Ese día llegamos al salón con un sinfín de preguntas anotadas en nuestros cuadernos. Nos sentamos en nuestros puestos, puestos sobre los cuales el sol de los martes y jueves era reemplazado por la débil luz de los faroles públicos. Estábamos acostumbrados a la impuntualidad del profesor, pero le teníamos tanta fé que lo esperábamos pacientemente hasta que, con una faz que denotaba la ausencia total de culpa, llegaba balanceando en su hombro el peso de una maleta cuyo contenido eventualmente nos haría poseedores del —según nosotros —magnífico y siempre envidiable conocimiento de una lengua que sólo se hablaba en un país del planeta, en series animadas incomprensibles y aparatos electrónicos.
Sin embargo, esa tarde el profesor no llegó. Los jóvenes de todo el resto de la ciudad estaban tomando cerveza o café, haciendo tareas, visitando a sus amistades y amores, viviendo mientras nosotros nos manteníamos quietos en nuestros puestos, esperando. Alguien hizo un comentario sobre lo caras que estaban las clases como para faltar a ellas. Asentimos. Volvimos a nuestros hogares con la esperanza de su pronta recuperación (en caso de enfermedad) o del pronto arreglo de su carro (en caso de haber quedado varado en el camino).
Nuestros buenos deseos no bastaron para que el profesor asistiera a la siguiente cita. Ni a la otra. Ni a la otra. Ni a la otra. Desesperados, empezamos a recopilar libros de todas las bibliotecas para enseñarnos los unos a los otros. No podíamos abandonar las clases. No teníamos adónde ir durante esas tres horas. Pronto pudimos sostener conversaciones largas en japonés, y en el calor del triunfo empezamos a ir en kimono, hakama, yukata o cualquier cosa que se les pareciera. Uno de nosotros consiguió una botella de sake, para salir todos cantando Shima Uta haciendo de nuestras manos micrófonos de karaoke. En la academia no se habían enterado de la ausencia de uno de sus empleados, dado que nosotros ya casi habíamos erradicado el español de nuestra vida diaria.
Fue la noche que no salimos de la academia para deshacernos de los pupitres con el fin de cubrir el suelo con tatami que supimos que habíamos perdido el control de nuestra afición. Adormilados en nuestros futones nos vimos en un cómodo abismo acuático— Habíamos empezado a vadear para luego cerrar los ojos y hundirnos hasta el fondo del agua, allí donde los sonidos de la superficie se distorsionan, ahogados por un continuo rugir de olas, de litros clorados, caldeados, salados acariciando nuestros oídos.
Comprendimos entonces que el profesor de japonés, consciente de lo que sucedería con el paso de nuestro progreso y aterrorizado por el mundo paralelo que eventualmente emergería al interior del salón de clases, había escapado a algún sitio donde pudiera ser un hombre normal rodeado de gente normal, de ésa que vitorea el fútbol y toma cerveza los viernes. No contó con el ímpetu que rodeaba a sus escapistas alumnos. En cuanto a nosotros, nos fue devuelto el dinero de la matrícula y de inmediato fuimos despedidos de la academia. Estoicamente cogimos nuestros libros, abanicos, juegos de sake, cajas lacadas y rectángulos de tatami e hicimos un último claqué arrítmico en las baldosas con nuestras sandalias geta. A la salida de la academia, en medio del vacío que nos provocaba el reconocimiento de un mundo que nos empeñamos en negar, alguien se dirigió al resto de rostros apesadumbrados:
—¿Les gustan los juegos de rol?
SUENA: Move Your Feet — Junior Senior