Últimamente me ha resultado más fácil dibujar que escribir. No sé si lo que en realidad quiero decir es que dibujar me hace más feliz que escribir. Escribir siempre es doloroso y va y resulta un bodrio ahí que uno con gusto quemaría si no fuera porque esto es un blog y hacer clic en “move to trash” no tiene nada de mágico ni liberador. Un blog es como una bitácora de progreso en la que no hay mayor progreso. O al menos así lo es para mí. No sé cómo será para el autor publicado. De pronto es un repositorio de borradores. Ahora me acordé de ese ex novio que me dijo que yo no era más que una escritora de blog, y pues sí, es la verdad. Lo que significa que en realidad no soy escritora sino que ocupo el mismo lugar de los que arman rompecabezas o se dedican a la filatelia. Pero bueno, tampoco es tan grave. Cuento con la fortuna de tener más de una afición apasionante, y el ensimismamiento que me trae el dibujo me es en este momento mucho más grato que la lucha con/contra las palabras (que de todas maneras no puedo abandonar). Tal vez algún día llegue a ser una aficionada famosa como Bob Ross, aunque él pintaba árboles felices y yo dibujo Olavias malacarosas.
En Twitter todo se olvida, así que anotaré aquí un par de intercambios graciosos que tuve en Lima para futuras referencias.
1. Oficina de correos
Tendera (después de una breve conversación acerca de unas postales viejísimas tituladas “Miraflores moderna”): ¿Usted es peruana?
Yo: No, colombiana.
Tendera: Ah, ¡muy cerca!
Yo: Parece cerca, pero Bogotá está a tres horas de aquí en avión.
Tendera: Pero tres horas se pasan volando.
Yo: Literalmente.
2. Taxi al centro de Lima
Taxista: En Colombia todas las mujeres son bonitas. Allá matan a las feas.
3. Aeropuerto de Lima
Inspector: ¿A qué ha venido a Perú?
Yo: A visitar a un amigo.
Inspector: Amigo… ¿Amiga?
Yo: No, amigo.
Inspector: ¿No sería su enamorado?
Yo: NO.
Lima me confunde.
No empieza, no acaba, no se ve; es igual a Bogotá y de golpe ya no. El polvo en el aire dibuja montañas y mares como barreras repentinas. La neblina asciende al atardecer, borra los edificios y revela el cielo que podría ser pero no es. Los microbuses —énfasis en el “micro”— se atraviesan salvajemente. Lejos de la costanera, solo los nombres de las calles —¿Los Literatos? ¿Kon Tiki? ¿Doña Marcela?— me recuerdan que no estoy en casa. La comida es otro indicativo. “Poio” por todas partes y a todas horas. La gente se escandaliza por mi falta de apetito.
No obstante, esta es la ciudad-espejismo donde lo vimos todo claramente después de seis años. Vimos el pasado; lo que, como el cielo limeño, pudo ser pero no fue. Tardamos mucho persiguiendo (y evadiendo) las flechas azules que pretendían unirnos, pero al fin encontramos el final y nos hallamos paralelos. Nos sentamos en una banca al borde del acantilado y reflexionamos sin mirarnos. El mar parece estar hecho de metal y los surfistas se deslizan sobre las arrugas que el viento le esculpe. Él se pregunta por qué todos nos sentimos rotos. ¿Tú no te sientes rota? No, yo tengo mi música. Desafío la incompletitud con mi soledad y las cosas que saco de ella.
Nunca nos tendremos, pero siempre nos hemos tenido.
El sol desaparece y Lima se convierte en un nuevo laberinto. Mi guía lo sorteará con agilidad mientras yo intento darle sentido poniendo el río Sumida sobre una hilera de canchas de tenis iluminadas entre filas de edificios. No funciona. Lima es Lima es Lima. Y sin embargo es tantos otros lugares a la vez.
