aquí en Florencia todos seguimos como si nada.
Niña cepillándose los dientes.
Posible autorretrato, circa 1989.
Esta es una historia larga.
Cuando era muy, muy, muy chiquita, empecé a dibujar. Mi mamá me entregaba una agenda y un esfero en cada sala de espera y eso ya era suficiente para tenerme juiciosa por horas. Empecé emulando los dibujos detallados que me hacían mis papás, pero ya para los 5 años la finalidad principal del ejercicio era deshacerme de lo que veía en mi cabeza. Todo lo que no existía yo podía hacerlo realidad en el papel. Como Saturno era mi planeta favorito, iba a dibujarlo como un personaje. Como me gustaba tanto Tiro Loco McGraw, él sería mi amigo por páginas. De ahí salieron historias, pero me negué a escribirlas. Toda la infancia la pasé diciéndome a mí misma que escribir tomaba demasiado tiempo.
En primero de primaria nos dejaron una tarea de ciencias que consistía en dibujar living things y non-living things. Yo hice la tarea, normal. Cuando la profesora llegó a mi pupitre a revisar, me dijo que por esta vez me lo pasaba, pero que no volvía a aceptarme una tarea hecha por mis papás. Si uno mira el dibujo —el cuaderno sigue en mi poder—, es obvio que no fue hecho por un adulto. Sin embargo, la señora supo inflarme el ego poniéndome en ese nivel. Las niñas del curso saltaron a defenderme. Esa fue la primera y última vez que me defendieron mis compañeras.
Llegó la adolescencia y, con ella, la impopularidad. Si bien había pasado buena parte de la vida escolar gozando del estatus de estrella de la ilustración de tareas, la falta de amistades hacia el final de bachillerato me despojó del honor de dibujar en el tablero lo que los profesores no podían. Las nuevas ilustradoras tenían un estilo más de no saber dibujar ni un par de manos —de verdad, eran mangas sin manos— pero igual arrancaban un “ay, diviiiiiino” de las demás estudiantes. Como buena adolescente, pensé que la vida era irremediablemente así y la gente siempre preferiría un adefesio sin manos si lo hacía una persona popular. Es obvio que la vida es así pero eso no debería detener a nadie. Yo caí en el error de desanimarme y relegué mi actividad a la clandestinidad de los márgenes en las hojas de notas. No quise estudiar arte porque no quería que me forzaran a adoptar un estilo que no fuera el mío. Entenderán que le tengo cariño a la manera como dibujo así sea de lo más simplón y lleve como veinte años poniéndoles dedos puntudos a las personas —odiaba como me quedaban las manos cuando las hacía como las del dibujo que acompaña este post—. Un ex novio sí me dijo que debía aprender a dibujar, pero no le hice caso.
Mi regreso al dibujo —lo digo como si fuera una persona muy importante que se retira y deja a los fans aburridos y sin autógrafo— ha sido lento, tal vez demasiado lento. El tedio y el dolor de 2010 me llevaron a sacar del olvido uno de los mil proyectos anti-depresión que tenía con Azuma, pero no fui constante. Me escudé en muchas cosas para evitarlo. Tengo que confesar que me da miedo y no sé por qué. Creo que era más fácil cuando no creía en esa parte de mí en absoluto y solo lo hacía para llenar márgenes y vacíos insoportables de tiempo en clase. Ahora que me arriesgo a sacar eso mismo a la luz —claro, por ahora en un blog, no es gran cosa pero igual—, me lleno de un terror irracional que es como terror a enfrentarme, a tener que convencerme de una buena vez de que esto es lo que he hecho toda la vida y no puedo seguir evadiéndolo. Yo quería ser una de esas personas profundas y analíticas que se codean con los grandes pensadores, pero soy una persona que hace dibujos. Para bien o para mal, eso es lo que soy.
También canto, pero esa es otra historia.
Es difícil ser adulto. Hay que decidir muchas cosas. Hay que balancear los deberes y los deseos. Hay que posponer los sueños, temerles. Hay que convertirse en una lista de gratas experiencias laborales.