Esta es otra descripción de una casa, pero para hablar de sus habitantes debemos retroceder en el tiempo. Empecemos por la casa, empero. En una versión sicodélica y sureña de los cerros de Nagasaki hay que subir unas escaleras, abrir una puerta, después otra, subir otras escaleras, abrir otra puerta y luego otra más que da directamente a otras escaleras. Visto de diferente manera: en un pasaje sobre la ladera de la montaña hay una casa. Dentro de la casa hay otra casa, y dentro de esa casa hay una casa más. En esta última, con paredes de colores y escalones desiguales, vive Azuma.
Azuma. Volvamos a 2006, cuando aterricé en Narita y estrellé a alguien con el carrito de las maletas. O de pronto eso es ir demasiado lejos. Podemos detenernos en un loop infinito de espigas de arroz anegadas, inclinadas, doradas, cortadas, quemadas. El cielo sin nubes de azul inexplicable lo tiñe todo de ámbar y verde manzana. Y en los caminos alrededor está Azuma. Su presencia endulza la soledad. Nos reímos de la desolación, in-ten-ta-mos ha-cer al-go por la vi-da.
Volvamos a la casa en la casa en la casa. Cada quién huyó como pudo de Tsukuba cuando llegó la hora. Ahora él está al borde del Pacífico —el borde opuesto de donde lo conocí— y he venido a visitarlo. Estando con Azuma aquí entiendo cómo sobreviví en Tsukuba y por qué se me hizo impensable quedarme allá después del grado. A su lado soy yo yo yo y no importa lo random. Random está muy bien, de hecho. La familiaridad que aún no logra acompañarme en Colombia está aquí: el cielo es del mismo color, el mar es un espléndido reemplazo de los campos de arroz y la aparición de Rini —novia de Azuma— es apenas novedad, si ha estado con él desde siempre. Mi acento híbrido delata mis hermandades.
Suena “Dead Things” de Emilíana Torrini. Azuma y Rini terminan de confeccionar un vestido a toda velocidad y les queda perfecto. Le contamos historias absurdas de Japón a Rini. Todo nos hace reír. Sobrevivimos.
Mi hermana vive en una casa preciosa en Palermo. La casa tiene dos patios, una terraza, tres gatas, un baño con libros —de repente encuentra uno el Atlas de Borges sobre el bidé— y un espejo enorme en la sala. Entre otras cosas. Es como un anticuario muy cómodo.
La casera de mi hermana es actriz de teatro. El fin de semana fuimos a ver su última obra, que era sobre el bombardeo a la Plaza de Mayo que hicieron en 1955. Antonia, que es como se llama, está toda hecha de marfil con cabellos de lino y ojos de glaciar. Se acuesta en el piso cuando habla por teléfono y parece amar locamente a todos sus interlocutores. El piso tiene huecos de madera desmigajada. Hace un par de meses el moho amenazó con comerse entera la habitación de mi hermana.
La otra vez salí a dar un paseo y me encontré a Antonia en la calle al regreso. Estaba inspeccionando las otras casas de la cuadra porque se había ido la luz y quería saber si era una situación generalizada. Terminó de anochecer. Toqué ukulele un rato. Luego pasamos a cantar a capella las tres. Antonia nos contó que de joven fue a un concierto de Queen y a uno de Santana. Y también vio a Freddie Mercury de cerquita en otra ocasión.
En la casa también hay dos italianos. Cuando uno los escucha hablar de lejos es difícil saber si están hablando italiano o español porque la entonación suena igual. Ahí es cuando uno se da cuenta del origen del acento argentino.
Mi hermana vive contenta aquí. Yo también estoy contenta, pero ya me tengo que ir. Antonia se puso triste al saber que no me quedaría más tiempo, pero espera que vuelva pronto. No es descabellado pensar que así será, si la primera vez que vine a Buenos Aires escribí que la ciudad ameritaba segunda y tercera visita, y esta ya es la cuarta. Ay, Buenos Aires, te dejo algunos de mis amores pero aquí me tendrás de nuevo.
Mi hermana y yo tomamos un colectivo a Mataderos para ver la feria dominical. Ella seguía atenta los nombres de las calles para ubicarlos en el mapa y así saber bien por dónde íbamos. El bus nos llevó a ver el incendio de una fábrica y luego nos dejó en una senda tapizada de flores de jacarandá. En la calle estaban haciendo corridas de sortija. Las boinas se les volaban de la cabeza a los jinetes mientras se pasaban el puntero de la boca a la mano y lo blandían como un lápiz corrector de un gran error que al final no lograban pescar.
Comimos empanadas —increíble la de choclo— y salimos a ver los bailes. Cualquiera se podía unir, y daba la impresión de que todo el mundo se sabía los pasos. Nosotras no, claro. Algunos llevaban traje típico, pero la mayoría no. Había un señor especialmente hábil que le daba besos a su pareja al final de cada pieza. El movimiento de su cabeza lo delataba como bailarín profesional.
En medio del festejo, casi imperceptible apareció entre la multitud un viejito vestido de gaucho —con todo y espuelas— caminando bien despacito. Lo observamos avanzar detrás de los bailarines. Su andar de caracol nos permitía concentrarnos a ratos en una pareja de vestido elegante y la pareja del profesional. El viejito llegó a una barrera y se apostó allí. Después de mucho titubear le pedimos el favor de que se dejara tomar unas fotos con nosotras. Asintió. “Yo te voy a hacer un regalo”, me dijo cuando me paré a su lado. El anciano tenía una conjuntivitis tremenda en un ojo. Sacó una tarjeta con su dirección y me pidió que le enviara las fotos allí. “Si querés te doy la plata del envío”. Ni más faltaba. Ahora debo imprimir las fotos y confiar en que al correo argentino se le dé por funcionar al menos esta vez.
Al regreso —una vez más, tocar con el dedo un hilo arbitrario en un tejido de nombres— pasamos por una confitería donde vendían macarrones. Mi hermana se había referido a ellos como alfajores exquisitos que a simple vista no parecían nada provocativos, y pronto supe de qué hablaba. Los vi mil y una veces en las vitrinas de los almacenes caros en Tokio, los observé dentro de sus cajas preciosas en una vitrina de la Presqu’île en Lyon, llevo uno de plástico colgado de mi morral desde hace años… y nunca se me había ocurrido llevarme uno a la boca. Si no era ahora el momento, ¿entonces cuándo? Sobra decir que estaba delicioso. Habré de volver a Lyon algún día, supongo. Y a Tokio. Pero por ahora sigo saboreando Buenos Aires.
Llegó tu brazo mecánico. La caja está en la sala. Es más grande de lo que pensábamos. Deja ese cuchillo quieto. No tienes que cercenarte la mano para estrenarlo, es como un guante. Puedes dejártelo puesto todo el día para que aprendas a usarlo. Con el brazo no puedes comer cereal ni tocar flauta. ¿Quieres que te compre un xilófono? No le intentes hacer cosquillas a tu hermano, por favor. Abrázame con el otro brazo. Ten cuidado en el bus, no sea que dejes las varillas dobladas. Preséntale esta excusa a tu profesora y ofrécete a romper candados a cambio de las tareas de hoy. No te voy a dejar usar ese brazo por siempre, las tareas son más importantes que los candados. Ni se te ocurra pelear con los otros niños, tu brazo es para el bien. Todavía eres muy chiquito para combatir el crimen, pero hay muchas otras maneras de hacer el bien. Seguro que algún amiguito tuyo tendrá una botella que no pueda abrir. O no, mejor, ¿sabes qué? Quítate ese brazo mecánico, haz las tareas, pórtate bien y el domingo te dejo jugar a romper y soldar láminas de metal y a lanzar cosas muy lejos. Pero también me ayudas a picar las verduras del almuerzo, ¿bueno? Ahora sí cómete el cereal, que te va a dejar el bus.
La commedia dell’arte trajo al imaginario popular una serie de personajes entre los cuales figura Pierrot, el payaso trágico. Pierrot sufre por el amor de Colombina, quien lo abandona por Arlequín. Ruggero Leoncavallo trasladó a la música el drama de quien se ve obligado a entretener mientras sufre en su ópera Pagliacci (“Payasos”, 1892). En el aria más famosa de esta obra, “Vesti la giubba” (“Ponte el disfraz”), Canio descubre la infidelidad de su mujer pero debe seguir alistándose para su presentación.