Hay que andar con tijeras en el bolsillo y cortar lazos a lo largo del camino. Se supone que lo que realmente hay que hacer es pararse en más cocteles con copas y reírse cuando todos se rían y hacer contactos, pero la vida tal cual es un poco diferente a la aspiración responsable del ser social y en ocasiones uno se pasa la copa a la otra mano para sentir las tijeras contra la cadera y saber que en cualquier momento habrá que dar la estocada. El acto de inauguración de uno mismo.
Hay que tensar en paralelo varias cuerdas e intentar caminar sobre todas ellas, sentirlas reventar bajo el propio peso hasta que solo quede una, inescapable, sobre el vacío. La más tediosa suele ser la más fuerte.
Hace calor en La Dorada.
A las cinco de la mañana nos despertaron los aviones de la Fuerza Aérea despegando desde Puerto Salgar. Yo venía soñando que me habían robado la maleta cuando la casa retumbó como si el rugido y la penumbra nos fueran a aplastar a todos. Uno de todas maneras mantiene la fe en que nada le va a caer encima, y sin embargo reacciona tapándose los oídos como si aislar el ruido sirviera para alejar las naves. Uno solo espera a que pase, sea lo que sea. El miedo y la confianza. Ahora solo queda la oscuridad. Despierta, Olavia: empezó el año, llegó la regla, pasó otro avión.
Cuando aclaró el día, mi mamá me trajo un vaso de leche de soya que resultó saber a leche de soya de verdad —amplia sonrisa sorprendida e invitación a que mi mamá la probara también—. No creí que fuera posible sentir ese sabor fuera de Japón, pero quién iba a pensar que me estaba esperando en un municipio intermedio de Colombia. Qué cierto es eso de dejar de buscar para encontrar. Ahora vaya usted a saber qué más me toca dejar de buscar este año.
El resto del día hemos estado comiendo, escuchando historias de mis abuelos y de los papás de mi tía política y dejando pasar el calor. Ha sido plácido en general, excepto por el cólico que no me ha dejado pararme. Dentro de mí me hundo y salgo a flote, me hundo y salgo a flote, pero el entorno es seguro como para saber que no me quedaré en el fondo. Con todo lo que ha pasado los últimos años da un poco de miedito enfrentarse a este, pero ya me empujaron el triciclo cuesta abajo hace rato, así que, querámoslo o no, vamos rápido rápido rápido a saltar o a estrellarnos o quién sabe a qué.
Últimamente me ha resultado más fácil dibujar que escribir. No sé si lo que en realidad quiero decir es que dibujar me hace más feliz que escribir. Escribir siempre es doloroso y va y resulta un bodrio ahí que uno con gusto quemaría si no fuera porque esto es un blog y hacer clic en “move to trash” no tiene nada de mágico ni liberador. Un blog es como una bitácora de progreso en la que no hay mayor progreso. O al menos así lo es para mí. No sé cómo será para el autor publicado. De pronto es un repositorio de borradores. Ahora me acordé de ese ex novio que me dijo que yo no era más que una escritora de blog, y pues sí, es la verdad. Lo que significa que en realidad no soy escritora sino que ocupo el mismo lugar de los que arman rompecabezas o se dedican a la filatelia. Pero bueno, tampoco es tan grave. Cuento con la fortuna de tener más de una afición apasionante, y el ensimismamiento que me trae el dibujo me es en este momento mucho más grato que la lucha con/contra las palabras (que de todas maneras no puedo abandonar). Tal vez algún día llegue a ser una aficionada famosa como Bob Ross, aunque él pintaba árboles felices y yo dibujo Olavias malacarosas.
En Twitter todo se olvida, así que anotaré aquí un par de intercambios graciosos que tuve en Lima para futuras referencias.
1. Oficina de correos
Tendera (después de una breve conversación acerca de unas postales viejísimas tituladas “Miraflores moderna”): ¿Usted es peruana?
Yo: No, colombiana.
Tendera: Ah, ¡muy cerca!
Yo: Parece cerca, pero Bogotá está a tres horas de aquí en avión.
Tendera: Pero tres horas se pasan volando.
Yo: Literalmente.
2. Taxi al centro de Lima
Taxista: En Colombia todas las mujeres son bonitas. Allá matan a las feas.