“Vesti la giubba” (Plácido Domingo, Pagliacci, 1982)
Pónganle cuidado a la melodía entre 1:46-2:06. ¿La reconocen en las siguientes dos canciones?
“Payaso” (Raphael, Sin un adiós, 1970)
“It’s a Hard Life” (Queen, The Works, 1984)
El segundo ejemplo no viene mucho al caso, pero me encanta la coincidencia melódica. No obstante, Queen sí hace alusión al payaso trágico en otra de sus canciones, “The Show Must Go On” (Innuendo, 1991): “Inside my heart is aching, my makeup may be flaking but my smile still stays on”.
El payaso trágico en la balada romántica toma vida con la decepción amorosa, aunque de manera diferente que Pierrot. El agraviado se sabe payaso cuando su amada desdeña sus sentimientos (“Payaso”, Raphael) o cuando él se dedica a consolarla a sabiendas de que nunca se ganará su corazón (“Payasito”, Enrique Guzmán, 1963). El payaso es, en general, un perdedor resignado a su destino, como bien lo dice José José.
Payaso (José José, Reflexiones, 1984)
Contrario a Canio, el payaso de Leoncavallo que proyecta a su auditorio el sufrimiento que le ocasiona su mujer, el bufón romántico no tiene más público que la amada que lo desdeña. Así pues, su tormento es ser vitoreado por la misma persona que lo desprecia. Tal como dice Sandro en “Bravo por ti”, “nadie comprende que su condena cumple su tiempo al reír”.
“Bravo por ti” (Sandro, Gitano, 1970)
El payaso de la balada romántica nunca busca solucionar su situación, como sí ocurriría con Pierrot en el teatro o con el mismo Canio. Se puede decir, pues, que el ser payaso es tan solo una faceta en la personalidad de lo que podríamos llamar la voz poética de la balada. Hay esperanza, entonces, pero esta se encuentra en alguna otra canción.
Nunca he tenido mayor interés en conocer Corea del Norte. Las fotos de Kim Jong-Il mirando cosas son desconcertantes pero no ofrecen una ventana hacia algo que uno quisiera ver en persona, a no ser que uno sea una especie de ingeniero industrial y le interese mucho la supervisión del área de producción. Yo sé que en Pyonyang se esconden secretos fascinantes que solo son revelados tras entregar el pasaporte y cuidarse de no decapitar las estatuas de Kim Il-Sung en fotos, pero aún así… nah. No obstante, cuando uno se da cuenta de que está bastante cerca de la famosa zona desmilitarizada y es posible dar ese paso ya mismo, el nah se convierte en por qué no. Porque decir “estuve en Corea del Norte” suena más que bien, ¿no? Un español que trabajaba conmigo fue y al regreso nos mencionó ese detalle con la propiedad del aventurero que uno, humilde turista piscinero, desearía tener alguna vez. Esa mañana de mayo era mi oportunidad de impresionarlos a todos.
Ahora bien, esta suena como la introducción a una aventura sensacional por lugares prohibidos o un clásico ejemplo de chasco turístico con recuento de filas interminables, guías ininteligibles y comida mala. Sin embargo, la escena que nos disponemos a apreciar es completamente distinta. Le podríamos poner música de fondo, incluso, algo casi imperceptible para sacar de quicio al cinéfilo que esperaba persecuciones automovilísticas, metralletas o pena ajena. Aquí va:
Un hombre y una mujer llegan al primer piso de un hotel en Seúl, entran al restaurante y se sientan a esperar el desayuno —huevo frito, pan con mermelada, lechuga y maíz tierno—. A un costado del recinto hay una máquina de maíz pira y unos folletos grandes sobre una mesa. Tour a la zona desmilitarizada, anuncian. ¡Oh! ¿Se puede ir hasta Corea del Norte? ¿Así de fácil? Lleva la revistita a la mesa con una cara de “qué opina” para su acompañante. El solo decirlo ya suena emocionante: ir a Corea del Norte. El tour incluye almuerzo típico (¡además!).
Aquí es donde quiero que el tiempo pase más lentamente para dar la impresión de que algo importante está a punto de suceder. Dos extranjeros sentados en una mesita, como ya sabemos, esperando un suculento plato de huevo con lechuga, provocados de maíz pira, mirándose y mirando las fotos de matorrales en el folleto. El precio en won tiene varios ceros pero ellos no se acuerdan de la tasa de cambio ni a euros ni a yenes ni a nada. Suena caro, de todas maneras. Caro para ser un montón de pasto con un caminito atravesado por una raya. Aquí Corea del Sur, allá Corea del Norte. Tómense fotos y vuelvan al bus. Ah, y aquí tienen su bulgogi de medio pelo. Todo para tener derecho a una frase que deje perplejos a los interlocutores de cuanta reunión se atraviese en el futuro. Los viajantes se miran una vez más.
Los minutos recobran velocidad cuando se paran de la mesa con la decisión tomada. Es lamentable cómo los momentos más lentos de la vida comprenden situaciones que se olvidan al instante de terminar: una fila en el banco, el rellenar de casillas en un formulario, el primer desayuno en una capital asiática. Los viajantes cogen sus cosas y salen a Noryangjin, el mercado de pescado. Noryangjin, un nombre desconocido que nadie recomendó, un lugar donde los locales los miran perplejos, donde piden pescado tajado crudo a punta de señas y seguramente se los ofrezcan recién sacado del acuario del puesto contiguo. Nadie dará muestras de admiración cuando el tema venga a colación en conversaciones futuras con terceros, aunque también es posible que nunca lo lleguen a mencionar. A juzgar por la rapidez con que transcurre todo, la probabilidad de que uno de los dos no lo haya olvidado es bastante alta.
Este es un dibujo de mí misma tumbada de costado en la cama. Estoy mirando fijamente un punto indeterminado en la pared o más allá. Tengo que agregar unas notas musicales alrededor para indicar que está sonando un disco de Jesca Hoop —I’ve come to see that beauty is a thing that is without grace—. Al lado hay un paralelogramo negro a través del cual se deberían ver lucecitas, pero no es necesario tanto detalle. A veces creo que tengo los ojos abiertos como platos (un par de paréntesis encerrando unos puntos) y a veces creo que deberían ir entrecerrados (cada uno una T con el tronco muy corto). Tampoco sé si hacerme el peinado que tengo ahora o si dejar una Olavia estándar sin capul y pelo larguísimo. Creo que me decantaré por la Olavia estándar.
Voy a calcar el cuerpo en papel mantequilla y lo sobrepondré a unas rayas burdas en otras hojas. Ahora Olavia está en la parte inferior de un camarote. Afuera la esperan el Chao Phraya y un sinnúmero de manjares pero ella solo espera no terminar de morirse. A sus pies hay otro camarote, y en él, un austríaco intoxicado.
En otra hoja hay un gran rectángulo azul con un árbol del que penden erizos de mar.
En otra, un futón en medio del kibble del fin del mundo.
Y así sucesivamente.
Hay una constante en este dibujo de fondo cambiante más allá del cuerpo tumbado en papel mantequilla que no me he molestado en reproducir sino que apenas muevo de aquí a allá. No entiendo bien qué es. Posiblemente tiene que ver con que el dibujo en una hoja desearía estar en la otra, y cuando pasa a la otra extraña la siguiente. O tal vez es el eterno estado pasmado. Tal vez el dibujo en el cuarto siente que ha estado pasmado y perdido en todos esos otros escenarios pero en realidad solo lo está ahí, en esa representación de aquí.
Dios, qué aburrida estoy. Me pica quedarme en el mismo lugar mucho tiempo. Necesito despegarme de aquí, así sea para hacer la misma cara de lánguido desconcierto en otro paisaje.