3. Aeropuerto de Lima
Inspector: ¿A qué ha venido a Perú?
Yo: A visitar a un amigo.
Inspector: Amigo… ¿Amiga?
Yo: No, amigo.
Inspector: ¿No sería su enamorado?
Yo: NO.
Lima me confunde.
No empieza, no acaba, no se ve; es igual a Bogotá y de golpe ya no. El polvo en el aire dibuja montañas y mares como barreras repentinas. La neblina asciende al atardecer, borra los edificios y revela el cielo que podría ser pero no es. Los microbuses —énfasis en el “micro”— se atraviesan salvajemente. Lejos de la costanera, solo los nombres de las calles —¿Los Literatos? ¿Kon Tiki? ¿Doña Marcela?— me recuerdan que no estoy en casa. La comida es otro indicativo. “Poio” por todas partes y a todas horas. La gente se escandaliza por mi falta de apetito.
No obstante, esta es la ciudad-espejismo donde lo vimos todo claramente después de seis años. Vimos el pasado; lo que, como el cielo limeño, pudo ser pero no fue. Tardamos mucho persiguiendo (y evadiendo) las flechas azules que pretendían unirnos, pero al fin encontramos el final y nos hallamos paralelos. Nos sentamos en una banca al borde del acantilado y reflexionamos sin mirarnos. El mar parece estar hecho de metal y los surfistas se deslizan sobre las arrugas que el viento le esculpe. Él se pregunta por qué todos nos sentimos rotos. ¿Tú no te sientes rota? No, yo tengo mi música. Desafío la incompletitud con mi soledad y las cosas que saco de ella.
Nunca nos tendremos, pero siempre nos hemos tenido.
El sol desaparece y Lima se convierte en un nuevo laberinto. Mi guía lo sorteará con agilidad mientras yo intento darle sentido poniendo el río Sumida sobre una hilera de canchas de tenis iluminadas entre filas de edificios. No funciona. Lima es Lima es Lima. Y sin embargo es tantos otros lugares a la vez.
Esta es otra descripción de una casa, pero para hablar de sus habitantes debemos retroceder en el tiempo. Empecemos por la casa, empero. En una versión sicodélica y sureña de los cerros de Nagasaki hay que subir unas escaleras, abrir una puerta, después otra, subir otras escaleras, abrir otra puerta y luego otra más que da directamente a otras escaleras. Visto de diferente manera: en un pasaje sobre la ladera de la montaña hay una casa. Dentro de la casa hay otra casa, y dentro de esa casa hay una casa más. En esta última, con paredes de colores y escalones desiguales, vive Azuma.
Azuma. Volvamos a 2006, cuando aterricé en Narita y estrellé a alguien con el carrito de las maletas. O de pronto eso es ir demasiado lejos. Podemos detenernos en un loop infinito de espigas de arroz anegadas, inclinadas, doradas, cortadas, quemadas. El cielo sin nubes de azul inexplicable lo tiñe todo de ámbar y verde manzana. Y en los caminos alrededor está Azuma. Su presencia endulza la soledad. Nos reímos de la desolación, in-ten-ta-mos ha-cer al-go por la vi-da.
Volvamos a la casa en la casa en la casa. Cada quién huyó como pudo de Tsukuba cuando llegó la hora. Ahora él está al borde del Pacífico —el borde opuesto de donde lo conocí— y he venido a visitarlo. Estando con Azuma aquí entiendo cómo sobreviví en Tsukuba y por qué se me hizo impensable quedarme allá después del grado. A su lado soy yo yo yo y no importa lo random. Random está muy bien, de hecho. La familiaridad que aún no logra acompañarme en Colombia está aquí: el cielo es del mismo color, el mar es un espléndido reemplazo de los campos de arroz y la aparición de Rini —novia de Azuma— es apenas novedad, si ha estado con él desde siempre. Mi acento híbrido delata mis hermandades.
Suena “Dead Things” de Emilíana Torrini. Azuma y Rini terminan de confeccionar un vestido a toda velocidad y les queda perfecto. Le contamos historias absurdas de Japón a Rini. Todo nos hace reír. Sobrevivimos.